Parece ser que la
corrección política del momento es mostrar actitudes abiertas y
tolerantes ante la mariguana. Una vez que Uruguay y varios estados de
la Unión Americana aprobaron su despenalización, y cuando
exponentes internacionales y nacionales de la derecha neoliberal se
han manifestado por suspender su prohibición, el régimen
oligárquico mexicano decide convocar a un debate nacional para
dilucidar el asunto; ya sea en la forma a la vez ñoña y arrogante
de Peña Nieto, quien aclaró que está en contra, pero que no puede
“ser dueño único de la verdad”, o al estilo taimado de Miguel
Ángel Mancera, quien se mostró partidario de despenalizar el uso de
la mota con fines terapeúticos “porque hoy estamos limitando a
enfermos de epilepsia, de cáncer, de arteriosclerosis”. El que
formuló una propuesta estructurada fue Miguel Ángel Osorio Chong,
quien habló de una discusión en tres etapas (debate técnico,
debate social y debate parlamentario) y de la necesidad de recopilar
la mayor cantidad posible de información sobre el asunto.
Todo empezó cuando
cuatro individuos, pertenecientes todos ellos a la organización de
ultraderecha y pro gobiernista México Unido contra la Delincuencia,
interpusieron unos sospechosos amparos judiciales para obtener
respectivos permisos de consumo de la yerba y la Suprema Corte acabó
dándoles la razón y ordenando a la Cofepris que no les niegue la
autorización correspondiente. A últimas fechas, hasta un par de
obispos se han sumado a la defensa de los usos terapéuticos de la
droga (Guillermo Ortiz, de Cuautitlán, y Benjamín Castillo, de
Celaya) cuando ésta es empleada en masajes para las reumas. Y la
misma bancada senatorial del PRI presentó una iniciativa para
reformar la Ley General de Salud, a fin de posibilitar el uso
medicinal de la cannabis para algunos enfermos de epilepsia. La
reforma se limitaría a autorizar la importación de medicamentos a
base de mariguana y mantendría la prohibición de cultivarla en el
país. Si los genios neoliberales han hecho el antimilagro de
convertir a México en importador neto de gasolina, ya se puede
esperar que lo vuelvan ahora importador de mariguana.
En la humilde
opinión de este navegante, las posturas surgidas hasta ahora son
timoratas, epidérmicas e hipócritas. Nadie desconoce que la
cerveza, la ginebra y la charanda pueden resultar dañinas para la
salud, que generan adicción (la modalidad específica se llama
alcoholismo) y que, potencialmente, pueden ser desastrosas para la
vida familiar, laboral y social de quien las consuma en forma
desmedida, pero a estas alturas a nadie en su sano juicio se le
pasaría por la cabeza llamar a un debate nacional orientado a
establecer una prohibición legal a la producción, comercio,
posesión y consumo de bebidas alcohólicas. Si la figura de los
“delitos contra la salud” estuviera bien empleada, habría que
empezar por meter a la cárcel, antes que a los cultivadores y
minoristas de mota, a los dueños de las industrias licorera y
refresquera y a los fabricantes de esa comida basura que se compone
60 por ciento de harinas refinadas, 20 por ciento de azúcar, 19 por
ciento de manteca sintética y uno por ciento de colorantes,
saborizantes y preservativos.
Lo cierto es que el
ron, el tabaco, las gotas de pasiflora y los combinados de taurina y
cafeína son de circulación legal, se expenden en cualquier tiendita
y no hay un motivo racional por el cual establecer una distinción
entre esos productos y la mariguana, la cual, junto con el opio, la
morfina y la cocaína, fue usada en forma lícita en el país desde
que la introdujeron los españoles, en el siglo XVI (es un error
común pensar que la mota tiene origen prehispánico), hasta el 15 de
marzo de 1920, fecha de publicación del decreto titulado
“Disposiciones sobre el cultivo y comercio de productos que
degeneren la raza”, en el cual se reguló el cultivo, la
importación y el comercio de la amapola y sus derivados (opio,
morfina, codeína y heroína) y se estableció la estricta
prohibición del cultivo y comercio de cannabis.
Hace casi un siglo,
pues, el Estado empezó a actuar ante la mota y otras drogas igual
que lo había hecho la Iglesia católica durante la Colonia ante el
peyote, el toloache y los hongos alucinógenos, con el argumento de
que su uso implicaba un “pacto con el Demonio”.
El debate es
innecesario y equívoco: lo que tendría que debatirse es si es
correcto que el Estado se arrogue la facultad positivista,
totalitaria y contraproducente –sea en nombre de la lucha contra el
Demonio, la preservación de la raza o la prevención de adicciones–
de impedir a los ciudadanos que se cambien el estado de ánimo y la
percepción de la realidad con determinadas sustancias o si, por el
contrario, tal atribución debe ser suprimida y colocada en lugar de
honor en algún museo del autoritarismo.
Un argumento
extraoficial de la pertinencia de despenalizar la mariguana es que
con ello podría reducirse la violencia y la descomposición que
generan el narcotráfico y su persecución selectiva por el gobierno.
Pero a estas alturas, la producción y trasiego de cannabis
representa sólo una pequeña fracción de las ganancias astronómicas
del negocio de las drogas prohibidas, y lo sustancial de este negocio
son sus divisiones de cocaína, opiáceos y sustancias sintéticas, y
si el Congreso decidiera poner en manos de Fox, Zedillo y otros
interesados el negocio que antaño catapultó a la fama a Rafael Caro
Quintero, sin despenalizar al mismo tiempo el resto de las sustancias
ilícitas, no se verán menguados en forma significativa el poderío
militar, financiero y político del narco.
Si lo que pretendía
la prohibición era acabar con las adicciones, su fracaso está a la
vista. Suprimirlas es un objetivo absurdo y disparatado, y más si se
pretende hacerlo por métodos policiales. Lo correcto sería aceptar
el hecho de que las sociedades humanas han tenido desde siempre
minorías más o menos importantes de adictos, que éstas jamás han
provocado la ruina de civilización alguna, que se debe mantenerlas a
raya y minimizarlas mediante campañas educativas, políticas de
salud pública y acciones de salud mental, y que es imperativo ético
el dar a quienes las padecen un trato digno en vez de considerarlos
criminales, como ocurre hoy en día. Si el Estado invirtiera en tales
estrategias una pequeña fracción de lo que se gasta jugando a la
“guerra contra el narco”, los resultados serían espectaculares.
Ponerse a analizar
si se debe o no quitar la condición de delito a ciertos usos
terapéuticos de la mariguana –estableciendo una separación
irracional y arbitraria entre ésta y otras drogas– es hacerse
tontos y evadir el asunto central. En las constituciones de Estados
Unidos y de México hay soluciones sabias, sintéticas, elegantes y
eficaces en lo que se refiere a la libertad religiosa: “el Congreso
no hará ley alguna con respecto a la adopción de una religión o
prohibición de la libertad de culto”, dice la de ellos en su
Primera Enmienda; “el Congreso no puede dictar leyes que
establezcan o prohíban religión alguna”, asienta la nuestra en su
artículo 24. Inspírense, legisladores, resuelvan de raíz el
problemón de las drogas ilícitas y procedan a una reforma que
impida a cualquier organismo del Estado tomar decisiones que sólo
deben corresponder a la libertad de los ciudadanos: qué se meten y
qué no se meten al organismo. Y ya.
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