Tal
vez me crucé contigo en una acera y no llamaste mi atención y seguí
cabalgando sobre mi indiferencia, o acaso te admiré con una punzada
de deseo y un reflejo de civilización represora me hizo desviar la
mirada hacia otra parte, o bien me produjo curiosidad el libro que
llevabas en las manos o un detalle de tu atuendo, o tal vez me
generaste una leve aversión tan pasajera en ese camino como tú y
como yo.
O
no te divisé nunca (es lo más probable) ni tuve más noticia de tu
existencia que tu parte proporcional en la cifra total de habitantes
de la urbe, en la densidad del hacinamiento físico en un autobús o
en el grado superlativo de un embotellamiento. En cualquiera de esos
territorios, el de mi mirada, el de la fantasía, el de la
indiferencia o el de los números, formabas parte de una existencia
regular compartida con otros miles y millones de seres humanos.
Pero
te mataron y bruscamente te hicieron transitar al territorio de lo
monstruoso y lo sórdido, te quitaron (de golpe o lentamente) todo
interés, toda preocupación, todo amor, todo recuerdo y toda sed de
futuro. Ahorcada. Acuchillada. Torturada. Descuartizada. Disuelta en
ácido. Semienterrada. Maniatada. Desnuda. Descompuesta. Te apartaron
para siempre de tus padres, de tus hijos, de tu diario, de tus
juguetes, de tu dinero, de tu ruta de vuelta a casa, de tus placeres
y hasta del aire que respirabas. Ya no puedes comer ni dormir ni
despertar ni trabajar ni pensar ni bailar ni peinarte ni salir con
tus amigas.
Algo
que ya no eres tú ha sido abandonado en un campo yermo, bajo un paso
a desnivel o arrojado a la plancha forense como un producto al que
deben aplicarse ciertos procedimientos antes de guardarlo o
destruirlo para siempre, al marco de una foto en la que ya no vas a
crecer ni a hacer muecas ni a pintarte las canas ni a preocuparte por
las arrugas.
Acaso
tu retrato empiece a viajar por parajes sórdidos, colgado de una
pariente amorosa o sostenida por las manos de un desconocido; tal vez
adorne los postes del alumbrado, el pecho de una manifestante que
clama justicia, los tuits sin esperanza, los tableros de avisos de
las agencias investigadoras. O puede ser que el azar le ahorre a tus
familiares la agonía de años y los enfrente a la brutalidad de la
noticia en caliente: “Sí, es ella”.
Y
empezará a disolverse en el ácido de las lágrimas la carne de tu
identidad: ya qué podrá importar que hayas sido maestra, bailarina,
puberta, mesera, arquitecta, obrera, estudiante, secretaria, abuela;
que hayas sido lectora o televidente, religiosa o atea, concupiscente
o casta, flaca o gorda, morena o rubia. Te irás reduciendo con el
paso de los años del cuerpo presente a los vestigios de ADN, de las
fotos tamaño cartel a un nombre en una de tantas páginas de una
averiguación judicial veraz o mentirosa, a un número en un tomo de
registros estadísticos.
Es
escalofriante que todo mundo se esmere en consolar a la madre
(destrozada por tu muerte), al padre (al que le rompieron los
sueños), a tu pareja (enfrentada al callejón espantoso de la viudez
repentina) cuando la más inconsolable eres tú, que querías seguir
viva y seguir siendo tú. Ni un abrazo ni una caricia en tu omóplato
ni una lluvia de pétalos sobre tus cenizas lograrán distraerte de
la nada.
Te
hemos perdido. Te perdiste. Fuiste lanzada a una noche irremediable
por una conjura evidente que muy pocas personas quieren ver. Pero ahí
están, a la vista de todos, los mensajes de desprecio en carteles
publicitarios, las descalificaciones a tu género, las burlas por tu
aspecto físico, las determinaciones arbitrarias de tu vida y destino
por parte de la familia y el Estado. Hay pláticas de sujetos que se
jactan de mantener a toda costa su posesión y su dominio sobre otros
seres humanos, y hay un discurso que es lo suficientemente hipócrita
como para no admitir abiertamente que les brinda toda suerte de
justificaciones. Hay toneladas de sentencias judiciales injustas y
prevaricadoras en contra de tus prójimas. Hay agravios y golpes que
ameritaban cárcel y se quedaron en amonestaciones, en burlas de
barandilla o en nada. Hay decenas o cientos o miles de asesinos de
sus parejas (o de cualquier otra mujer) que lograron mover su
telaraña de relaciones para gozar de plena impunidad, que se pasean
como individuos honorables y detentan prestigio y cargos y que en sus
ratos de ocio pastan en los centros comerciales del extranjero sin
que nadie los moleste. Y hay una sucesión de gobiernos que ha
descubierto en la población una materia prima renovable y abundante
para hacer negocios: la carne humana.
