No
es tan nuevo ni exclusivo de México: hace unos años, por ejemplo,
las filtraciones de Edward Snowden exhibieron que el gobierno de
Estados Unidos espiaba a media humanidad, incluyendo a algunos de sus
más prominentes especímenes, como Angela Merkel, François Hollande
y Dilma Rousseff. En los países afectados por la vigilancia furtiva
estadunidense el espionaje es delito, y sin embargo Barak Obama,
responsable máximo de esas graves infracciones legales, ni siquiera
consideró necesario ofrecer disculpas y explicaciones por tal
actividad cometida en perjuicio de algunos de sus más estrechos
aliados. Y las alianzas sobrevivieron al episodio y no pasó nada.
Y
qué decir de Donald Trump, quien fue exhibido en un video como
agresor sexual y en lugar de ser retirado de la contienda electoral
en la que participaba, siguió en ella y la ganó. Y Sarkozy. Y
Temer. Y Peña Nieto. Si alguna vez lo fueron, el pudor y la
vergüenza han dejado de ser un contrapeso o un freno a los excesos,
abusos y desviaciones de los gobernantes. Revelaciones y escándalos
ya no les representan un peligro porque han construido una suerte de
blindaje ante el repudio social.
La
elección mexiquense del domingo 4 de junio es un caso extremo. El
uso faccioso de diversas instituciones, desde la Presidencia de la
República hasta las presidencias de casilla; la derrama de dinero,
regalos y presiones a los electores para que sufragaran por Del Mazo;
las campañas de siembra de terror, desinformación y difamación;
las agresiones contra la oposición. El fraude es inocultable pero
las autoridades electorales han decretado su inexistencia o, cuando
menos, su irrelevancia. En la sesión del Consejo General del INE del
9 de junio, el consejero Ciro Murayama dijo que
resultaba “descabellado” hablar de fraude en el Edomex y regañó a quienes señalaron toda la
inmundicia en el manejo de cifras por parte del IEEM y les dijo que
no debían “demeritar desde la ignorancia el trabajo bien hecho de
los científicos”. De la soberbia tecnocrática a la insolencia
porfiriana.
Pero
vamos a ver: toda muestra suficientemente representativa tomada al
azar tendrá una cercanía al fenómeno observado con un porcentaje
de confianza y un margen de error. Dicho margen disminuye y el
porcentaje de confianza aumenta cuando la muestra representa mejor al
fenómeno observado. Por eso, en unas elecciones limpias y regulares,
cuando se lleva contado el 25 o el 30 por ciento de las casillas el
resultado ya no cambia. Esto es porque esa primera cuarta o tercera
parte del total forma una muestra suficientemente grande. Pero
resulta que al conteo rápido le faltaron casillas (a posteriori
nos informan que cambiaron las reglas de ese ejercicio justo a la
mitad del juego o que el PREP mexiquense no siguió la lógica y que
en vez de consolidarse, las tendencias empezaron a variar conforme
crecía el universo computado (igualito que en 2006, oh).
“Denunciar
sin probar es inaceptable”, afirma Murayama, y paree que sus
palabras no son únicamente una descalificación de antemano a las
inconformidades de la oposición y de la sociedad sino también un
guión para los fallos del Tribunal Electoral que están por venir.
El
problema es la definición de “prueba” de los funcionarios
electorales del régimen. “Lo único que prueba esta prueba es que
existe la prueba”, o algo así, dijo Alejandro Luna Ramos en 2012
cuando se le llevaron toneladas de materiales que evidenciaban la
masiva compra de sufragios y voluntades realizada por el equipo de
campaña de Peña Nieto.
Ahora
alguien nos quiere convencer de que Del Mazo triunfó el pasado
domingo 4. Ese triunfo es como un cerdo con alas postizas al que se
pretende hacer pasar como un pegaso.
–Oye,
pero los pegasos no existen.
–Ah,
cómo no. Ahorita te enseño un documental.
Y
entonces nos presenta un fragmento de una película de fantasía. Al
amplificar los fotogramas de una película de fantasía, un detractor
descubre unas cinchas con hebilla entre el ala y el torso del animal.
Logra comprobar de manera exhaustiva que la imagen misma no es un
montaje y la presenta como prueba de que el pegaso es en realidad un
caballo disfrazado.
“Sea,
pues –dirán nuestros sapientísimos consejeros electorales–.
Allí hay unas correas, pero no prueban que la película recurra a un
engaño ni desmiente la existencia de la criatura. Igual podría
tratarse de un pegaso al que le gusta usar tirantes”.
Ese
Instituto Nacional Electoral será el que organice los comicios
presidenciales del año entrante y el que cuente los sufragios, y
está dispuesto a afirmar, con acento altanero y tecnocrático, que
un cerdo con alas de cartón y plumas de gallina es un pegaso
auténtico.
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