No tuvo conciencia de que había muerto sino cuando revivió, por unos breves momentos, devorado por dolores insoportables, con los músculos y los nervios privados de concierto. Le fue difícil limpiar la mirada de las veladuras dejadas por algo que había sido más hondo que un sueño prolongado y, cuando lo consiguió, irguió la cabeza y dobló el cuello para observar su cuerpo en forma instintiva, y descubrió una gran herida en la zona frontera del tórax y el abdomen. Pero le horrorizó mucho más caer en cuenta de que aquella lesión se encontraba en un cuerpo que no era el suyo: la última visión de su pecho hundido, enjuto y poblado de pilosidad canosa no correspondía a aquella piel amarillenta que cubría una anatomía muelle, fofa y mucho más joven que la que daba asiento a su identidad. Una punzada palpitante en el hombro derecho le impedía mover el brazo correspondiente. Hubo de realizar un esfuerzo casi sobrehumano para elevar un poco la extremidad del otro lado y vio una mano flácida y regordeta que no era la suya. Todas las nociones que lo habían acompañado durante la hibernación nublada y lechosa se vinieron abajo y el estruendo se transformó en un rugido que salió por su garganta.
El gobernante en turno no toleró que no lo invitaran al homenaje fúnebre del escritor fallecido, algo natural si se consideraba la trayectoria de éste, crítica y mordaz hacia el régimen. De inmediato emitió un decreto que declaraba patrimonio nacional al difunto y que, para efectos prácticos, constituía la expropiación de sus restos con propósitos ceremoniales. Horas más tarde, la situación en la esquina nororiente de Pino Suárez y República de El Salvador parecía un parto atorado: en el portón principal del Museo de la Ciudad, antigua residencia de los marqueses de Calimaya, el ataúd del escritor no terminaba de salir, jalado hacia afuera por los fórceps de los policías federales, mientras que adentro del recinto, familiares, amigos y lectores del difunto tiraban del féretro hacia el interior. El jefe del agrupamiento de uniformados hizo un intento desesperado por llevar a los dolientes al cauce de la legalidad y de la razón; ordenó a sus hombres que depositaran en el suelo el extremo de ataúd que tenían en su poder y empezó a leer, altavoz en mano, el decreto emitido poco antes por el presidente de la República. Ambos bandos guardaron silencio.
“... en ejercicio de las facultades que me confiere la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, con fundamento en los artículos correspondientes y aplicables de las leyes federales de Responsabilidad Patrimonial del Estado, del Derecho de Autor, para la Administración y Enajenación de Bienes del Sector Público, Sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, de Bienes Nacionales, General de Salud, así como de la Ley Federal para el Control de Sustancias Químicas Susceptibles de Desvío para la Fabricación de Armas Químicas, Considerando que el mencionado ciudadano constituye un activo inapreciable para la cultura y las letras nacionales, decreto, Artículo 1, la inmediata declaración de propiedad artística e histórica de la Nación aplicable al nombre, bienes, derechos de autor, frases atribuidas, imágenes fotográficas, videográficas y pictóricas, del Escritor Insigne; Artículo 2, el Gobierno federal se hará cargo, por medio de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, de cubrir el pago de indemnizaciones a que hubiera lugar en virtud de la disposición expuesta; transitorios: Artículo Primero, Se ordena la inmediata transferencia de bienes, objetos y conceptos mencionados al control de la Secretaría de Educación Pública, la cual, por medio de las dependencias idóneas, y en coordinación con la Secretaría de Seguridad Pública, se hará cargo de un magno homenaje fúnebre nacional al Escritor Insigne, presidido por el C. Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos; Artículo Segundo, el presente decreto entrará en vigor en forma inmediatamente posterior a su publicación en una edición extraordinaria del Diario Oficial de la Federación; Artículo Tercero, se mandata a la Secretaría de Seguridad Pública a localizar a todo el personal del Gobierno Federal que se requiera para el cumplimiento de las disposiciones contenidas en el presente decreto y a llevarlo en calidad de presentado a sus sitios de trabajo, a fin de hacer efectivos, a la brevedad, los lineamientos prescritos. Dado en la residencia oficial de Los Pinos en la Ciudad de México, Distrito federal, a las 20: horas del día 19 de...”
El comandante policial no pudo terminar de leer porque el patio central del Museo de la Ciudad sirvió de caja de resonancia a las crecientes carcajadas multitudinarias que retumbaban dentro y fuera del edificio. Mientras tanto, el cerco de vehículos y efectivos de la Policía Federal alrededor del recinto había sido reforzado con algunos vehículos Humvee pintados de verde olivo que apuntaban hacia el edificio sus lanzadores de granadas Mk-19 y sus ametralladoras Barrett calibre .50.
El jefe de los efectivos policiales esperó unos momentos a que se apagara el jolgorio causado por su lectura del decreto presidencial y luego, con su altavoz de mano, se dirigió a los dolientes con la mejor oratoria de que fue capaz:
–¡Señores, les voy a pedir respeto al orden legal vigente! Por favor, no obstaculicen las disposiciones oficiales.
La actriz Jesusa Rodríguez se abrió paso en la aglomeración del zaguán y encaró al comandante:
–Nosotros les pedimos que se retiren, por respeto a la decencia, y que dejen de alterar el orden público.
El uniformado no captó la ironía y, prescindiendo de la bocina, le replicó a la artista en corto:
–Mire, señora, mejor convenza a los presentes de que se retiren a sus casas. Yo cumplo órdenes del Presidente, y si ustedes las obstaculizan, me obligarán a hacer uso de la fuerza.
–¿Y qué va a hacer? ¿Matarnos? –reviró la aludida–. Ya lo consiguieron, oficial, ya nos mataron de risa a todos, menos al homenajeado, que se murió de otra cosa.
El comandante de la policía bufó con resignación, dio media vuelta sin decir palabra, caminó unos pasos hacia el centro del arroyo vehicular y, con él, el cerco policial se replegó algunos metros. La pequeña muchedumbre de civiles que se agolpaba en la entrada introdujo de nuevo al patio del recinto el sarcófago del escritor.
Segundos después, en las filas de los agentes del orden se escucharon unos como ladridos intensos y breves y media docena de recipientes metálicos volaron con precisión a través del zaguán, cayeron entre quienes se encontraban en el patio, despidieron humo como si fueran incensarios, y los asistentes al homenaje fúnebre tuvieron de súbito un segundo motivo para el llanto: el gas lacrimógeno.
Cuando el corazón de Garcí empezó a latir de nuevo en su mano, el almero Tomás sacó la mano de la cavidad torácica del esclavo y, con unas puntadas bastas, unió los bordes irregulares de la tajada que había hecho bajo su esternón. Luego extrajo el punzón de obsidiana clavado en el hombro de Garcí y limpió las heridas con un trapo empapado en infusión de moho de tortilla. A lo largo de una hora, la respiración del hombre se fue normalizando, y de pronto abrió los ojos.