La guerra que Felipe Calderón proclamó, de manera ilegal, desde los inicios de su usurpación presidencial ha destruido al país y sus justificaciones legalistas son inverosímiles e insostenibles: a más de cuatro años de distancia, la delincuencia organizada ha multiplicado su poder de fuego, su capacidad organizativa, su poderío financiero, su infiltración en las corporaciones de seguridad y sus ejercicios ilegítimos de control político y administrativo. En el curso de esta administración, la criminalidad violenta se ha sumado, en situación de privilegio, a los mecanismos de concentración de la riqueza impulsados por el neoliberalismo desde tiempos de Salinas: las privatizaciones de propiedad pública, la subrogación de actividades gubernamentales vía concesiones y contratos con particulares y el robo masivo de recursos del erario. El gobierno federal se ha encargado de crear las mejores condiciones de negocio para el narcotráfico y ha invertido en ello cuantiosos recursos públicos: la política policial y militar en vigencia constituye un vasto programa de subsidio a las actividades delictivas, sin tomar en cuenta los dineros entregados por los programas Procampo y Aserca para financiar cultivos ilícitos.
Pero lo más grave es que, con tal de hacerse de antagonistas para sus desplantes televisables, el calderonato ha entregado a la población a la barbarie de grupos paramilitares, descuartizadores, decapitadores y pozoleros ante los cuales la protesta civil no tiene el menor sentido, porque esos actores tendrán mucho poder, pero ninguna representación formal. Ésta recae, más bien, en las instancias judicial y legislativa y, haiga sido como haiga sido, en el ejecutivo federal, entre cuyas obligaciones está la de “preservar la seguridad nacional (…) y disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente, o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea, para seguridad interior y defensa exterior de la Federación (Art. 89, fracción VI de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos). A él iban dirigidos el reclamo, la exigencia y el repudio ciudadanos expresados en las marchas y actos del miércoles 6 de abril. Las protestas, pues, no eran contra “la violencia” en abstracto, sino contra una estrategia supuestamente aplicada para contrarrestarla y que, en cambio, la ha multiplicado en forma exponencial.
La mentalidad neoliberal es paradójica: privatiza bienes y prerrogativas públicas, y socializa deudas y obligaciones estatales. En una lógica semejante a la que promueve la beneficencia privada para eximir al gobierno de sus deberes en materia de bienestar social, y a contrapelo del mandato constitucional citado, hace años que gobernantes y empresarios impulsan la idea de que “la seguridad es responsabilidad de todos” y tratan de obligar a la población a que asuma como propia una tarea que corresponde a las autoridades.
En junio de 2004 Televisa y el gobierno de Fox, por medio de María Elena Morera y algunos membretes de pirruros, echaron toda la carne al asador y convocaron a una marcha contra el Gobierno del Distrito Federal, como parte de una campaña de golpeteo político, por entonces ya en marcha, orientada a impedir que Andrés Manuel López Obrador se conviritera en un aspirante sólido a la Presidencia de la República. Morera habló de “un complot de las autoridades contra la ciudadanía”, dijo que el tabasqueño había sido “vencido por el secuestro” y, respaldada por todo el músculo propagandístico de la televisión privada y la simpatía de Los Pinos, logró juntar a cientos de miles de personas de buena fe –y a otras no tanto– en una marcha que tuvo como tema central el alto número de secuestros en la Ciudad de México. Cuatro años más tarde, un hijo del empresario Alejandro Martí fue secuestrado y asesinado, y su padre formuló a las autoridades en general un reclamo intachable: “Si no pueden, renuncien”. A diferencia del tratamiento dado a los deudos de las muertas de Juárez (“sus hijas son pirujas”) y de los padres de niños y jóvenes muertos por las fuerzas del orden (“sus hijos eran pandilleros”), el poder público federal tripuló y cooptó la acción y hasta las expresiones de protesta de los potentados y los incorporó en algún sitio formal o informal del organigrama. Los beneficiarios siguen pregonando, por supuesto, que “la seguridad es responsabilidad de todos”.
Las marchas y protestas convocadas por Javier Sicilia para el martes 6 fueron de signo distinto. Pusieron el acento en la responsabilidad insoslayable del poder público y el aparato mediático del régimen no pudo ignorarlas, pero tampoco las promovió, como hizo con aquellas “marchas de blanco”. Al culminar la marcha que encabezaba, el poeta inició un plantón en el Zócalo de Cuernavaca y lanzó un ultimátum a las autoridades: si de aquí al lunes próximo no esclarecen los asesinatos de su hijo y de otras seis personas, exigirá la renuncia del gobernador Marco Antonio Adame. Se trata de una exigencia articulada, que da un cauce específico al clamor multitudinario que se hizo escuchar hace tres días en México y en varias ciudades del extranjero.
A los sectores ciudadanos a los que este homicidio enésimo conmovió, exasperó y empujó a las calles, les corresponde encontrar un objetivo que congregue y unifique los millones de cóleras. Debe encontrarse, en los entresijos de las leyes, una vía concreta para obligar al gobierno a modificar en forma radical su insensatez violenta, su política económica depredadora, su desempeño antinacional y su escandalosa corrupción. El acatamiento a la legalidad por parte de las autoridades, está visto, sólo podrá imponerse con la presión de movilizaciones multitudinarias como las del martes. A ver si va llegando el tiempo en el que el Artículo 39 constitucional recupere su sentido.
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