Tu
muerte es también el saldo de una economía caníbal que oferta a
los habitantes del país como insumo barato para los procesos
productivos de la globalidad y que ha ido rematando los bienes
nacionales –las comunicaciones, la energía, el territorio, los
bosques, los caminos, las aceras, el agua y el aire– hasta dejarnos
y dejarte en un estado de desnudez esclava, listos y listas para ser
rematados al mejor postor: quién da más por tu trabajo, quién da
más por tu cuerpo, quién da más por el privilegio de asesinarte
sin sufrir consecuencias. Es que te han dejado, nos han dejado, sin
país: sin esa máquina que debiera servir para garantizarnos la vida
o, cuando menos, para hacer justicia cuando nos la arrebatan.
Y
cómo esclarecer el crimen si al enterarnos pensamos “sólo fue una
más”; si el oficial mayor se hizo de la vista gorda cuando compraron
cámaras de vigilancia defectuosas; si el jefe de adquisiciones
traficó los repuestos de las patrullas policiales; si los agentes
andan fabricando culpables para cumplir la cuota; si los agentes del
Ministerio Público ponen sobre aviso a los presuntos asesinos antes
de que los capturen; si el procurador se agota sólo con imaginar la
verdad de este entramado; si el juez está metido en sus propios
negocios y además tiene la certeza de que te mataron porque ibas
vestida como puta; si al presidente municipal no le queda más tiempo
que para soñar con ser gobernador; si el gobernador pactó con el
cártel; si los legisladores no piden la comparecencia de
nadie; si la Presidencia está muy ocupada en preservar a toda costa
la impunidad de todos, en quedar bien con los compradores y
vendedores de carne humana y en blindar la maquinaria que te devoró
viva y que luego escupió tus huesos.
Entre
la muchedumbre que transita por las estaciones de Metro y que se
apiña en los paraderos de microbuses, en el orden de las fábricas,
en la placidez de las reuniones sociales, en el tumulto de toquines y
bailongos, en las aulas y en las manifestaciones, florecen huecos
invisibles. Las multitudes y las familias se estrechan para llenar tu
ausencia y los vacíos de las que ya no están, y sin embargo, su no
estar se vuelve cada vez más asfixiante, indignante y vergonzoso. No
basta con el hallazgo de tu cuerpo torturado y ahorcado y violado. El
hallazgo de tus huesos no es consuelo suficiente. No bastaría
tampoco con una procuración y una impartición de mínima justicia.
Es que tu muerte y otras muertes no deberían replicarse nunca.
Nada
compensa tu no estar. No hay forma de recuperarte de la noche
irremediable, pero se puede imaginar y construir una nación en el
que ninguna mujer vuelva a ser arrojada a la muerte y territorios en
los que todo mundo pueda caminar, respirar, amar, discutir, trabajar
y relacionarse sin temor. Debe ser esa la consigna de cientos de
miles y de millones. Debemos sentirte nuestra propia pérdida,
llevarte en el recuerdo exasperado, tener presente tu sufrimiento,
quererte mucho, llorarte como si fueras nuestra propia madre, nuestra
propia hija, nuestra propia hermana, y asumir de una vez por todas el
imperativo de acabar con esta mierda.
__________
Ilustración: Odilon Redon, “Hommage à Goya”, c.1895.
1 comentario:
Hola, que bien haz reflejado ese dolor punzante de los otros, esa sensación d enfrentarse a la impunidad interminable de un México q vive y pugna por salir de ese lugar en el que ha quedado atrapado... Tienes razón, ya basta!!!
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