No hay razón para minimizar
las tendencias autoritarias y represivas de Enrique Peña Nieto ni su propensión
a recurrir a la violencia, no como recurso último del poder sino para ahorrarse
(Durkheim lo llamaría premoderno) la fatiga de gobernar mediante las leyes y la
política. Las demostró con creces en Atenco, las ratificó el 1 de diciembre de
2012 y las ha exhibido en los últimos dos años con encarcelamientos
injustificados de dirigentes y activistas y la preservación del margen de
impunidad en el que tienen lugar, desde la administración pasada, los excesos y
atropellos de las fuerzas del orden y las corporaciones policiales y militares.
Las atrocidades de
septiembre en Iguala llevaron al Ejecutivo federal a suavizar la represión.
Tras la violencia homicida desatada por policías regulares contra estudiantes
en esa ciudad guerrerense, los gobiernos estatales y el federal perdieron
margen para recurrir a acciones que pudieran hacerlos ver similares, ante la
mirada de México y el mundo, a la presidencia municipal de José Luis Abarca. De
súbito, el peñato trató de exhibirse pacífico, tolerante y dialogante –el
ejemplo más claro es el de las exhibiciones de Miguel Ángel Osorio Chong ante
el movimiento estudiantil politécnico– y las autoridades se cohibieron para
reprimir frontalmente acciones como la destrucción de edificios públicos en
Guerrero y las tomas y bloqueos de carreteras; en ausencia de represión masiva
han recurrido a la provocación atomizada.
Pero el sábado pasado Peña
amenazó con echar mano de “la facultad legítima del Estado para el uso de la
fuerza pública” –que es lo que Weber llama “el monopolio de la violencia física
legítima”–, para restablecer “el orden y la paz”.
Siempre que se amenaza con
emprender una acción determinada se formula, en forma implícita, una súplica al
destinatario: que acceda a comportarse como el amenazador lo desea y no lo
“obligue” a recursos que le resultan indeseables. En el caso de referencia, las
palabras balbuceantes denotan ese ruego: “aspiro y espero que no sea el caso de
lo que el gobierno tenga que resolver... que no lleguemos a este extremo”.
Para aplicar el monopolio de
la violencia legítima es indispensable que exista tal monopolio, que quien lo
use posea legitimidad y que resulte verosímil su aplicación con el objetivo
específico de restablecer la legalidad, la convivencia y el orden, y el peñato
no cumple con ninguno de esos requisitos.
En cuanto al primero, es
innegable que antes de que el grupo gobernante sentara las bases legales para
la destrucción de los monopolios estatales de la energía eléctrica y el
petróleo, en los hechos cedió el monopolio de la violencia a diversos grupos
delictivos que operan en diversas regiones del territorio nacional y que fungen
en ellas como las autoridades reales.
En contra del segundo
requisito gravitan la gestación televisiva del candidato presidencial, su implantación
en el cargo tras unas elecciones dudosas en las que proliferó el uso de dineros
sospechosos para la compra masiva de votos y, para colmo, la riqueza
inmobiliaria (inexplicable, hasta ahora) que le fue evidenciada a principios de
este mes.
En tercer lugar el orden y
la paz han sido afectados principal y originariamente desde el gobierno y las
diversas expresiones de violencia social han sido, invariablemente, intentos
desesperados de la base social por restaurar ambos términos. Ello es válido
tanto para los casos de las autodefensas michoacanas como en las
manifestaciones guerrerenses que han destruido algunos símbolos arquitectónicos
del desgobierno, el caos, la indefensión ciudadana, la complicidad, el
encubrimiento y la simulación. ¿Qué orden y qué paz podrían restablecerse
mediante la represión? ¿La paz de las ejecuciones extrajudiciales en Tlatlaya,
de los asesinatos y desapariciones de estudiantes en Iguala, de los homicidios
de periodistas en Veracruz, de proliferación de feminicidios en el Edomex, de
secuestros en Morelos? ¿La de las omisiones y el encubrimiento prolongado de
José Luis Abarca por parte de la PGR? ¿El orden que hizo posibles concesiones
como la de la Guardería ABC, impunidades como la de Grupo México, licitaciones
amañadas como el “tren chino” México-Querétaro?
En estas condiciones y con
los antecedentes mencionados el recurso de la represión resulta peligroso para
el régimen mismo y, especialmente, para su jefe nominal. Es posible que éste lo
sepa y que su amenaza sabatina haya sido una concesión a regañadientes a
presiones internas (priístas y empresariales) o superiores (empresas
transnacionales) interesadas en deshacerse de él en el peor escenario posible
–al cabo, ya cumplió con su misión de imponer las reformas estructurales– y, de
paso, del lastre político que ya representa, cuando no ha cumplido ni siquiera
un tercio de su periodo.
Un arrebato represivo empeoraría
y complicaría gravemente el panorama. La salida deseable, pacífica,
institucional y constitucional a la crisis que vive México consiste en que Peña
renuncie al cargo antes de que termine este mes, de modo que sea posible
organizar elecciones presidenciales anticipadas el año entrante.
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