Tras levantar el cadáver de Iván en la acera de República de El Salvador, a unos metros de Pino Suárez, el perito médico forense Edmundo Sánchez Lora no pudo comer. Se fue a su casa, se duchó y luego durmió durante cuatro horas. Al despertar, le pidió a su esposa que le llevara la cena a la mesita de la sala y se dispuso a ver el noticiero en la televisión. La noticia principal lo dejó clavado al sillón:
“¡La Policía Federal anuncia la muerte del narcotraficante Luis Ernesto Chacón, alias El Chuleta!”, vociferó un presentador de belfo dificultoso desde la entrada del noticiero–. ¡En unos momentos más!
En un recuadro sobrepuesto al set noticioso, Sánchez Lora vio las imágenes de la bolsa negra que él mismo, junto con sus compañeros Pérez y Manrique, había entregado unas horas antes a efectivos policiales federales, con la pedacería de un pobre transeúnte que murió apachurrado –reventado, más bien– por una estatua de hierro que cayó, debido a un fuerte vendaval, de una capilla ubicada en el centro de la ciudad. Poco después, la cámara sobaba, más que grababa, aquella masa. En la toma cerradísima, su mirada experta distinguió dos o tres lumbares, la mitad de un húmero, un globo ocular sobre un fragmento de mandíbula inferior.
“El Chuleta murió esta mañana en un enfrentamiento con fuerzas federales, cuando intentaba accionar una granada de fragmentación para usarla contra los uniformados –contó el presentador–. Murió instantáneamente y así quedó; mire usted”. Y entonces las tomas de los restos se apoderaban de toda la pantalla y se deleitaban en el registro minucioso de la pedacería humana. “¡Chacón, El Chuleta, era considerado uno de los tres capos más poderosos del país, y con su caída, el gobierno federal ha dado un golpe demoledor a la delincuencia organizada!” sentenciaba, a voz en off, el presentador. “¡La secretaria de Estado, quien se encuentra en Haití supervisando el despliegue humanitario de tropas de su país, llamó esta tarde al Presidente de la República para felicitarlo por esa victoria sobre el crimen! ¡Ahí tiene usted! ¡Luis Ernesto Chacón ha quedado... ha quedado, ¡vea usted...! como si hubiera caído en una enorme licuadora!”
–Este país está valiendo madre –se dijo Sánchez Lora. Movió lejos de sí el plato con su cena, tomó el control remoto y, con un gesto de fastidio, apagó el aparato de televisión.
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El Negre y su sobrino condujeron al almero Tomás por un estrecho sendero en la maleza. El maya no tenía idea de lo que se decían entre sí aquellos inesperados anfitriones y decidió confiar. Al cabo de dos horas de caminata, llegaron a una ladera a la que se aferraba, con todos sus ligamentos, una construcción precaria de muros de bajareque y techo de cañabrava. Tomás fue invitado a pasar al interior oscuro y a tomar asiento en una de las piedras grandes esparcidas en el interior a modo de sillas. Sin decir palabra, El Negre echó a su sobrino de la choza con gestos expresivos y, cuando el mulato se dirigió hacia la puerta, entre risas que no dejaban ver ningún despecho, se sentó y dirigió al recién llegado una larga perorata.
Algo entendió Tomás de lo que el hombre decía. Dijo, por ejemplo, que ambos eran hombres de la tierra, pero que el africano había sido arrancado con violencia de la suya por las cadenas de la esclavitud, y que ese hecho lo había trastocado; que, de todos modos, en esa tierra nueva él no empezaría una conversación sin mencionar a los señores del suelo, los nueve Señores que dormían bajo la isla La Española –Manzanillo, Jicomé, Bonao, Navarrete, Samaná, Cibao, Macorís, Beata y Enriquillo–, y de quienes los conquistadores y colonos no tenían conocimiento; que ya llegarían los tiempos en los que esos Señores se agitaran en el sueño, y que entonces la superficie de la tierra se estremecería en forma espantosa, como no ocurría en su África natal; que la tragedia estaba próxima, y ocurriría dentro de 15 años; que una más sobrevendría en otros 294 años, y que la más horrible de todas habría de tener lugar en la porción occidental de la isla, cuando Enriquillo acabara con muchos miles de nietos de esclavos y con los bienes de otros millones. “Veintena de cien veces cien estarán muertos; es –dijo, en su castellano de retacería– preciso hoy, pero en 462 años”.
