Me la regaló Iker Larrauri hace casi 30 años. Cuando me la dio me narró sus vacilaciones al momento de comprarla porque no sabía bien a bien qué marca y clase de pluma iría conmigo. Tras descartar Mont Blanc, Sheaffer, Waterman y Parker, acabó concluyendo que una Pelikan y yo haríamos buenas migas.
En realidad mi
problema empezó con un profesor de la primaria que me dio a escoger
entre dos modelos de vida, pluma fuente o lápiz, y me dejó fuera,
por los siglos de los siglos, del mundo práctico y sencillo del
bolígrafo. Ya de allí mi existencia transcurrió entre Esterbrooks
de palanca, Pelikans escolares de cartucho y Sheaffers de tanque de
tripa, todas ellas baratas, aunque no tanto como una Bic. Y andaba yo
con manchas perpetuas de tinta en los dedos, como si todos los días
me ficharan en un cuartel de policía.
Fue por culpa de
esas manchas que mi amado padrastro me resolvió de raíz todo
problema vocacional. Una vez, cuando estaba yo en primero de prepa,
le dije que tenía dudas sobre la carrera u oficio a escoger.
–Mírate las manos –me dijo. Me las miré.
–Mírate las manos –me dijo. Me las miré.
–¿Qué tienen?
¡Ah, sí! Ahorita me las lavo.
–Aunque lo hagas,
en un rato vas a andar igual. Porque eso es lo que te gusta.
–¿Andar sucio?
–No: la tinta.
Deja de inventarte dilemas porque desde que te conozco andas
embarrado de tinta. Dedícate a escribir y deja de joder.
Y le hice caso.
Por la época en que
Iker me regaló la Pelikan yo me había hecho devoto de las ArtPen de
Rottring, unos instrumentos para dibujantes y/o calígrafos que
imitaban el largo manguillo de las plumillas y que no cabían en
ninguna parte. Podían usarse indistintamente con cartuchos
desechables y con tanque removible de cuerda y su gracia principal
era que, a diferencia de otras estilográficas, que se tapan,
aguantaban bien la tinta india. Una vez me dijeron que la diferencia
entre ésta y la tinta china es que la primera puede usarse en plumas
fuentes y que la segunda, fabricada a base de carbón, no.
La verdad es que
estoy hecho bolas, y más bolas me hago cuando recurro a Santa
Wikipedia y descubro que la entrada inglesa Indian ink me refiere a
la versión española de tinta china. El caso es que, sea india,
china o asiática (porque todo mundo sabe que la mejor tinta china la
fabrican los japoneses), esa sustancia es negra de nacimiento y no
azul o morado oscuro concentrado, como las tintas normales para
estilográfica. Hagan la prueba: diluyan una gota de un tintero de
cualquier tinta comercial en un vaso de agua y obtendrán una
coloración que queda fuera de las gamas del negro. En cambio, cuando
la tinta china (o india, o japonesa) se diluye, se obtiene gris.
Por poco y se me
olvida otra etapa: los únicos instrumentos de escritura que aceptan
ser alimentados con tinta china sin hacer dramas, aparte del pincel,
la plumilla y los otrora célebres Graphos, a su vez sucesores del
tiralíneas clásico (y ya no estaba el último cuarto del siglo XX
como para ir cargando un tintero a todas partes), son los
rapidógrafos. Los descubrí en mi paso fugaz por la Facultad de
Arquitectura y me sentí fascinado por esos bichos capaces de
producir un trazo uniforme de precisión milimétrica, que obligan a
escribir con la pluma totalmente alzada, en una posición de 90
grados con respecto al papel y que deben ser agitados cada cierto
tiempo para que el pistón metálico situado en el interior hueco de
la punta haga fluir la tinta. Cómo olvidar aquellos codiciados
Koh-I-Noor, Staedler y Faber Castell.
