18.5.16

Brasil: ¿qué sigue?


Se ha escrito mucho sobre las causas que provocaron el declive de los gobiernos progresistas en Sudamérica, de las económicas a las polítcas y sociales, tanto de las endógenas como de las exógenas. Casi todos los textos escritos desde posiciones próximas a tales gobiernos coinciden en que, ante la constante de la ofensiva neocolonial, los proyectos del PT, en Brasil, de los Kirchner Fernandez, en Argentina, y de Hugo Chávez, en Venezuela, fueron incapaces de articular las variables de economías realmente ajenas a las lógicas tradicionales de la exportación de materias primas y de construir una institucionalidad política distina a la de las democracias parlamentarias en las que llegaron al poder. Se ha señalado, asimismo, la incapacidad de tales proyectos para articularse en forma eficiente y armónica con los movimientos sociales y las causas populares que los apoyaron en las urnas y que, por inercia, desconfianza o mera torpeza política, fueron desmovilizados posteriormente. Se ha dicho, asimismo, que a los gobernantes de este ciclo menguante les faltó audacia, imaginación, radicalismo o las tres cosas juntas para desarticular los promontorios reales del poder oligárquico –industriales, comerciales, financieros y mediáticos– y adoptar el rumbo de una ruptura anticapitalista. Tomará años analizar a fondo los factores que no funcionaron y los que funcionaron a la perfección para configurar crisis políticas como la que acabó con la presidencia de Dilma Rousseff, la que tiene en vilo al gobierno de Maduro o la que condujo a la derrota del Frente por la Victoria en Argentina. Y en lo inmediato, ¿qué sigue?

Lo primero es determinar si lo ocurrido en Argentina y Brasil, más lo que parece estar a punto de ocurrir en Venezuela, son derrotas tácticas o estratégicas para las izquierdas continentales, y todo parece indicar, por desgracia, que se trata de lo segundo. En ninguno de los gigantes sudamericanos se aprecia el grado de cohesión y resistencia social –ojalá que el cálculo sea equivocado– como para hacer inviables los gobiernos de Macri y de Temer, y ya se sabe que a las derechas oligárquicas les toma mucho menos tiempo destruir conquistas que a las izquierdas progresistas les toma décadas edificar, y que no se detienen en consideraciones de legitimidad ni de popularidad para emprender sus galopes de Atila sobre lo construido. Para los bandos reaccionarios sudamericanos debe haber sido muy didáctica la manera rápida y resuelta con que el peñato mexicano acabó con la soberanía energética y electromagnética, los derechos laborales, el derecho a la tierra y otros factores que habían sido pilares del pacto social. Es cierto que apenas culminadas sus reformas, el régimen peñista entró en una crisis sin precedentes en México y que hoy su permanencia en el poder se explica principalmente por la fuerza de la inercia institucional y por su capacidad de corromper a importantes núcleos del electorado. Pero, por lo pronto, con eso le basta para mantenerse en pie y no ha movido un dedo para recrear consensos nacionales mínimos como base para gobernar.

Si la derrota es estratégica habrá que contar con el retorno a estadios de crisis perpetua como los que caracterizaron a la primera generación de presidencias civiles neoliberales –Salinas, Menem, Fujimori, etc.– y a un desasosiego social que no necesariamente se traducirá en desafío de poder para las administraciones oligárquicas, pero sí en una creciente violencia de Estado en contra de las disidencias políticas y sociales; veremos, en el mejor de los casos, la marginación de los gobiernos progresistas que quedan –Bolivia, Ecuador y Uruguay– de las decisiones continentales, un achicamiento de instancias internacionales como el Mercosur, la Celam y el Alba, la reactivación de la OEA, la vuelta a la región de los organismos financieros en calidad de autoridades y el avance incontenible de tratados de libre comercio, sobrepuestos unos a otros, que dañarán en forma acaso irreparable las soberanías nacionales y la articulación de las economías. Más allá del continente el fin del ciclo progresista debilitará las perspectivas mundiales de construcción de un orden multipolar y a los contrapesos que ha sido posible construir a los términos globalizadores neoliberales: el grupo de los BRICS, en primer lugar.

Para abreviar en la medida de lo posible el ciclo que está por empezar o que ya ha empezado se tiene que trabajar en una nueva articulación de formas y momentos de lucha, en proyectos de gobierno más avanzados y radicales que los ensayados anteriormente y, lo más importante, en un camino para acabar con el neoliberalismo no sólo en los ámbitos internos sino también en la escena internacional. Y para ello se requiere encontrar maneras efectivas y definitorias de incidencia en la globalidad. Menuda tarea.

13.5.16

Los muertos no se callan



Lo que fuera persona está allí, por fin, reducida a condición de cosa, y su nuevo estatuto irremediable exacerba los afanes de posesión de quienes siguen vivos. Algunos piensan que ha llegado su oportunidad para la apropiación definitiva, para la exclusión de todos a los que el muerto no quiso o no pudo excluir mientras fue dueño de sus actos. Otros, aun más sórdidos, calculan cuántos hechos ocultos caben en un cadáver y procuran apropiárselo para guardar verdades incómodas bajo metro y medio de tierra. La siguiente escena es un jaloneo entre zopilotes para ver quién paga el funeral, cuál de los socios registra a su nombre la fosa a perpetuidad, qué familia ordena los responsos, quién se queda con una tibia y un omóplato, quién recupera la mandíbula, en qué capilla se deposita la urna funeraria.

Las leyes pueden brillar con claridad meridiana en lo que concierne a los derechos y la prelación de los deudos, pero ya se sabe lo fácil que es torcerlas a conveniencia, especialmente cuando se cuenta con relaciones o cuando se tiene el encargo de aplicarlas. Lo que puede ocurrir en una familia cualquiera empieza a volverse escena habitual en este país que ha alcanzado niveles industriales de asesinatos y desapariciones, sólo que la rebatinga por los muertos la encabezan las autoridades.

Es lo que ocurre, por ejemplo, en Tetelcingo, una localidad correspondiente al municipio de Cuautla, Morelos, donde la Fiscalía General del Estado estuvo enterrando sin ningún control ni formalidad decenas de cuerpos identificados o sin identificar, hasta totalizar 150. El gobierno local encabezado por Graco Ramírez Garrido Abreu no se tomó la molestia de obtener muestras de ADN para compararlas con las de las incontables familias que en esa entidad y las vecinas buscan a sus desaparecidos desde hace meses o años. No indagó lesiones, no levantó actas de defunción, no recabó autorizaciones de inhumación, no tramitó los permisos sanitarios para que aquello pudiera considerarse un cementerio. Durante mucho tiempo acumuló cuerpos humanos envueltos en plástico y los fue acomodando uno sobre otro en un hoyo sin señas. Y así, hasta que la familia de un muchacho desaparecido descubrió el horror.

Entonces llegaron al lugar otras familias que también buscan a alguien ausente a exigir que aquellos cuerpos fueran sometidos a los estudios de rigor que la fiscalía morelense –a cargo de Javier Pérez Durón, sobrino político del gobernador– no pudo o no quiso practicar. De súbito, el gobierno local empezó a comportarse como si los muertos fueran suyos y ahora pretende trasladarlos a la fosa común de un cementerio regular sin permitir más pesquisas que las de sus indolentes peritos.

Algo no muy distinto ocurre en tres localidades de Chihuahua: entre octubre de 2011 y febrero del año siguiente fueron descubiertas tres fosas clandestinas en Rancho Dolores, Cuauhtémoc; El Mortero, Cusihuiriachi, y Brecha El Porvenir, Carichí. Lo hallado allí son fragmentos de huesos calcinados o muy deteriorados. Después de años de no hacer nada, la autoridad estatal pretende proceder a la incineración de los restos. Organizaciones de parientes de desaparecidos –que abundan en ese estado y en los vecinos– han demandado la intervención del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) para que realice procedimientos de identificación, pero el gobierno de César Duarte ha puesto toda clase de trabas para ello.

Desde 2006 los gobiernos federales de Felipe Calderón y Enrique Peña han permitido un estado de violencia y descontrol que se traduce en decenas de muertes diarias y en un acumulado de decenas de miles de desaparecidos. Los virreyes y señores feudales estatales han sido omisos de toda gravedad, cuando no cómplices de las carnicerías. Las fuerzas policiales y militares de la Federación lucen armamentos y equipos cada vez más impresionantes e intimidantes y los exhiben de manera espectacular en sus coreografías por todas las ciudades del país, pero casi nunca están en el lugar de los hechos cuando es necesario, es decir, cuando alguien es levantado o ejecutado. En este país ya no se puede ni orinar sin que te supervise una cámara de vigilancia, un retén, una patrulla, un helicóptero o un batallón, pero si la criminalidad te asesina resulta que las grabaciones se borraron, que los destacamentos estaban de licencia o que las aeronaves se quedaron en tierra porque no tenían gasolina.

