Hace algunos ayeres, las imprentas la mafia clerical las controlaba; del libre pensamiento se cuidaba y se consideraba como afrentas la crítica al poder, la astronomía, la ciencia, la verdad y la herejía.
Ante tal opresión, no había pierde ni salvación posible, pues llegaba presto el inquisidor, y te quemaba en un alto fogón de leña verde y si ésta se agotaba, luego luego tu biblioteca alimentaba el fuego.
Con el paso del tiempo, la censura fue cambiando de manos lentamente del cardenal al juez y al presidente, mas no por tal razón fue menos dura: esos ya no te enviaban a la hoguera sino al rigor de un paredón cualquiera.
Los tormentos, los golpes, el acoso que sufre quien se expresa libremente, son la señal precisa y evidente del miedo que recorre al poderoso y que interrumpe el sueño del tirano ante el lenguaje libre y soberano.
Aun en medio de la guerra cruenta, el propio cura Hidalgo sostenía, con una proverbial sabiduría, “más poder que un cañón tiene una imprenta”. Lo podrá perforar de lado a lado pero el fusil se asusta ante el teclado.
Hoy se recurre a cosas más sutiles; para desinformar, todo se vale; noticia que es molesta, pues no sale, y medios sin moral, los hay por miles; entre el poder y los informadores hay un vasto intercambio de favores.
En medio de vendidos y agachones, de adeptos al poder, de cortesanos, se cuentan con los dedos de las manos. unas pocas notables excepciones. En noticias, diatribas y opiniones, la libertad es de quien la trabaja y dice lo que piensa, no se raja, y se niega a bajarse los calzones.
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