11.2.10

El último suspiro
del Conquistador / XXIII

Una mañana, por primera vez en muchos meses, Rufino se quedó dormido. Se había fascinado con la lectura de un extraño manualito que había comprado a un vendedor ambulante de libros usados, Devolver el alma al cuerpo. Tuvo pesadillas toda la noche y le dieron las ocho de la mañana en su catre. Se levantó de un brinco, se echó un poco de agua fría en la cara y salió corriendo hacia el mercado. Cuando llegó a la fonda, La Seño ya atendía a la clientela. Le dio instrucciones con voz plana y entre ambos cubrieron, como pudieron, los inevitables huecos causados en la rutina del changarro por la tardanza de él. No había masa de nixtamal suficiente, la dueña servía restos de atole que sobraron de la víspera y faltaban varios insumos más. Al final del día, ella le dijo:

–Ya no te quiero conmigo, Rufino. Andas robándole la ropa quién sabe a qué mujer y lees libros de brujería. Vete hoy mismo.

* * *

En una llanura del noreste, se acercó a Alvarado, quien permitía con desinterés que una solícita tlaxcalteca le cambiara los paños que cubrían las múltiples heridas sufridas en la amarga fuga de Tenochtitlan.

–Bien está eso –le dijo el Conquistador, señalando las curaciones–, que habremos de volver y capturar la plaza a sangre y hierro.

–Así ya lo tenemos emprendido –respondió el otro–. Sangre y hierro son lo mismo.

Ante la mirada de desconcierto de su capitán, el herido se explayó:

–Huele uno de estos tajos en mi carne y huele, luego, el orín rojizo que recubre a las armas cuando abandonadas son en el agua; olerás lo mismo.

Nunca le había agradado aquel hombre, frío y astuto a más no poder, y el desagrado se intensificó por las tensiones que reinaban en esos días entre los españoles derrotados.

–¿Qué discurres entonces? –se mosqueó–. ¿Que no podremos coronar la empresa y que habremos de volver a Cuba con la cola entre las patas y la mirada gacha?

–No. Digo sólo que a sangre y hierro no caerá Tenochtitlan: debemos doblegarla a sangre y fuego.

* * *

Tras aquella jornada demencial, Sánchez Lora durmió entre pesadillas. A las cuatro de la madrugada se despertó del todo, salió de la cama con cuidado para no despertar a su mujer, que dormía a un lado, se dirigió a tientas al pasillo y quiso encender la luz, pero el interruptor no respondió. “¿Será el switch o será el foco?”, se preguntó, y siguió avanzando en una oscuridad completa. Llegó a la sala, intentó activar la lámpara de pie pero tampoco obtuvo resultado. “¡Mierda! –pensó–, es el fusible”. Quiso dirigir la vista hacia la ventana y no la encontró: todo su entorno era una negrura continua. Entonces comprendió que se encontraba en medio de un apagón general. No recordó el viento inusitadamente fuerte que había soplado la víspera (y que había derribado una estatua de hierro de un campanario, y la estatua que había matado a una persona, y su trabajo en la recolección de los pedazos de la víctima), ni relacionó ese fenómeno con la interrupción de la energía eléctrica. Buscó con las manos el sofá, se sentó y examinó su situación: él y sus compañeros del Forense habían sido utilizados por la policía federal para inventar una muerte inexistente, la del narcotraficante Luis Ernesto Chacón, alias El Chuleta y habían engatusado a la opinión pública con aquella noticia falsa.

Sánchez Lora siempre había creído en las instituciones, procuraba ver en ellas las virtudes antes que los vicios y, hasta ese día, no había sido testigo de una inmoralidad de aquel calibre. Sintió en el pecho un vacío como el de un divorcio, como el de una muerte, y halló que no podría presentarse al trabajo, en cosa de unas horas, en semejante estado anímico. Decidió que llamaría al Servicio y se reportaría enfermo, pero entonces se imaginó las horas pastosas y gordas que le esperaban encerrado en su casa, deprimiéndose, llorando su propia inocencia muerta. Muerta y descuartizada, como el muerto que había levantado la víspera. En ese momento tuvo claro su curso de acción inmediato:

–¡Carajo! –dijo en voz alta–. ¿Y quién era ese cuate? ¡Tengo que averiguarlo!