Tomás estaba habituado a las profecías porque habían sido parte de su oficio, y comprendió con facilidad la idea de terremoto: había visto las consecuencias de uno de ellos, no en la vida real, sino en las imágenes dibujadas con carbón y grana cochinilla sobre una piel de venado que sus maestros guardaban con gran celo: pirámides y templos desgajados, casas derrumbadas, cuerpos muertos.
–Ahora –dijo el cimarrón–: yo sé de aliento; tú sabes de aliento.
–¿Estarás hablando del alma? –preguntó, a su vez, el brujo maya.
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Rufino se hartó muy pronto con uno de los libros que había comprado: Las enseñanzas de Prandayana. Aquello era, desde sus primeras páginas, un revoltijo de palabras raras llenas de aes, como chacras, mantras y mandalas, y sabía Dios cuáles más, consejos que ponían nombres absurdos a ciertas maneras de respirar –“el conejo”, “el tigre”, “la garza”– y consideraciones estrambóticas sobre los lazos entre el universo y una tortuga. Decidió que, en su siguiente visita al tianguis, devolvería el libro al que se lo había vendido o, al menos, le pediría que se lo cambiara por un título más entretenido.
El otro libro, en cambio, el que se llamaba Devolver el alma al cuerpo, lo horrorizó pero capturó su atención desde el primer momento, porque hablaba de procedimientos culinarios que ya le resultaban familiares –cocer, macerar, trocear– aplicados a partes y excrecencias del cuerpo humano, como corazones, huesos, sangre, uñas, pelo, saliva y lágrimas.
* * *
Entonces llegó a él otro de sus tormentos. Evocó las muchas preguntas que se había formulado durante la huída de Tenochtitlan y el penoso paseo de la derrota por Cuautitlán, Citlaltépetl, Zumpango, Otumba, Apan y Hueyotlipan. Lo asaltaron los recuerdos de la desoladora situación de su ejército y de la desesperanza que sintió al darse cuenta de que Motecuzoma no representaba a Tenochtitlan: aquel imperio cruel, hermoso y arrogante, no iba a rendirse por miedo, ni por las consejas y las tradiciones supersticiosas que habían atormentado a su antepenúltimo Tlatoani.
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“Di por azar con los mensajes en los que inquieres por un científico guapo –decía el misterioso texto que Jacinta encontró en el correo de su cuenta de Facebook– y te doy un consejo amoroso: deslinda las dos cosas. Deja de ahogarte en tu propia prisa y dedícate a buscar con sosiego el amor que necesitas. La ciencia es más accesible y, si quieres, tal vez pueda ayudarte un poco con eso: soy científico, trabajé durante décadas en el Instituto Politécnico Nacional y podría responderte algunas cosas. No esperes más, porque no me interesa más: por mi edad, podría ser tu abuelo.”
Jacinta se sintió rabiosamente feliz: tenía el frasco y tal vez tenía ya a alguien que le ayudara a conocer su contenido. “Andrés –se dijo para sus adentros–, ya no te necesito. No vas a poder con mi recuerdo y que pronto estarás de regreso en México. Pero, para entonces, yo ya tendré un novio menos taciturno y más alegre que tú.”
(Continuará)
2 comentarios:
"Devolver el alma al cuerpo"...¿Al cuerpo de quién? hummm ¿Será que reencarne el conquistador? oh my god!!!
"Cualquier coincidencia con la realidad, es mero parecido": me refiero al asuntito del chuleta.
Bien, bien eso de intercalar la realidad con el cuento, aunque... ¡Cuántas ganas de que la realidad fuera cuento!
Muchos saludos desde el lugar del granizo (apenas granizó!!! no podía creerlo, digo, tengo que contarlo jajaja).
Sigoooooo...
Menganita.
Hazte un raspado con el granizo (los de coco son buenísimos) y acomódate, pues, que seguimos.
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