29.6.99

Cachemira


Hay quienes fuman hashish en páginas arrancadas del Nuevo Testamento y luego formulan la teoría de que Jesús de Nazaret no murió en el Monte Calvario sino que sobrevivió a la crucifixión y que falleció, años después, en Cachemira. Esta exégesis pacheca no le hace falta a ese territorio para estar empapado de sacralidad hinduista y musulmana; de hecho, es una de las regiones del planeta con mayor índice de santuarios y templos por hectárea. Hasta para los laicos, la zona tiene la santidad de la civilización primigenia, pues domina, a su izquierda, el valle del Indo, cuna de culturas y convivencias urbanas de más de dos milenios de antigüedad. Aparte, Cachemira, atravesada por la cordillera del Himalaya, está flanqueada por los picos más altos del mundo: el K2, al oeste, del lado paquistaní, y el Everest, hacia el oriente, en la frontera indo-nepalí. En el mapa político, la provincia colinda con Pakistán, al oeste, con Afganistán, al norte, con China, al nororiente, y con India, al sur.

La región ha sido disputada en varias guerras entre Islamabad y Nueva Delhi y la moneda sigue en el aire. Las comunidades locales, hinduistas e islámicas, no requieren de conflictos bélicos internacionales para diezmarse mutuamente, pero las guerras les ayudan y matan, además, a soldados indios y paquistaníes y empobrecen a las dos naciones en disputa. Recientemente, ambas salieron con la novedad de que portaban armas nucleares entre sus harapos y que, en última instancia, estaban dispuestas a usarlas para reivindicar sus derechos históricos sobre esa tierra montañosa repleta de mezquitas, templos y monasterios.

De acuerdo con The World Factbook 1998 de la CIA, el PIB por habitante de Pakistán es de 2 mil 600 dólares y el de India, de mil 600 (sólo para comparar, las cifras correspondientes de México y Suiza son, respectivamente, 7 mil 700 y 23 mil 800). La tasa de analfabetismo en Pakistán es de 62 por ciento, y en India, de 52 por ciento (México, 10.4 por ciento; Suiza, 1 por ciento). Pakistán tiene una tasa de mortalidad infantil de 93.48 por millar, e India, de 63.14 (México, 25.82; Suiza, 4.92). La deuda externa paquistaní equivale a más de 4 veces las exportaciones totales anuales, la de India, a 2.6 veces (México, 1.46; creo que Suiza no tiene deuda externa propiamente dicha). En Pakistán hay un teléfono por cada 53 personas, en India, uno por cada 82 (México, uno por cada 8 habitantes; Suiza, uno por cada 1.4). Pero los recursos que ambos países necesitan desesperadamente para impulsar la educación, la salud, el bienestar y la infraestructura, fueron destinados a los laboratorios nucleares y a los bancos de pruebas de los misiles que entregan a domicilio flores de fuego de 50 kilotones.

Las nubes en forma de hongo resuelven de golpe los problemas de miseria y de marginación y provocan emigraciones masivas e inmediatas a cualquiera de los Paraísos religiosos y a las páginas de la gloria eterna de las historias patrias.

La provincia, dividida por un armisticio en 1972, volvió a calentarse hace una semanas cuando combatientes musulmanes, apoyados por tropas regulares paquistaníes, incursionaron en las montañas del lado indio, se hicieron fuertes en la Colina del Tigre, que domina al poblado de Kargil, y cortaron las líneas de abastecimiento de varias localidades. Desde entonces, ambos bandos combaten con aviones de ataque y sostienen duelos de artillería. Los muertos, en uno y otro lado, suman cientos. En estos días, los generales de Nueva Delhi mandan el mensaje de que no seguirán limitándose a contener la invasión y que, si ésta persiste, lanzarán, a su vez, incursiones en territorio de Pakistán. La delicada circunstancia tiene con el Jesús en la boca --aunque no haya muerto en Cachemira-- a los gobiernos occidentales, y Washington empieza a ejercer presiones diplomáticas y económicas sobre Islamabad --su aliado-- para que retire sus tropas. Ojalá que las gestiones sean fructíferas. Los hongos atómicos arruinarían los monasterios, el paisaje nevado del Himalaya, las gargantas de los muecines que convocan a la oración, los ojos de los alpinistas que frecuentan la zona y el corazón y el espíritu de todos los humanos.

22.6.99

El más rico del mundo


En lo que va de este año, cada vuelta del minutero me ha dejado 4 millones 566 mil 210 dólares, lo que hace un promedio de 76 mil 103 dólares con cincuenta centavos por minuto. Lo que es lo mismo, cada uno de mis segundos se cotiza en mil 268 dólares con cuarenta centavos, y cada mañana amanezco 109 millones 589 mil 40 dólares más acaudalado que la víspera. El éxito de mi taxímetro se debe a que en todo el planeta cientos de gobiernos, decenas de miles de organizaciones, millones de empresas y cientos de millones de personas, compran cada día los productos que fabrico. En su gran mayoría se trata de bienes intangibles: mis clientes adquieren una caja de cartón cuidadosamente diseñada que contiene un par de cuadernos de instrucciones y un disco compacto, o varios. En éste van grabados conjuntos de instrucciones para computadora. Si hubiera que reducir a su mínima esencia mi mercancía, diría que ésta consiste en interminables y complejas combinaciones de unos y ceros. En algún momento supe armar esas secuencias, pero ahora me dedico a promover y a vender las que producen mis miles de empleados. Es un negocio redondo: salvo la mercadotecnia y la publicidad, que exigen cuantiosas inversiones, los costos de fabricación son muy reducidos. El trabajo humano ųque lo pago bienų es mi principal insumo.

El dinero acumulado desde que empecé en esto de la programación me ha sumado atributos personales que no esperaba. La gente voltea hacia mí y me pregunta cómo está conformado el presente y cuál será la consistencia del futuro. Empecé siendo programador. Luego fui empresario, y ahora soy el emperador de mi propia fortuna que es, con mucho margen, la mayor del mundo. Pero además soy filósofo, sociólogo y profeta. La gente me ha puesto en ese sitial, y yo disfruto mi papel. Procuro aplicar en todas las circunstancias un sentido del humor fácil y digerible, y no alejarme demasiado del sentido común en las frases que pronuncio ante auditorios masivos de escuchas ávidos. Los que acuden a mis conferencias desean contagiarse de un poco de mi capacidad de previsión. A fin de cuentas, yo supe hacer lo correcto en el momento correcto y en el lugar correcto. Algo le debo al azar, pero mi mérito principal fue apostar a una moda comercial y tecnológica que estaba a punto de inundar el planeta y transformar la vida de la gente. Sé que, después de haberlas pronunciado, mis palabras serán entrecomilladas y citadas por empresarios, comunicadores y hasta antropólogos, así que más vale no desvariar.

El desvarío es un peligro constante. Supongo que muchos, en mi situación, se volverían locos, perderían el sentido de la realidad, trastocarían el orden de las cosas. No es fácil preservar la cordura cuando se gana, en un minuto, lo que un estadunidense de clase media alta percibe a lo largo de un año, o cuando en un día se amasa una cantidad equivalente al presupuesto de una universidad de tamaño mediano. Es inevitable la tentación de trasladar el valor de las posesiones al valor de las personas: una hora de mi existencia vale, en esa lógica, lo mismo que las vidas enteras de 3 mil 600 campesinos africanos. Uno de mis días es equivalente a un municipio latinoamericano con todo y sus habitantes, sus construcciones, sus clínicas, sus talleres, sus camas, su red de agua potable. Una de mis semanas vale tanto como una colonia de clase media en Buenos Aires, México o Santiago. Con un año de mis ingresos podría comprar un país en desarrollo. Cuando mis hijos crezcan, sabrán que cada tarde que pasé con ellos tuvo un costo de 40 millones de dólares. Es, la mía, la paternidad más cara de la historia. Visto de esa manera, mis vástagos crecen con una deuda formidable y creciente sobre sus hombros. Cada pleito conyugal me cuesta, desde esa perspectiva, una fortuna.

Pero no. No estoy loco, y el tiempo que no se me va en la preservación de mi riqueza lo ocupo en imaginar formas viables y razonables de hacer que prospere: inventar y vender, aplastar a los competidores ųque me quedan pocos, y están maltrechosų, abrir nichos de mercado virgen en Uganda y Namibia, concebir un sistema operativo para refrigeradores inteligentes, torcer el brazo a la industria de electrodomésticos para que fabrique planchas que corran Windows, diseñar un entorno tridimensional que te permita entrar de cuerpo entero en el monitor de la computadora, sin quitarte los zapatos, y pasear por bambalinas virtuales y acariciar con la mano íconos corpóreos y con textura. Eso me hará, de alguna manera, semejante a Dios. Y ya que hablo de Él, recuérdenme que le ofrezca la Dirección de Ventas. A lo que se ve en los billetes cuyo tacto ha dejado de serme familiar, ese tipo debe ser un gran ejecutivo.

11.6.99

El fin de la guerra


Este hombre ha dejado de blandir el retrato de su hijo muerto, lo ha guardado en la cartera, ha dejado de llorar y se ha puesto a caminar hacia atrás, con cierta desesperación, por el camino que va a Pristina. Es un trayecto largo, pero conforme avanza, siempre de espaldas, el polvo del camino se desprende de su cuerpo, el hambre desaparece de su vientre y la sed, de su gaznate. Siempre de espaldas, se detiene ante una tumba reciente y artesanal, y una pala tirada al lado del camino brinca a su mano. La empuña, con los ojos nublados, y ve cómo la tierra del sepulcro se va juntando en pequeños montones que saltan hacia la pala. Entonces él los arroja por sobre su hombro, y detrás de él se forma un promontorio. Así, hasta que queda al descubierto una pequeña caja. El las saca de la tierra con mucho cuidado, mientras del suelo brotan unas gotas de agua que se elevan y van a clavársele en los ojos. Luego se echa la caja al lomo y se va, caminando de espaldas, a un sitio no lejano, marcado por la desolación, el humo y las llamas. Desempaca a su hijo muerto y lo coloca amorosamente en el piso. Las gotas brincan de la tierra a sus mejillas, ascienden por la barba de varios días hasta los lagrimales y se disuelven en su mirada.

