Foto: Javier Manzano
Cuatro meses después, fuera de las
oficinas públicas, nada ha cambiado. Las autoridades municipales,
estatales y federales siguen violando los derechos humanos en el
marco de algo que ya no se llama guerra, pero que sigue siéndolo;
día tras día se suceden los combates (aunque la jerga oficial los
denomine enfrentamientos) entre dos o más de los difusos bandos de
la contienda, y la población del norte, del sur y del Golfo sigue
sin encontrar un solo motivo de alivio para la zozobra que padece
desde hace más de seis años: homicidios, secuestros, levantones y
extorsiones son, como en abril pasado y como en abril antepasado, el
pan de todos los días para los inermes y hasta para los menos
poderosos de los poderosos.
Así como el panismo priízado no tocó
las raíces de la corrupción histórica cuando accedió a la
Presidencia hace 12 años, hoy el priísmo empanizado se mantiene
fiel en lo general, excepto por el discurso, al modelo de
desestabilización violenta impuesto por Felipe Calderón desde el
poder presidencial. Y con el telón de fondo de la descomposición
imparable de las instituciones, proliferan en varios puntos del
territorio nacional nuevas gavillas, desgajamientos menores de
cárteles antiguos y organizaciones de autodefensa no más ilegales
que la abdicación del Estado a su obligación central y fundacional:
dar seguridad a la gente.
La guerra sigue, porque la población
no cabe en la economía, porque la autoridad se ausentó y no ha
regresado, porque se han llevado a sus últimas consecuencias las
lógicas de la competitividad, la productividad y la ganancia: sólo
el narcotráfico, la extorsión, el secuestro y el tráfico de
personas son más rentables que las privatizaciones, los contratos
mafiosos y las concesiones antinacionales que vienen siendo el modelo
ideal de negocio desde tiempos de Salinas.
Y así como el foxismo fue la etapa
superior del salinismo, el gobierno de Peña Nieto es el capítulo
siguiente del calderonato. No hubo, en el recambio operado por el
músculo del dinero en 2012, intención alguna de transición ni de
cambio; se trataba, por el contrario, de asegurar la permanencia de
las lógicas que rigen al Estado desde 1988. La única diferencia
real entre uno y otro es la habilidad discursiva (del régimen, no de
los gobernantes, entre quienes podría establecerse una eliminatoria
por el campeonato de torpeza verbal); mientras que los panistas de
Calderón no estuvieron lejos de confesar su odio hacia la plebe, los
priístas de Peña se dieron vuelo acuñando y promoviendo frases del
tipo Peña, bombón, te quiero en mi colchón, para regocijo de
algunos sectores femeninos de las clases populares.
La guerra seguirá en tanto a los de
arriba no se les acabe el negocio de liquidar al Estado en todas sus
instituciones salvo, tal vez, la presidencial. Que el sector privado
se encargue de las aduanas, de la seguridad, de las cárceles
(¿verdad, señor Mondragón?), de la recaudación y también, por
supuesto, de la educación, la salud, la generación de electricidad
y la extracción y el transporte de petróleo.
Lo que deja, en todo caso, es
garantizar la integridad de bancos, filiales de trasnacionales de
servicios y empresarios adinerados y sus familiares. Quién le va a
hallar cara de negocio a la protección de comunidades miserables y
remotas, de ciudadanos anónimos que transitan en masa por las urbes,
de jubilados y de jóvenes sin empleo ni escuela. Los segundos pueden
seguir nutriendo la cifra de lo que antaño se denominaba bajas
colaterales y que ahora ya no se llama de ninguna manera porque, por
disposición oficial, no se habla de eso.
La guerra seguirá, pues, hasta que la
gente diga ya basta y se dé cuenta de que el rey sexenal va desnudo:
desnudo de respaldo, de simpatías y de consensos, salvo los que
consigue a punta de repartición de prebendas entre las cúpulas
políticas formales.
1 comentario:
muy bueno.
Publicar un comentario