Por
si no bastara con las etiquetas de avaro para los judíos, de
terrorista para los musulmanes, de fatuo para los argentinos, de
idiota para los gallegos, de chismosa para las mujeres, de holgazán
para los mexicanos, de frío para los alemanes, de ignorante para los
indios, de ladrón para los
gitanos y
muchas más expresiones de discriminación y odio,
hace unos días se
codificó una nueva: los jóvenes son sordos, irresponsables
y amorales. La aportación se le debe a Antonio Navalón, un
empresario,
mercadólogo político, cabildero y periodista mallorquín con
intereses corporativos e ideológicos en México y con
colas a medio pisar en algunos escándalos financieros. Fue
publicada en El País
con el título “‘Millennials’:
dueños de la nada” el 13 de junio de este año.
El
autor utiliza de manera definitoria la categoría globalizadora
“millennial” para designar a los nacidos entre 1980 y 2000, es
decir, a quienes la llaneza del idioma permite llamar simplemente
jóvenes, pues en este 2017 están ubicados en un rango de edades de
entre 16 y 37 años. Las imputaciones de Navalón en contra de ellos
son, en síntesis, las siguientes (frases literales): no existe
constancia de que hayan nacido y crecido con los valores del
civismo y la responsabilidad; salvo en sus preferencias tecnológicas,
no se identifican con ninguna aspiración política o social; su
falta de vinculación con el pasado y su indiferencia, en cierto
sentido, hacia el mundo real son los rasgos que mejor los definen;
parecen más bien un software de última generación que seres
humanos que llegaron al mundo gracias a sus madres; solo tienen un
objetivo: vivir con el simple hecho de existir; lo único que les
importa es el número de likes, comentarios y seguidores en sus redes
sociales solo porque están ahí y porque quieren vivir del hecho de
haber nacido; no tienen en su ADN la función de escuchar; el resto
del mundo no está obligado a mantenerlos simplemente porque vivieron
y fueron parte de la transición con la que llegó este siglo del
conocimiento. Por añadidura, tal vez la falta de “responsabilidades,
obligaciones y un proyecto definido” de esta “generación que
está tomando el relevo”, “explique la llegada de mandatarios
como Donald Trump o la enorme abstención electoral en México”.
Tales
generalizaciones se caen por sí solas. A pesar de la veta
gerontocrática que suele encontrarse en la raíz de los
autoritarismos pasados y presentes, cualquiera con dos dedos de
frente sabe que toda generación (y toda nación, y todo género, y
todo credo, y toda cultura) es una mezcla de individuos activos y
pasivos; éticos y cínicos; trabajadores y holgazanes; creativos y
estériles; generosos y mezquinos; geniales, medianamente
inteligentes y desoladoramente estúpidos.
Por
lo demás, la crítica por la centralidad de las redes sociales en la
vida de los de 40 para abajo es pueril. Ese mismo protagonismo
tuvieron la televisión y la imprenta en las generaciones precedentes
y a nadie se le ocurre ir a zarandear en sus tumbas a los autores del
Siglo de Oro porque estuvieron demasiado ensimismados con el juguete
de los tipos móviles como para ponerse a mejorar el mundo.
Tal
vez el texto referido pueda explicarse como un ataque de efebifobia o
como el berrinche de senectud de un hombre que se niega a ver (ya no
digamos a entender) a los jóvenes de la actualidad en toda su
riqueza y diversidad, que no es capaz de comprender el presente y que
experimenta una envidiosa rabieta de otoño por su propia juventud
perdida. Pero me parece que hay mucho más fondo: ¿qué
denominador común real tienen los nacidos después de 1980 y qué
puede unir a una argentina de 27 con un español de 35 con un francés
de 19 de cualesquiera clases sociales? Pues que todos ellos son
víctimas del ciclo de depredación mundial en que se tradujo la
implantación del neoliberalismo, la destrucción del Estado de
bienestar, el libertinaje comercial y financiero y la conformación
de grupos nacionales político-empresarial-mediáticos que responden
plenamente a la definición de oligarquías y que se ramifican más
allá de las fronteras. El propio Navalón es un operador
un tanto destacado de esa
oligocracia global que mezcla negocios con academia con política con
producción ideológica y cuyo imperio ha destruido los derechos de
la mayoría y ha dejado a viejos, a maduros y a jóvenes (pero con
particular crueldad a los jóvenes) sin un sitio en el mundo.
Para
las nuevas generaciones resulta mucho más arduo que para las
precedentes encontrar un sitio en las universidades o un puesto de
trabajo en la economía, y ya no se diga adquirir una casa. No tienen
jubilaciones ni seguro social porque los gobernantes (panistas o
priístas, populares o socialistas) privatizaron los sistemas
correspondientes o, lisa y llanamente, se robaron los fondos; no
creen en las formas tradicionales de la política porque los
maridajes entre partidos, corporaciones y mafias la convirtieron en
un muladar; no confían en los medios porque los intereses de los
consejos de administración se impusieron (como parte de esa
mercantilización generalizada de la vida) por sobre el compromiso
con la verdad; no tienen derecho a transitar porque los caminos se
volvieron de paga, no pueden ir de campamento porque donde estuvo el
bosque hoy se ubica una explotación minera y si quieren saciar la
sed tienen que desembolsar dos euros.
A
pesar de todo ello, los denostados “millennials” formaron el
partido Podemos en España, el grupo de las Pussy
Riot en Rusia (y después en otros países)
y dieron vida, en México, al movimiento #YoSoy132 y al nunca
extinto clamor social por la atrocidad de Iguala (por citar sólo dos
ejemplos al vuelo) pero semejantes desarrollos sociales son, en el
horizonte ideológico representado por Navalón, muestra de una
“profunda indiferencia social” o una prueba de la
necesidad de ponerse a buscar “el eslabón perdido entre el
‘millennial’ y el ser humano”.
Ante
la ola de críticas suscitada por la invectiva, su autor
tuiteó una disculpa de 18 líneas matizada por el anuncio de su
“alegría” por el debate generado. Es una pena que la mayoría de
quienes leyeron el artículo en El
País
y fortalecieron de esa forma sus prejuicios estúpidos contra los
jóvenes no se hayan enterado de la retractación porque son
más
consecuentes con
su obsolescencia que
el propio Navalón y no frecuentan el
Twitter
ni las otras redes sociales. De
modo que con
ese texto el
mundo ha ganado en odio,
incomprensión e intolerancia y al entorno hostil y peligroso al que
han sido condenados los jóvenes le ha brotado una nueva espina.
Para
finalizar: en lo
escrito por el
mallorquín no hay reflexión ni análisis y ni siquiera la nostalgia
manriquiana del tiempo pasado que fue mejor sino agresión, calumnia
y discriminación en contra de un sector poblacional de suyo
victimizado. Será tal vez por eso que cuando leía “Dueños de la
nada” sentí
una repulsión casi tan intensa como
la
que me produjo el
tristemente célebre programa radial
de Marcelino Perelló (“sin
verga no hay violación”) y
experimenté una honda vergüenza
para con los agraviados por ese
discurso de odio y una necesidad urgente de pedirles perdón.
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