Sumar
una decena de muertos a la barbarie represiva en Atenco, a los
feminicidos en el Estado de México, al manejo de la desaparición y
muerte de la niña Paulette, a su inocultable gestación como
producto de marketing en el útero de Televisa, a los desfiguros y
tropiezos declarativos, a la compra masiva de votos en las elecciones
de 2012, a los excesos represivos del 1 de diciembre de ese año, a
las mentiras desenmascaradas de la propaganda por las reformas
privatizadoras, al desastre y el desaseo de la estrategia de
seguridad en Michoacán, a Tlatlaya, al desdén frente a los
asesinados y desaparecidos en Iguala, a los escándalos de la Casa
Blanca, Grupo Higa y OHL, a la derrota en las elecciones del 5 de
junio.
A
pesar de ese palmarés detestable el régimen ensayó en Nochixtlán
una solución al conflicto magisterial que se parece tanto a lo
perpetrado el 2 de octubre de 1968 en contra de los manifestantes
reunidos en Tlatelolco: descargas de armas de fuego en contra de
civiles inermes: una decena de muertos; casi un centenar de heridos.
Pero
esta vez la decisión no podía terminar bien para el grupo
gobernante porque, a diferencia de hace 50 años, el pacto social
está roto por las propias reformas peñistas, la economía no crece
al 6 por ciento, las clases medias están inconformes, las viejas
“atribuciones metaconstitucionales” de la Presidencia son un
remedo corrompido de sí mismas, los altos funcionarios desconocen el
país y creen que viven en Holanda, hay organización social y
popular independiente, la sociedad se ha zafado como ha podido de la
tutela gubernamental y el aparato mediático del régimen no ha
perdido su antigua capacidad de distorsión pero sí, en buena medida
(gracias a la expansión de las redes sociales), la de ocultación.
En
la manera gubernamental de tergiversar los hechos no valdría la pena
ni detenerse: recuérdese que la Comisión Nacional de Seguridad
emitió a medio día del domingo un boletín en el que negaba el uso
de armas de fuego por la Policía Federal, que descalificó como
“falsas” las fotos en las que se muestra a los efectivos de esa
corporación haciendo uso de ellas, y que después el propio jefe
tuvo que reconocer que en la acción participaron policías armados,
aunque fuera “casi al final”. Es abrumadora la evidencia
–incluidas las armas y el parque– de que en Nochixtlán se envió
a los uniformados a disparar contra el pueblo.
El
culpable máximo de esa acción ya no es Nuño, ni el comisionado
Enrique Galindo Cevallos, y ni siquiera el extraviado Gabino Cué
quien, con los cuerpos de los muertos aún tibios, declaraba que la
masacre tuvo como propósito “preservar las libertades, el estado
de derecho y la integridad física” en Oaxaca. Con su desorbitado
afán por restaurar un presidencialismo difunto e irredimible,
Enrique Peña Nieto se echó al cuello la soga de las
responsabilidades. Su empecinamiento en mantener a sangre y fuego
(literalmente) la tal reforma laboral disfrazada de educativa le creó
otro conflicto político mayúsculo –uno más– a una presidencia
que ya tiene abundancia de manchas y agujeros.
Pero
qué necesidad tenía: convertir un problema gremial que habría
podido resolverse con un poco de voluntad política en un nuevo
agravio a la sociedad con declinaciones inevitables en el terreno de
lo penal, porque Nochixtlán huele a crimen de lesa humanidad. “He
girado instrucciones” tuiteó el titular del Ejecutivo, al ofrecer
que los hechos serían investigados y esclarecidos. El problema con
esa expresión es que se ha convertido en sinónimo de no hacer nada
(como en Iguala, como con la Casa Blanca, como siempre) y que
cualquier promesa que venga antecedida por ella es automáticamente
ubicada por la opinión pública en el altero de papel reciclable.
Ojalá
que Peña caiga en la cuenta de que la feroz andanada oficial contra
los maestros democráticos –que va de la calumnia sistemática en
artículos de opinión a ráfagas de rifles de asalto– ha fracasado
porque los ha fortalecido y ha convertido a la CNTE y a la Sección
22 en el actor central de la resistencia contra la barbarie
neoliberal de las reformas. A los ataúdes de los asesinados en
Nochixtlán podría unirse otro: el de la “reforma educativa”. A
fin de cuentas, en un acto de magistral ponciopilatismo, Claudio X.
González y su membrete Mexicanos primero ya se escabulleron de
Nochixtlán. De esa manera el peñato podría empezar a despedirse
con un gesto –uno, al menos uno– de honorable rectificación. De
otra manera, el fin del régimen bien podría adelantarse al de la
actual administración. Y qué necesidad.
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