Otras personas se congregan para depositar cadáveres en el sitio, con gestos y sucesos similares. Las costras de sangre en los muertos se ablandan. Afloran manchas rojas en diversas partes y de ellas surgen tentáculos líquidos que buscan a sus respectivos cuerpos, luego ascienden por brazos y troncos hasta alcanzar la entrada de las heridas. A lo lejos se escucha el rugido de una turbina. Los deudos corren, de espaldas, para alejarse del lugar. En el horizonte aparece un escuadrón de aviones de la OTAN que se aproxima en reversa. Vienen a sacar de entre los fallecidos y de entre los escombros las semillas de la muerte.

Las aeronaves, de cola, se acercan peligrosamente a la superficie. Se escucha una explosión. En una fracción de segundo, las esquirlas, los explosivos de alta eficacia, el humo, el polvo y las llamas, se comprimen en unos estuches con forma de supositorio y que llevan pintada la bandera de Estados Unidos, o de Francia, o de España, o de Inglaterra o de Alemania. Los estuches vuelan hacia arriba hasta adherirse a las alas de los aviones, y éstos empiezan a cobrar altura. Abajo se ha producido el milagro. Los que hasta hace unos momentos estaban muertos y destripados vuelven a caminar. No se han enterado de nada. Los edificios en llamas se reconstituyen. Reina el agobio, la pesadumbre y, también, la vida.

Los aviones se han ido, volando de espaldas, en dirección a sus respectivos países. Unas horas más tarde aterrizan, siempre de cola, y sus pilotos llevan en el corazón la alegría del deber cumplido. Han salvado de la muerte a los serbios y a los kosovares, y ahora sólo falta que los artilleros desmonten de los raíles los supositorios metálicos que guardan en sus entrañas las semillas de la destrucción. Esos contenedores serán enviados de regreso a naciones bondadosas poseedoras de grandes plantas fabriles en las que se separan y aíslan los componentes de los estuches y luego se envían a otras fábricas que los descomponen aún más, y después, las sustancias primigenias de la destrucción se entierran en minas profundas para que no hagan daño a nadie.

Unas horas antes, en Bruselas, Javier Solana, con cara de pesar, ha tomado una pluma fuente y ha colocado sobre su escritorio un documento solemne que lleva su firma. El funcionario pasa la punta de la pluma por sobre su rúbrica, de derecha a izquierda, y el aparato de escritura absorbe la tinta. Luego un empleado lleva la hoja a una máquina que extrae el tóner de la declaración de guerra y la deja convertida en un papel en blanco que irá a apilarse en una resma. La paz ha llegado a Yugoslavia. Más de dos mil muertos fueron devueltos a la vida gracias a la acción salutífera de los aviones de la OTAN.


Los policías serbios han extraído los proyectiles de los cráneos de los asesinados y éstos han recuperado el habla, los movimientos, la preocupación o el gesto fanático. Los policías han tomado los proyectiles y los han colocado en la recámara de su arma. Luego entregan las balas a sus superiores. El gobierno de Belgrado realiza atrocidades en Kosovo, pero éstas tienden a reducirse. En las próximas escenas, se realizarán operaciones similares de pacificación y resurrección en Bosnia. Los huesos del genocidio se cubren de carne en un periodo de dos años. La putrefacción se revierte en dos semanas. Los obuses que contienen la sustancia de la muerte son enviados a las fábricas para su desactivación. Luego vendrán Croacia, Eslovenia y Macedonia, cuyos líderes repetirán la acción de extraer la tinta de sus firmas independentistas y sus naciones estarán integradas en la federación Yugoslava, un país pobre y con muchos problemas pero en el cual reina la paz. La última escena presentará un Estado que es ejemplo de tolerancia y convivencia entre diferentes, y en el cual la vida humana se respeta porque es valiosa por sí misma. En ese mundo, que no es precisamente idílico, a ningún socialista español y a ningún político liberal estadunidense les pasa por el seso mandar aviones de guerra a destruir los cuerpos, las fábricas, las casas, los colchones y las sillas de los yugoslavos, y ningún yugoslavo en sus cabales puede concebir que algún día deambulará por los campos fronterizos de Kukes con los ojos llenos de lágrimas y el retrato de su niño muerto entre las manos. La película ya está rebobinada.