Pero los
rapidógrafos son para dibujo técnico y no para escritura; funcionan
como varitas mágicas sobre las superficies satinadas del albanene y
hasta del papel mantequilla pero no se desempeñan bien sobre ciertos
papeles porosos. Y como uno escribe en lo que puede, a cada rato
había que desarmar aquellas entelequias, sacar de la punta atascada
el pistón y el alambre, poner todo bajo el chorro del lavabo y
soplar con todas las fuerzas para expulsar los cuerpos extraños que
se habían quedado atorados en un tubito de metal de 0.3 milímetros
o menos.
Sin desconocer su
facultad de funcionar con tintas tan densas que le provocarían una
embolia a cualquier otra estilográfica y de su maravillosa punta
flexible, las ArtPen tienen (o tenían, porque no sé si aún las
fabrican) problemas: no caben en ningún bolsillo por su forma
ahusada y larga; el manguillo es demasiado delgado para ajustarse a
la tapa y uno tiene que ver qué hace con ella cuando está
utilizando el instrumento; luego, son un poco desechables y no les
gusta la vida dura.
Cuando Iker me
regaló la Pelikan sentí un enorme agradecimiento porque nunca había
puesto las garras en una herramienta de escritura tan primorosa.
Pero, por eso mismo, experimenté también cierto sobresalto: de
seguro esa estilográfica no me aguantaría el ritmo; por entonces
destripaba plumas a un ritmo de tres o cuatro al año. No tenía
ningún sentido reservarla para ocasiones especiales porque pienso que el momento de la escritura es siempre excepcional, independientemente
de que uno elabore la lista de compras, haga un cheque o redacte la
novela de su vida. Además me sentía incómodo de andar llevando
encima lo más parecido a una alhaja que se me ha cruzado en la
existencia. Así que la cargué con tinta, garabateé algo en un
papel, la vacié, la lavé, la guardé y no volví a usarla en uno o
dos años. No recuerdo bien en qué emergencia me vi obligado a
sacarla de su humilde estuche original de cartón para echármela a
la bolsa y desde entonces anda conmigo para arriba y para abajo.
Sí, claro que desde
los tiempos en que me llegó la Pelikan, la parte principal de la
chamba se hacía ya en un teclado de computadora, y así sigue
ocurriendo casi siempre. Pero en estas tres décadas la estilográfica
ha parido una buena cantidad de apuntes, esbozos, diagramas,
proyectos, transcripciones, traducciones, coplas, y hasta artículos
y relatos enteros. De no ser porque hasta ahora no he logrado
convencerla de que se conecte a Internet, seguiría prescindiendo del
todo de la lap top en viajes y desplazamientos y me movería
únicamente acompañado por ella y por un cuaderno. Nunca se ha
quejado de nada, no le entran virus y la tinta le dura muchísimo más
que la pila a un celular o a una compu portátil.
Tal vez para algunos
este rollo es una mamonería burguesa y están en su derecho de
pensarlo. Pero, por favor, no vayan a suponer que es expresión de
ingratitud hacia las computadoras. Desde la primera Commodore 64,
todas las que han trabajado conmigo han sido colegas nobles y
solidarias y han puesto lo mejor de sí para sacar adelante la tarea
del momento. Si he perdido noches enteras porque se borró un archivo
o porque se arruinó un flopi, un disco duro o una memoria usb, ha
sido, invariablemente, a causa de mis errores. Las compus son sin
duda a toda madre pero en el lapso que les platico –poco más o
menos, tres décadas– han pasado por mis manos unas 10 máquinas de
planta, incluidas un par de Macs portátiles. El problema con ellas
es que tienen existencia corta. Hagas lo que hagas, y así te compres
la computadora de la NASA, tres años después de la adquisición lo
que queda en tu escritorio es un cacharro obsoleto al que el nuevo
sistema operativo ya no le queda y que ya no puede platicar a gusto
con dispositivos nuevos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario