26.3.02

Pasión


Ahora nos acercamos al punto en que Jesús se dirige irremisiblemente al Calvario. Pobre hombre: ni su caridad, ni su amor infinito, ni su arrogancia --documentada con tanta precisión por Bertrand Russell-- conseguirán salvarlo de morir clavado, como mariposa de coleccionista, sobre un madero basto. Quieren los cristianos que ese hecho simbolice el sacrificio universal, la entrega al prójimo y la salvación de la especie pero, también, la semilla de maldad y ceguera en el fondo de los humanos que condujo a algunos de ellos a juzgar y condenar a Dios mismo. La luz de la redención y la expiación, enfrentada a la oscuridad del pecado y el deicidio forman el claroscuro emblemático de estos días santos, representado en el eclipse de sol que, según esto, se produjo en el momento de la crucifixión. En virtud de un claroscuro idiomático semejante, la palabra pasión, indicativa en sus orígenes de padecimiento, se haya convertido en nuestra era cachonda y sensorial en sinónimo de placer --pasión laboral o amorosa-- y hasta de estupidez --pasión por la moda o por los espectáculos televisivos--. Hoy, el vocablo que designa el gozo de cualquier filatelista o numismático por sus respectivas colecciones es el mismo que se emplea para recordar el sufrimiento postrero de Jesús. Pobre hombre.

Los vacacionistas se encaminan a los embotellamientos carreteros con la misma significación de padecimiento con la que Jesús marcha al Huerto de Getsemaní, aunque con mucho menos sentido de la trascendencia. Por eso, la enorme mayoría de ellos volverá sana y salva a sus hogares, mientras que el Hijo del hombre ha de permanecer, por los siglos de los siglos, desdoblado en condiciones contradictorias y paralelas: clavado a su madero, como lo pasean hasta la fecha los dignatarios católicos, con cierta crueldad en la exhibición, y residente en los Cielos, a la Diestra del padre, entre elegidos y bienaventurados, como no lo representa nadie. Pobre hombre.

Durante la Colonia, las autoridades peninsulares decidieron eximir a los americanos de la obligación de la cuaresma, porque les pareció que era demasiada crueldad prohibir la carne y condenar al pescado --un alimento execrable, a lo que puede verse-- a pueblos que de suyo se morían de hambre. Así, el simbolismo de la abstención se confinó, en nuestras tierras, a los viernes de cuaresma. Pero en estas latitudes y en estas épocas la ingesta de frutos del mar en los altiplanos de América es un lujo y un riesgo --porque la calor pudre hasta al más ágil de los peces--, además de un negocio basado en el placer de los paladares. Pedro, el pescador, lograría colarse en la lista de Forbes a costillas de su amado Maestro; pobre hombre.

En las tierras santas donde transcurrió Su Pasión, sólo una minoría de palestinos practica el cristianismo. La mayor parte de la población se divide entre el judaísmo y el Islam --que son, si se mira con atención, las religiones Antes De y Después De, Cristo--; unos y otros, por estos días, se descuartizan mutuamente con una pasión nacional, territorial, bélica y bíblica (en el peor sentido), no se detienen ni siquiera ante cadáveres de niños de cuatro años --árabes o israelíes--, y mucho menos ante la evocación de un crucificado que les es del todo ajeno. Por su parte, la cristiandad conmemora su tercer milenio tan dividida como siempre, tan bárbara, belicosa y salvaje como siempre, y con tanta aptitud para la Redención como la de un cuadrapléjico para la gimnasia olímpica. Pobre hombre. 

19.3.02

Andrea Yates


Un asunto destacado de estos días es la cuarta boda de Liza Minnelli. Por la iglesia de Marble Collegiate, en Nueva York, desfilaron la sordidez genial de Anthony Hopkins, la incontinencia lúbrica de Michael Douglas y los prodigios de transmutación biológica de Michael Jackson, entre otros organismos famosos. Entre los despachos de prensa que llegan de Estados Unidos, ése sería, por ejemplo, un tema amable para dejar constancia del calor primaveral, que este año viene adelantando. También podría escribirse algo sobre la enésima toma de posesión de Robert Mugabe, quien ha sabido convertir los rescoldos del antimperialismo en corrupción químicamente pura, o sobre los entretelones del auto sacramental que llevan a escena, en los escenarios de Barcelona y Monterrey, globalifóbicos y globalifílicos, o sobre las desoladoras carnicerías perpetuas de Colombia y Medio Oriente. Ojalá que la evocación de Andrea Yates en estas líneas no parezca un insulto a la primavera inminente.

El martes pasado, esta esposa de ingeniero de la NASA fue declarada culpable por un jurado de Texas, que ahora debe escoger entre la condena a muerte o la cadena perpetua.

Andrea está casada con Rusty Yates, con quien procreó a Noah, John, Paul, Luke y Mary. En el verano del año pasado, el primero tenía siete años y la última, seis meses. Para entonces, la madre había pasado por dos ensayos de suicidio y cuatro internamientos en hospitales siquiátricos. Sus desórdenes mentales están documentados desde el tercer alumbramiento, y hay pruebas de que, a partir del cuarto, cayó en severas depresiones.

Andrea declaró que, desde el nacimiento de Mary, percibió que el diablo atormentaba a sus hijos y que pretendía hundirlos en las llamas del infierno. El 20 de junio de 2001 llegó a la conclusión de que debía proteger a su prole de los embates de Satanás, y no encontró mejor manera de hacerlo que llenar de agua la tina de su casa. Esa misma tarde, la policía encontró los cadáveres mojados de John, Paul, Luke y Mary en sus respectivas camas, como si se hubieran quedado dormidos antes de secarse. El cuerpo de Noah todavía flotaba boca abajo en la bañera.

Desde entonces, Andrea ha permanecido en prisión, donde se le administran de manera regular tratamientos con antisicóticos. Tal vez por eso, en la sesión del 12 de marzo, cuando se le declaró culpable, escuchó el veredicto sin parpadear.

No hay por dónde encontrarle una moraleja a esta historia triste. Saltan a la vista, en cambio, dos paradojas.

La primera es que Andrea Yates, a pesar de su enfermedad, o por ella, sabía que su existencia era peligrosa, y que trató de acabar con ella en dos ocasiones. Si Andrea hubiese logrado suicidarse habría dejado cinco huérfanos, y no cinco tumbas. Pero la misma sociedad que entonces se lo impidió, ahora, ya realizado el daño, se dispone a ejecutarla. La segunda paradoja es que la tragedia de los Yates ocurre en el seno de un país hiperinformado, con una NASA que busca y consigue datos sobre los desiertos marcianos y los anillos de Júpiter, una prensa escandalosa que consigna la marca de ropa interior de las estrellas de cine, una agencia de espionaje que detecta los desplazamientos de los terroristas, institutos y empresas de investigación que escudriñan la danza molecular del genoma humano y universidades que coleccionan las ediciones de literatura marginal de Paraguay; pero en toda esa masa aplastante de información no aparecen registros sobre el alma de Andrea Yates. Ahora, esta primavera calentará cinco lápidas, y tal vez para el invierno haya una sexta.

12.3.02

Réquiem


Ayer, en plazas e iglesias de Estados Unidos, se recordó a los inocentes que murieron en los atentados del 11 de septiembre. Bien saben los deudos que un plazo de seis meses es demasiado corto para quitarse de encima las costumbres, los olores, los gestos, la temperatura de la piel de los ausentes y la rabia contra sus asesinos. En el mejor de los casos, al año del fallecimiento se entiende que esos y otros ganchos que mantienen anclado entre los vivos el recuerdo del muerto no desaparecen del todo sino después de varias décadas, cuando la totalidad de los dolientes desaparecen, a su vez, del mundo, y cuando el difunto original puede, por fin, jubilarse del todo, incluso de su papel de recuerdo doloroso, y abandonarse plenamente a la dulzura de la nada.

Pero los asesinados hace seis meses en Nueva York y Washington fueron obligados a florecer en nuevos y numerosos muertos distantes, muchos de ellos tan inocentes como sus predecesores inmediatos de Estados Unidos. La Casa Blanca decidió aprovecharse del dolor doméstico para sembrar cadáveres en las remotas tierras afganas, y cada uno de ellos ha dejado un hueco sangriento y lacerante entre sus amigos y familiares, y un rencor de múltiples raíces entre sus correligionarios.

Pasará mucho tiempo antes de que se desvanezcan esos lutos que no aparecen en la televisión ni son recopilados en shows sentimentales ni reproducidos en películas de acción. Ojalá que en ese tiempo el dolor y la rabia de los anónimos deudos afganos no fermente nuevos y mortíferos atentados contra ciudadanos de Estados Unidos.

En estos días de recordaciones tristes uno se pregunta cuándo les será dado, a israelíes y palestinos, recordar en paz a sus respectivos mártires y cuándo podrá hablarse de sosiego verdadero en los cementerios de ambos pueblos. Por ahora, la criminal estupidez de Estado y la inconsciencia criminal del integrismo patriótico han establecido, entre unas y otras tumbas, una dinámica de competencia, un vaso comunicante que rebalsa de sobrepoblación las necrópolis, un juego macabro que se desarrolla, para vergüenza de la humanidad, ante la pasiva y discreta repugnancia --en el caso de los europeos-- o frente al entusiasmo apenas disimulado --para referirse a Washington-- de los poderosos del mundo. Y cuando oyen un reproche por su banquete necrófilo y obsceno, Sharon, los terroristas palestinos y los partidarios de unos y otros ponen los ojos en blanco de inocencia y echan mano del argumento más sofisticado que podría formular un crío de tres años algo tonto: “Es que los otros empezaron”.

Tengo la discreta esperanza de que, más pronto que tarde, los cadáveres de los actuales dirigentes y organizadores de esta floración de muertos desciendan, por causas naturales, a las tierras que han ensangrentado, y que una nueva generación de líderes de ambos lados logre detener la competencia por las máximas tasas de sobrepoblación en los cementerios.

Réquiem quiere decir descanso. Ojalá que llegue antes de que Clara y Sofía dejen de ser niñas, y que ambas, y muchos otros infantes de todos los continentes, puedan viajar a Israel y a Palestina y confraternizar con los niños de ambos países, y que entre todos logren verse a los ojos sin la niebla del rencor histórico, y que corran y jueguen en memoria y recuerdo de esos muertos, y de todos los otros, y que las tumbas sean sitios realmente apacibles, y que no se estremezcan por el estallido de las bombas humanas (que es el uso más necio que se le puede dar al organismo de una persona), ni vibren bajo el ruido de los helicópteros asesinos, cuya sustentación es la manera más irresponsable de aprovechar el aire.

5.3.02

Violadores en Boston


En la arquidiócesis de Boston ha florecido un escándalo al que Newsweek le dedicó la portada de su más reciente edición y que puede resumirse en algunos números: en las últimas cuatro décadas, entre 60 y 70 curas fueron acusados por abuso sexual de menores; uno de ellos, John J. Geoghan, actualmente separado del ministerio y sentenciado en primera instancia a diez años de prisión, es sospechoso de haber agredido sexualmente a 130 niños; la Iglesia católica de Estados Unidos ha gastado, en los últimos veinte años, entre 300 y 800 millones de dólares en arreglos bajo la mesa --es decir, antes de que las cosas lleguen a los tribunales-- como compensación a las víctimas de sus curas violadores; la arquidiócesis de Boston, presidida por el cardenal Bernard Law, miembro destacado de la jerarquía eclesiástica estadunidense y encubridor de religiosos pederastas, enfrenta demandas por 30 millones de dólares por parte de las víctimas de abusos sexuales que se atrevieron a denunciarlos.

Todo mundo --menos el consistorio romano, compuesto por almas puras, agraciadas por la virtud de la inocencia-- ha sabido siempre que al interior de los seminarios, los conventos, las sacristías y los palacios arzobispales se desarrolla una vida sexual intensa, no menos diversa que la de los laicos --de todo hay en la viña del Señor-- y acaso también un poco más perversa, entendida la perversidad como el conjunto de prácticas que causan agravios físicos y/o emocionales a uno o más de los participantes. Tal vez por la condición reprimida, secreta y pecaminosa de la sexualidad entre los religiosos, ésta suele permanecer al margen de, o contravenir, la ética sexual que ha venido construyéndose en la modernidad, y que tiene como principios rectores el carácter voluntario y aceptado de las relaciones, el respeto a los deseos y reticencias ajenos, así como la preservación de la integridad de las personas.

El abuso sexual en todas sus formas, la pederastia y la perversión de menores no sólo quebrantan esa ética, sino que configuran delitos plenamente tipificados en la ley. Sin embargo, es conocida la reticencia de las jerarquías eclesiásticas de todo el mundo a colaborar con la justicia laica cuando ésta se ve obligada a olfatear entre las sotanas en busca de culpabilidad. Esa reticencia suele convertirse en franco encubrimiento, como el que ha venido practicando el muy prominente cardenal Bernard Law en relación con el ex cura Geoghan, el cual durante 30 años metió mano impunemente a niños prepúberes en muchas de las parroquias de esa ciudad.

Hay una acentuada molestia entre los católicos de Estados Unidos por las dificultades para controlar los abusos sexuales cometidos por sus religiosos. En ese país las irregularidades y los escándalos afloran con facilidad, no sólo porque las instituciones de procuración e impartición de justicia cuentan todavía con márgenes elevados de credibilidad, sino también por los millones de dólares que se juegan en las demandas judiciales. Pero en América Latina, reducto y búnker espiritual del catolicismo, las cosas no son tan fáciles y no existe ni un asomo de estadística sobre las agresiones sexuales cometidas por los curas de esa religión.

Una conclusión que sin duda complacería al Vaticano sería que en esta región del mundo no existen tales delitos, y que si se cometen en la nación vecina, ha de ser por la influencia del protestantismo, la relajación de las costumbres y la pérdida de valores espirituales que conlleva la cultura materialista de los gringos. Eso ha de ser.