Las
partes más entretenidas de este video son las tomas al público que
escucha al orador y las panorámicas del recinto repleto de trajes,
corbatas, vestidos largos, peinados solemnes y calvas carísimas.
Vale la pena pausar las tomas para apreciar las expresiones de
quienes asisten a él por compromiso; es decir, de todos los
presentes, menos el señor que lee su discurso con ademanes
acartonados, tics faciales incontrolables y numerosos yerros de
pronunciación y de lectura. Hay que imaginar, por ejemplo, el
aburrimiento cósmico del embajador de algún país árabe, obligado
por el protocolo a apersonarse en esta ceremonia que manifiestamente
le vale madres, y sin más horizonte que ponerse a redactar, por la
tarde, un reporte que no leerá nadie. O la zozobra de uno que otro
político, de esos que agonizan porque ya saben que sus miserias han
sido documentadas en audio o en video, y que si no se alinean o si no
cooperan los medios empezarán a comérselos crudos en un festín de
pirañas. O la incomodidad de quienes tienen claro que su presencia
en ese lugar es una traición a lo que hicieron buena parte de su
vida.
El
oficiante del ritual ha tenido la amabilidad para consigo mismo de no
pronunciar el guarismo 43, el topónimo Ayotzinapa ni el apelativo
Casa Blanca, de modo que, si se trata de entretenerse, el audio de la
grabación es perfectamente prescindible. Y no porque uno comprenda
el lenguaje de señas en el que se afana la diligente intérprete del
recuadro derecho inferior de la pantalla, sino porque basta con
recortar párrafos de anteriores mensajes presidenciales –de éste
o de cualquiera de sus predecesores, o de varios combinados– y
pegarlos al azar para tener una idea clara del mazacote: fórmulas de
despacho; saludos burocráticos; dos o tres admisiones de que no todo
es absolutamente perfecto, aunque la imperfección no conlleve
responsabilidades específicas; ocasionales arranques retóricos del
poliestireno que sueña con ser bronce y, más que nada, la
enumeración de acciones, obras, disposiciones, medidas y hechos para
documentar la talla heroica del expositor. La esencia de la alocución
presidencial septembrina como género literario consiste en eso: en
una autoexaltación que recurre a la épica de gabinete para narrar
los pormenores de la boda entre el Mandatario (las mayúsculas son
meramente ilustrativas) y la Historia Nacional.
Pese
a la aparente solidez de la representación institucional congregada
en Palacio, el acto se realiza sin soporte jurídico alguno –porque,
en efecto, la legislación no lo prohíbe, pero tampoco lo estipula–
y se desarrolla en ese limbo de la alegalidad que es la comunicación
y el marketing. En rigor, pues, los titulares de los Demás
Poderes de la Unión saben perfectamente que su asistencia a esta
ceremonia no obedece al cumplimiento de ningún deber formal derivado
de su cargo, sino que es un mero ejercicio de genuflexión para
lucimiento del protagonista y un aporte al ensayo de resurrección de
las glorias pretéritas del régimen, cuando la Fiesta del Presidente
se realizaba al menos de acuerdo con el texto constitucional, en
forma de una visita anual a la sede del Legislativo.
Las
mujeres presentes en el viejo salón tienen que estar al tanto de que
el hombre del micrófono intentó denodadamente esconder bajo la
alfombra los feminicidios en el Edomex; los capos de las mafias
culturales que se han dado cita allí saben que el ponente no tiene
noción de las diferencias entre Fidias y Foucault ni las que separan
a Clarice Lispector del Lazarillo de Tormes; los dirigentes
sindicales han llegado a Palacio pisoteando los pedazos del poder
adquisitivo de la clase trabajadora; los demócratas impolutos y
perfumados que asisten al encuentro conocieron en su momento los ríos
de Tarjetas Monex y Soriana en los que hizo rafting el partidazo para
volver por sus fueros; Monseñor saluda con efusividad a un sujeto
que quebranta sin rubor los Mandamientos; los capitanes de empresa
allí congregados tienen más claro que nadie que las cifras
económicas alentadoras, sacadas bajo tortura a la estadística, son
como escupitajos para enfriar un reactor nuclear colapsado; los
militares hacen acopio de disciplina y subordinación debida para
cuadrarse ante la representación de un poder político que los ha
utilizado sin escrúpulos en agresiones contra la población civil y
los mantiene fuera de sus atribuciones constitucionales. Los únicos
exonerados por la inocencia son los escasísimos jóvenes que acuden
al ceremonial sin saber que sus coetáneos son presas de cacería
para un gobierno que detesta a la juventud.
