¿Se realizó ya la
reunión entre el rector de la UNAM, Enrique Graue, y el comité de
expertos sobre el Espacio Escultórico? ¿Sigue pendiente? ¿Se
efectuará? ¿Se decidirá la demolición total del Edificio “H” de la
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, que arruina la
funcionalidad de la obra artística? ¿Le rasurarán cuatro pisos,
como mínimo? ¿O triunfará la arrogancia institucional y la
construcción intrusa se quedará donde está?
El problema causado
por la construcción de un adefesio promedio que se entromete en la
limpia línea del horizonte que hasta antes podía disfrutarse desde
el Espacio Escultórico puede ser considerado por algunos como un
berrinche de puristas y de exquisitos en contra de la eficacia
burocrática que en pocos meses hizo erigir una construcción sin
duda necesaria y sin más pecado que el de ser fea. Puede parecer
frívolo el afán de acabar con el mazacote que costó millones de
pesos sólo para que los visitantes del Centro Cultural Universitario
puedan evitarse la intrusión visual en la rueda dentada de pirámides
que rodea un lago de piedra congelada. Se puede argüir que la
utilidad del edificio cuestionado, en donde se llevan a cabo tareas
docentes y administrativas es mucho mayor y más tangible que la de
un monumento cuya visita forma parte del ocio de los paseantes.
Pero tal vez quienes
albergan tales ideas puedan y quieran asomarse al asunto desde otra
perspectiva y caigan en la cuenta de que la agresión (culposa, no
dolosa) contra el Espacio Escultórico y sus visitantes era del todo
innecesaria, porque si algo no le falta a la Ciudad Universitaria es
territorio para crecer sin destruir ni afectar su propio patrimonio y
había –hay– una enormidad de espacio para edificar edificios H,
I, J y K y todos los anexos que se desee. “Bueno, habría podido
hacerse mejor, pero ya está hecho –replicarán– y en la UNAM las
cosas no están como para tirar el dinero”. Sería una buena
réplica, sin duda, salvo por el hecho de que si a esas vamos, la
totalidad de las tareas culturales que realiza la máxima casa de
estudios, e incluso buena parte de sus labores de investigación,
pueden verse como un completo dispendio. ¿O acaso no habría sido
más barato pintar de cualquier color las cuatro paredes exteriores
de la Biblioteca Central que contratar a Juan O’Gorman para que
decorara con mosaico los muros del recinto? ¿No estaría mejor
emplear en algo mejor los recursos que se destinan al funcionamiento
y mantenimiento de la Sala Miguel Covarrubias? Y en el extremo, ¿para
qué sostener algo tan inútil como el Instituto de Investigaciones
Filológicas, en vez de comprar más computadoras para la Facultad de
Ingeniería?
Como puede verse, es
riesgoso adentrarse por las lógicas del eficientismo, y más cuando
tales lógicas florecen en las oficinas de una institución que, como
la UNAM, es vista desde hace décadas por el grupo en el poder como
un desperdicio presupuestal y un estorbo para los planes de negocio
de empresarios –o sea: gente de veras productiva– que sueñan con
expandir su mercado de estudiantes universitarios. “Imagínense lo
que una buena inversión podría hacer en lo que es hoy día un
refugio de vagos, grillos y mariguanos”. Es cierto que, salvo uno
que otro panista, la mayor parte de los políticos del régimen no se
atreve a formularlo con esa crudeza, pero tengan por seguro que lo
piensan. A fin de cuentas, el último presidente de la república que
egresó de la UNAM terminó su periodo hace más de 20 años, así
que de las cúpulas oficiales no esperen ni siquiera afecto por el
alma mater.
En esta coyuntura
tan jodida no parece sensato descuidar ni un segundo la defensa de la
gratuidad en todas sus acepciones y expresiones, y el arte es una de
las más relevantes. Junto con la solidaridad, es una de las pocas
cosas que le quedan al mundo para reponerse de la borrachera de
productividad, eficiencia, rentabilidad y calidad en la que anda
extraviado. No es sensato, por ello, atentar contra la integridad de
las obras de arte. En rigor, a la humanidad no le pasará nada si se
sustrae una piedra más a la pirámide de Chichén (le han sustraído
tantas), si se suprime media página de una partitura sinfónica o si
se destruye medio metro cuadrado de la Capilla Sixtina. Se habrá
perdido o afectado, en todo caso, una comunión social que
estableció, quién sabe por qué y para qué, proteger, preservar e
investir de sacralidad social a ciertos objetos, ciertas
composiciones, ciertos textos. Pero sumen muchas acciones vandálicas
de esas y ya estaremos otra vez instalados de lleno en la condición
de micos arbóreos, de la que ni hemos salido del todo.
Tal vez nos
encontremos ante la necesidad de un punto de inflexión. El país y
el mundo se precipitan en el abismo de la construcción desorbitada,
el rendimiento máximo, el uso a rajatabla de todo lo que existe y
que es, por esa sola razón, susceptible de aprovechamiento. El
pragmatismo extremo se instala en cualquier sitio y construye
soluciones racionales y proyecciones a futuro sin informarse
previamente de lo que hubo allí ni de los ordenamientos sutiles e
invisibles que regulaban el lugar –recinto, barrio, pueblo, entorno
ecológico, continente– hasta antes de su llegada. En la visión
dominante lo rentable es necesario y lo incosteable, contingente.
Para esa mentalidad dar alimento al espíritu, cuando ello no se
traduce en alguna clase de transacción comercial, es un delito de
lesas finanzas tan imperdonable como regalar comida al prójimo.
Y el Espacio
Escultórico está allí, en una Ciudad Universitaria enclavada a su
vez en una urbe sometida, por lo pronto, a la dictadura de la
utilidad y el rendimiento (en su interpretación manceriana, la Ley
de Murphy dice que todo lo que pueda generar dividendos los
generará). En estricto sentido, ese extraño templo sin dioses no
sirve para maldita la cosa; es un desperdicio de concreto y de
espacio que hasta ahora nadie se ha atrevido a concesionar a una
cadena de restaurantes de comida rápida. ¿Qué caso tiene pelear
por la limpieza de su línea visual? ¿Cómo pueden pedir que en aras
de ese capricho abstracto se derribe un edificio repleto de aulas,
cubículos y oficinas?
Puede ser que la
muesca en el tiempo realizada en 1979 apenas empiece a adquirir su
plena significación en 2016 y que su utilidad real, insospechada por
sus creadores hace 37 años, sea la de ofrecer un punto de inflexión
para detener la cabalgata avasalladora del utilitarismo, la
rentabilidad y la monetarización de todo lo que existe, y empezar a
desandar ese camino peligroso que desembocará, tarde o temprano, en
el uso de las pirámides de Teotihuacán como basamento para antenas
de telefonía celular o en su concesión a una empresa de
entretenimiento. Tal vez ese ojo que mira al cielo con su pupila de
lava haga reflexionar a las autoridades universitarias sobre el
supremo compromiso de la máxima casa de estudios con el espíritu y
consiga preservarse a sí mismo inspirando un acto explícito de
contrición (en su sentido laico) que se traduzca en la eliminación
de la mole intrusa. Y en el sitio que ésta ocupa actualmente bien
podría levantarse un pequeño monumento que diga: “aquí triunfó
el arte sobre la insensibilidad, la gratuidad sobre la paga, lo
entrañable sobre lo contable, la civilización sobre la barbarie”.
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Posdata.- La doctora Mireya Imaz Gispert, coordinadora del Programa Universitario de Estrategias de Sustentabilidad, expuso recientemente atendibles argumentos en contra de la demolición del edificio “H” de la FCPyS. Y como todo debe ser visto desde distintos ángulos, es de justicia leer la entrevista que le hizo Proceso.
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