Dicha por su boca la frase
descalifica todo el resto del alegato. Con trece presos políticos frescos en
las cárceles del país, con la abrumadora evidencia de la fabricación de
culpables por parte de las procuradurías General de la República y General de
Justicia del Distrito Federal, y con los videos y fotos de los abusos
policiales cometidos hace una semana en pleno Zócalo capitalino, hablar de la
creación de “instrumentos para proteger los derechos humanos” y de “hacer
efectivo el derecho a la justicia”, como lo hizo ayer Enrique Peña Nieto, es
una completa desvergüenza. Si hubiese querido que su alocución gozara de un
mínimo soporte de credibilidad y coherencia habría tenido que empezar por
disculparse ante la sociedad por la violencia policial injustificada, por las
provocaciones que ha venido montando desde el día que tomó posesión –sí, ya es
meridianamente claro que el vandalismo dimana de su propio régimen– y por ordenar
la liberación inmediata y sin condiciones de los 11 a los que la policía
secuestró el 20 de noviembre más los dos a los que pretendió desaparecer dos
días antes.
Pero no: el mensaje de Peña
no fue un punto de inflexión sino un bostezo dinosáurico y cínico emitido en la
retórica tradicional de las presidencias priístas (y panistas): ya se sabe que
cuando una de ellas anuncia medidas “sin precedentes en la historia nacional”
en realidad está recurriendo a la muletilla oratoria más manida de la historia
de México. Cuando presumen la adopción de medidas “firmes y audaces” se
refieren a salvar apariencias y a blanquear sepulcros. Cuando pronuncian
“transparencia y rendición de cuentas” todo mundo sabe que hablan de
triquiñuelas para perpetuar la corrupción.
El autoritarismo no sólo
está contenido en el intento de despojo de facultades municipales para
transferirlas a las entidades federativas y a la Presidencia de la República
sino también en ese nuevo intento por resucitar el fichaje policial de la
población. Peña va por la vida recogiendo los fracasos de Felipe Calderón para
convertirlos en éxitos propios –hay que reconocerle que lo logró en el caso de
la privatización del sector energético. Está por verse si lo consigue también
en la imposición de esa “clave única de identidad” (que, por cierto, ya existe
y se llama CURP) encarnada en un catálogo signaléctico que más tardará en ser
recabado –si lo permitimos– que en ser comercializado en Tepito en memorias
USB, como ha ocurrido con la mayoría de las bases de datos oficiales, para
propósitos comerciales o delictivos inconfesables.
¿Así que el lunes próximo la
aplanadora oficialista barrerá con los artículos constitucionales en los que se
establece la corresponsabilidad de los ayuntamientos en la preservación de la
seguridad pública (21) y su facultad para instituir y mandar cuerpos de policía
(115)? “Que la Federación asuma el control de los servicios municipales” y
“creación obligatoria de policías estatales únicas”, dice Peña. Es decir, la
corrupción y la infiltración cambiarán de envase porque –tal vez el mexiquense
no lo sepa y haya que informarle– las corporaciones policiales estatales y la
federal también están agusanadas e infiltradas y cometen toda suerte de
atropellos contra los ciudadanos.
Más que esa gringada
insustancial de querer implantar un número de emergencias 911 (si los
campesinos están sumidos en la pobreza, que les pongan cajeros automáticos)
preocupa el anuncio de despliegues de fuerzas federales en la Tierra Caliente
guerrerense y michoacana porque eso ya lo hizo Calderón desde fines de 2006 y
el resultado es conocido por todos salvo, tal vez, por el propio Peña: esos
“operativos” no sólo fueron la marca de arranque de un sexenio sangriento sino
que dejaron como saldo el empoderamiento de la Familia Michoacana, antecesora
de Los Caballeros Templarios, y hundieron en la incertidumbre y el terror a los
habitantes de la región.
¿Fortalecer protocolos y
procedimientos para que en casos de tortura, desaparición forzada y ejecución
extrajudicial las investigaciones sean oportunas, exhaustivas e imparciales? El
propósito sería loable, si no lo formulara el responsable de la barbarie
policial en Atenco. No se le puede creer ahora la empatía que dice sentir,
“como padre”, con los padres de los muchachos asesinados y los desaparecidos
porque si en aquella ocasión Peña hubiese pensado en su madre, su mujer y sus
hijas, habría evitado las agresiones sexuales masivas y sistemáticas en contra
de ciudadanas inocentes. Dicha por su boca, la consigna “Todos somos
Ayotzinapa” adquiere un tufo de cinismo y de impostura y representa un agravio
adicional contra una sociedad genuinamente dolida y movilizada por las víctimas
de la barbarie gubernamental generalizada.
Otro tanto ocurre con sus
alegatos a favor de la transparencia y contra la corrupción: simplemente no son
creíbles cuando los pronuncia un individuo que violó la ley al omitir en su
declaración patrimonial las fastuosas residencias de su cónyuge, proporcionadas
por la televisora que lo encumbró y por la constructora a la que él ha venido
beneficiando con múltiples contratos. ¿Con qué cara?
Y lo peor: a 60 días de la
barbarie cometida en Iguala, Peña no informó nada sobre el destino de los 43
normalistas desaparecidos. Ni una sola palabra.
Y como el relato gore de Jesús Murillo Karam sobre la pira funeraria en el basurero de Cocula se cayó a pedazos por sí mismo, sólo quedan dos posibilidades: o el peñato sabe el destino de los muchachos y por alguna razón no quiere revelarlo, o bien las excesivas facultades de que goza la Presidencia de la República y los 300 mil millones de pesos que, grosso modo, nos cuesta el mantenimiento anual de esa dependencia, las secretarías de Defensa, Marina y Gobernación, más la Gendarmería y la Procuraduría General de la República, no han servido para encontrar a 43 muchachos secuestrados por un puñado de servidores públicos.
Y como el relato gore de Jesús Murillo Karam sobre la pira funeraria en el basurero de Cocula se cayó a pedazos por sí mismo, sólo quedan dos posibilidades: o el peñato sabe el destino de los muchachos y por alguna razón no quiere revelarlo, o bien las excesivas facultades de que goza la Presidencia de la República y los 300 mil millones de pesos que, grosso modo, nos cuesta el mantenimiento anual de esa dependencia, las secretarías de Defensa, Marina y Gobernación, más la Gendarmería y la Procuraduría General de la República, no han servido para encontrar a 43 muchachos secuestrados por un puñado de servidores públicos.
La alocución presidencial de
ayer en un Palacio Nacional cerrado a toletes y lodo a la sociedad y abierto a
la oligarquía causante de la presente tragedia nacional demostró hasta qué
punto la presidencia de Peña Nieto es, parafraseando a Juárez, moralmente
imposible. No puede con el cargo. No debe estar allí. Que renuncie ya, hoy
mismo.