Antes,
al deambular por el edificio, todos los asistentes debieron pasar por
la venganza anticipada e implacable de los símbolos: en los hermosos
murales de Palacio, según calificativo de la conductora oficial, los
que antecedieron al selecto público oligárquico en el ejercicio del
poder político, económico y eclesiástico están plasmados como
verdugos, como ladrones, como asesinos y como cerdos. Debe concederse
que Diego Rivera planeó con suma genialidad el escarnio que habría
de hacer post mortem.
Por
eso resulta divertido ver en el video las muecas de las distinguidas
damas y caballeros que conforman la concurrencia –nutrida, claro–
a esta ocasión histórica o, mejor dicho, prehistórica, si se toma
en cuenta el tufillo de Parque Jurásico priísta que flota en el
encuentro. El empeño por fingir un país próspero, unido,
democrático, incluyente y pacífico requiere de grandes esfuerzos
musculares faciales para blindarse de lo real: los 57 mil muertos,
los miles de desaparecidos, los inmuebles turbios, la libertad de El
Chapo (concedida bajo palabra, según muchos indicios), la gusanera
que se asoma por los resquicios de las oficinas públicas, la
independencia perdida, el Estado hipotecado, el peso devaluado, las
masacres reiteradas, la vida pública acanallada, los desfiguros que
hacen llorar al espíritu republicano.
Es
posible que los chicos de Comunicación Social, Estrategia de Medios,
etcétera, se hayan indigestado con aquello de que en política la
forma es fondo o, formulado por MacLuhan, que el medio es el mensaje,
y que hayan pretendido aportar, con esta puesta en escena, un poco de
sustancia a la fantasía peñista de restaurar las viejas
presidencias omnímodas y omnipotentes. Pero, lamentablemente (sí,
lamentablemente para todos) el país está en otro lado y no tiene
ánimos para rendirse a la adoración de ningún tlatoani ni para
echarle confeti a un señor que se muestra más preocupado por
conservar a toda costa sus residencias de lujo que por atenuar el
hundimiento nacional que él mismo ha propiciado.
Lo
cierto es que se ha invertido una cantidad ingente de recursos
públicos para hacer coincidir a la crema y nata de la patria en un
ritual incómodo e innecesario para todos, salvo para el del podio, y
que ya causado el perjuicio no queda más remedio que disfrutar el
espectáculo; de lo perdido, lo que aparezca. Hoy ya no están
estacionadas sobre la plancha del Zócalo las obscenas camionetas
blindadas de los feligreses que acudieron a la misa egótica y no
queda más que un montón de papelería ostentosa y caduca, unos
boletines impresos que se comerán las ratas, unos tomos voluminosos
que dentro de cinco años no va a consultar nadie, porque 90 por
ciento de su contenido es mentira, y un video en Youtube.
En
tanto, el país ha perdido unos cientos de millones de pesos (nada,
comparado con dispendios más irritantes) y los asistentes al magno
discurso invirtieron tres o cuatro horas de sus respectivas vidas
–tomando en cuenta los tiempos de traslado, las salutaciones y la
convivencia social– para escuchar algo que habría podido resumirse
en doce palabras: Bajo mi conducción, señoras y señores, el país
va a toda madre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario