12.11.15

El follón de la mota



Parece ser que la corrección política del momento es mostrar actitudes abiertas y tolerantes ante la mariguana. Una vez que Uruguay y varios estados de la Unión Americana aprobaron su despenalización, y cuando exponentes internacionales y nacionales de la derecha neoliberal se han manifestado por suspender su prohibición, el régimen oligárquico mexicano decide convocar a un debate nacional para dilucidar el asunto; ya sea en la forma a la vez ñoña y arrogante de Peña Nieto, quien aclaró que está en contra, pero que no puede “ser dueño único de la verdad”, o al estilo taimado de Miguel Ángel Mancera, quien se mostró partidario de despenalizar el uso de la mota con fines terapeúticos “porque hoy estamos limitando a enfermos de epilepsia, de cáncer, de arteriosclerosis”. El que formuló una propuesta estructurada fue Miguel Ángel Osorio Chong, quien habló de una discusión en tres etapas (debate técnico, debate social y debate parlamentario) y de la necesidad de recopilar la mayor cantidad posible de información sobre el asunto.

Todo empezó cuando cuatro individuos, pertenecientes todos ellos a la organización de ultraderecha y pro gobiernista México Unido contra la Delincuencia, interpusieron unos sospechosos amparos judiciales para obtener respectivos permisos de consumo de la yerba y la Suprema Corte acabó dándoles la razón y ordenando a la Cofepris que no les niegue la autorización correspondiente. A últimas fechas, hasta un par de obispos se han sumado a la defensa de los usos terapéuticos de la droga (Guillermo Ortiz, de Cuautitlán, y Benjamín Castillo, de Celaya) cuando ésta es empleada en masajes para las reumas. Y la misma bancada senatorial del PRI presentó una iniciativa para reformar la Ley General de Salud, a fin de posibilitar el uso medicinal de la cannabis para algunos enfermos de epilepsia. La reforma se limitaría a autorizar la importación de medicamentos a base de mariguana y mantendría la prohibición de cultivarla en el país. Si los genios neoliberales han hecho el antimilagro de convertir a México en importador neto de gasolina, ya se puede esperar que lo vuelvan ahora importador de mariguana.

En la humilde opinión de este navegante, las posturas surgidas hasta ahora son timoratas, epidérmicas e hipócritas. Nadie desconoce que la cerveza, la ginebra y la charanda pueden resultar dañinas para la salud, que generan adicción (la modalidad específica se llama alcoholismo) y que, potencialmente, pueden ser desastrosas para la vida familiar, laboral y social de quien las consuma en forma desmedida, pero a estas alturas a nadie en su sano juicio se le pasaría por la cabeza llamar a un debate nacional orientado a establecer una prohibición legal a la producción, comercio, posesión y consumo de bebidas alcohólicas. Si la figura de los “delitos contra la salud” estuviera bien empleada, habría que empezar por meter a la cárcel, antes que a los cultivadores y minoristas de mota, a los dueños de las industrias licorera y refresquera y a los fabricantes de esa comida basura que se compone 60 por ciento de harinas refinadas, 20 por ciento de azúcar, 19 por ciento de manteca sintética y uno por ciento de colorantes, saborizantes y preservativos.

Lo cierto es que el ron, el tabaco, las gotas de pasiflora y los combinados de taurina y cafeína son de circulación legal, se expenden en cualquier tiendita y no hay un motivo racional por el cual establecer una distinción entre esos productos y la mariguana, la cual, junto con el opio, la morfina y la cocaína, fue usada en forma lícita en el país desde que la introdujeron los españoles, en el siglo XVI (es un error común pensar que la mota tiene origen prehispánico), hasta el 15 de marzo de 1920, fecha de publicación del decreto titulado “Disposiciones sobre el cultivo y comercio de productos que degeneren la raza”, en el cual se reguló el cultivo, la importación y el comercio de la amapola y sus derivados (opio, morfina, codeína y heroína) y se estableció la estricta prohibición del cultivo y comercio de cannabis.

Hace casi un siglo, pues, el Estado empezó a actuar ante la mota y otras drogas igual que lo había hecho la Iglesia católica durante la Colonia ante el peyote, el toloache y los hongos alucinógenos, con el argumento de que su uso implicaba un “pacto con el Demonio”.

El debate es innecesario y equívoco: lo que tendría que debatirse es si es correcto que el Estado se arrogue la facultad positivista, totalitaria y contraproducente –sea en nombre de la lucha contra el Demonio, la preservación de la raza o la prevención de adicciones– de impedir a los ciudadanos que se cambien el estado de ánimo y la percepción de la realidad con determinadas sustancias o si, por el contrario, tal atribución debe ser suprimida y colocada en lugar de honor en algún museo del autoritarismo.

Un argumento extraoficial de la pertinencia de despenalizar la mariguana es que con ello podría reducirse la violencia y la descomposición que generan el narcotráfico y su persecución selectiva por el gobierno. Pero a estas alturas, la producción y trasiego de cannabis representa sólo una pequeña fracción de las ganancias astronómicas del negocio de las drogas prohibidas, y lo sustancial de este negocio son sus divisiones de cocaína, opiáceos y sustancias sintéticas, y si el Congreso decidiera poner en manos de Fox, Zedillo y otros interesados el negocio que antaño catapultó a la fama a Rafael Caro Quintero, sin despenalizar al mismo tiempo el resto de las sustancias ilícitas, no se verán menguados en forma significativa el poderío militar, financiero y político del narco.

Si lo que pretendía la prohibición era acabar con las adicciones, su fracaso está a la vista. Suprimirlas es un objetivo absurdo y disparatado, y más si se pretende hacerlo por métodos policiales. Lo correcto sería aceptar el hecho de que las sociedades humanas han tenido desde siempre minorías más o menos importantes de adictos, que éstas jamás han provocado la ruina de civilización alguna, que se debe mantenerlas a raya y minimizarlas mediante campañas educativas, políticas de salud pública y acciones de salud mental, y que es imperativo ético el dar a quienes las padecen un trato digno en vez de considerarlos criminales, como ocurre hoy en día. Si el Estado invirtiera en tales estrategias una pequeña fracción de lo que se gasta jugando a la “guerra contra el narco”, los resultados serían espectaculares.

Ponerse a analizar si se debe o no quitar la condición de delito a ciertos usos terapéuticos de la mariguana –estableciendo una separación irracional y arbitraria entre ésta y otras drogas– es hacerse tontos y evadir el asunto central. En las constituciones de Estados Unidos y de México hay soluciones sabias, sintéticas, elegantes y eficaces en lo que se refiere a la libertad religiosa: “el Congreso no hará ley alguna con respecto a la adopción de una religión o prohibición de la libertad de culto”, dice la de ellos en su Primera Enmienda; “el Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna”, asienta la nuestra en su artículo 24. Inspírense, legisladores, resuelvan de raíz el problemón de las drogas ilícitas y procedan a una reforma que impida a cualquier organismo del Estado tomar decisiones que sólo deben corresponder a la libertad de los ciudadanos: qué se meten y qué no se meten al organismo. Y ya.



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