* * *

Tomás y El Negre trazaron un puente angosto y maltrecho por sobre el abismo idiomático que los separaba y lograron entenderse. El maya refirió al africano su oficio pasado –guardador de almas– y aquello gustó a su anfitrión.

El Negre hace parecido, El Negre es bokor: pero tiene vivo cuerpo, no aliento –dijo el otro.

–¿Cómo así? –inquirió Tomás.

–Sacar aliento y tener cuerpo vivo –insistió su interlocutor–. Cuerpo para sembrar, para pasar trabajos. Esclavo sin grito, esclavo sin aliento.

Tomás fue comprendiendo que el oficio de El Negre consistía en privar del ánima a ciertas personas para obligarlas a trabajar para él o para otros. O sea que mientras él, Tomás, procuraba preservar la vida más allá de la muerte, había otros que fabricaban muertos en vida.

* * *

Evaristo Terré escuchó las desventuras de Andrés con paciencia, pero emitiendo de cuando en cuando una risita sardónica que ponían signos de puntuación en el atropellado relato de su amigo. Supo cómo, bajo la presión de un huracán amoroso súbito, se había derrumbado una vida estructurada y sensata, mayormente dedicada a una carrera académica.

–Lo peor –decía Andrés–, lo peor de lo peor es que fui tan bruto como para creer que podría haber algo en ese mentado frasco de Jacinta.

–Tal vez –repuso Evaristo.

–No te burles –se molestó Andrés.

–No me burlo –replicó el colombiano–. Sabemos tan poco, ignoramos tanto. Imagina que el alma sí existe, y que es una supermolécula.

–¿Una qué? Evaristo, por favor, ¿cómo se te ocurre?

–No te atrincheres en tus certezas, que muchas veces metemos en el cajón de las supersticiones todas las cosas que no logramos comprender.

–¡No tiene ni pies ni cabeza! –se desesperó el visitante–. Además, además... toda la historia del frasco es un delirio. A ver, Evaristo: ¿tú puedes creer que el alma exista, y que la de Cortés se encuentre atrapada en un frasco?

–Tú pasaste tres semanas creyéndolo –replicó Evaristo–. ¿Sería sólo porque estabas encoñado?

* * *

“Gracias por contactarme –escribió Jacinta a su misterioso interlocutor–. Quiero que me digas qué método debo utilizar para averiguar qué sustancias hay en un frasco de vidrio muy antiguo, y al parecer, vacío.” Vaciló unos momentos, mientras su dedo pulgar jugueteaba con la tecla “Ctrl” de su teclado, como si fuera el suelo que un toro pisa repetidamente con el remo delantero antes de la embestida. No sabía a quién se dirigía y tal vez no fuera prudente informarle de más... Pero su carácter impulsivo ganó la partida, y Jacinta escribió de golpe: “Dime que estoy loca, si quieres, pero creo que en ese frasco está el último aire que exhaló el organismo de Hernán Cortés”.

Y luego, con el puntero del mouse, oprimió “Enviar”.

(Continuará)

4 comentarios:

Mariana dijo...

Esa frase estuvo buena estimado Pedro Miguel. Andrés no estaba encantado, encariñado o mucho menos enconado...estaba "encoñado"!! En este sitio colombiano describen al "encoñado" tal y como usted nos pinta a Andres: http://www.eltiempo.com/participacion/blogs/default/un_articulo.php?id_blog=3174&id_recurso=3420413

Saludos encantados

Mariana

Bertha G...Alias la Ticha dijo...

Me encanta como mezclas lo realidad con la sospechada realidad como esa del narcotraficanta muerto y fabricado, ese detalle es un manjar para los que siempre dudamos de lo que de los gobiernos venga.

Mengana dijo...

"...No te atrincheres en tus certezas..." Me gustó la frase!
Seguimos señor!
Saludos.
Menganita.
P.D. ¿Habrá reseña acerca de la charla? Ojalá, para quienes no estuvimos...

Pedro Miguel dijo...

Mariana: Gracias por la referencia. Me parece que la expresión no es única de Colombia; yo la he escuchado en varias ocasiones en conversaciones entre mexicanos.

Bertha: La realidad es ineludible, y frente a ella, la ficción siempre se queda corta.

Mengana: No nos atrincheremos, pues.
He buscado a ver si alguien subió el audio o el video de la plática y no encontré nada. Tal vez en los próximos días lo encuentro y lo posteo.