Esas curiosas coincidencias alcanzaron su expresión más escandalosa la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, cuando seis personas fueron perseguidas y atacadas durante horas, seis de ellas asesinadas y otras 43 desaparecidas, todo en las narices –el nombre oficial es C-4– de las policías estatal y Federal, el Ejército, la Procuraduría General de la República, el Centro de Investigación y Seguridad Nacional y no sé cuántas más instituciones de discurso solemne. Tras una quincena de catatonia, cuando ya familiares de los muchachos de Ayotzinapa y de otros desaparecidos habían descubierto que hay restos humanos enterrados a la mala en medio estado de Guerrero, esas dependencias se vieron obligadas a intervenir. De pronto, los ciudadanos que fueron a parar a tales pudrideros, porque el Estado los había dejado indefensos, recibieron una inopinada atención oficial en forma de cintas amarillas o rojas para delimitar el área y policías y militares armados hasta los dientes que resultaban grotescamente innecesarios a meses o años de cometidos los crímenes respectivos. Después de unas semanas la PGR trasladó sus aspavientos al basurero de Cocula –un sitio que según las pruebas recabadas ha sido empleado de tiempo atrás para incineraciones clandestinas sin que ninguna autoridad moviera un dedo– y en menos de nueve días ya tenía armado un guión escalofriante sobre el supuesto fin de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Como en otros sitios del país, la autoridad reclamaba los restos como de su propiedad, y en las diligencias respectivas marginó –ahora lo sabemos en forma inequívoca– al equipo del EAAF que participaba en la investigación por demanda de los familiares de los muchachos. Los videos, las declaraciones y los informes de las torturas realizadas para convertir a albañiles inocentes en pavorosos sicarios de Guerreros unidos hacen pensar que el único fragmento que ha sido positivamente identificado como perteneciente a uno de los 43 fue en realidad sembrado en el lugar por la gente de Tomás Zerón de Lucio.

Y todo, ¿para qué? ¿Por qué la obsesión de los gobernantes en expropiar cuerpos muertos o pedazos de hueso calcinado? ¿Qué caso tiene la aparatosa protección policial a lo que queda de los muertos cuando no se brindó la menor protección a los vivos?

Porque los muertos hablan. A pesar de su silencio obligado, de su extremo deterioro, de la dispersión de sus miembros y moléculas, con mayor frecuencia de lo que se piensa son capaces de contar la verdad de su muerte y de señalar a sus asesinos. Lo han dicho los restos documentadamente hallados en Cocula: “no pertenecemos a ninguno de los 43”. Lo sugiere el único fragmento de hueso identificado: “a mí me trajeron de otro lado y me sembraron aquí”. Lo ha dicho algún cadáver de los de Tetelcingo: “me torturaron y me dieron el tiro de gracia, pero nadie ha investigado”.

Y todo indica que en estos 10 años diversos poderes públicos del país no sólo han sido testigos ineptos de la matanza, sino también, en no pocos casos, participantes activos. Tal vez de allí venga ese afán de los listones amarillos, los guardias artillados y blindados, la expropiación de los muertos. Hay que callarlos cueste lo que cueste.

11.5.16

Veracruz, en juego


Veracruz puede ser una de las primeras entidades del país en las que el Movimiento de Regeneración Nacional gane la gubernatura en las elecciones próximas y uno de los puntos de fractura de esa mezcla de impunidad, corrupción, postración socioeconómica y violencia delictiva que es el régimen imperante. Varios factores se han alineado para crear una coyuntura favorable.

En primer lugar, el desgaste extremo de un feudo tradicionalmente priísta, provocado por la manera sórdida, corrupta, despótica y frívola en que los mandatarios del tricolor han desgobernado la entidad, maneras que alcanzan su clímax en los sexenios de Fidel Herrera y Javier Duarte. Son ellos los responsables, junto con Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, de que Veracruz se haya deslizado a la circunstancia de horror en que se encuentra, caracterizada por la pobreza desesperante en extensas regiones del estado, el quiebre manifiesto del estado de derecho, la inseguridad generalizada y el latrocinio sistemático en las oficinas públicas.

Veracruz es, para decirlo pronto, una de las consecuencias extremas del poder oligárquico y delictivo que padece el país. Pero las facciones oligarquicas se sintieron capaces de jugarse el control local creyendo que, ganara la que ganara, no tendrían competencia desde fuera del régimen y que, en consecuencia, podrían seguir detentando la gubernatura; pasados los comicios ya habría tiempo para remendar la red de complicidades.

Así, las franquicias partidistas del régimen postularon a dos piezas añejas y características: los primos Héctor y Miguel Ángel Yunes. Ambos se parecen como gotas de agua: han sido operadores del poder feudal y corrupto, han pasado por la Secretaría de Gobierno local, han brincado de lo local a lo federal y de lo ejecutivo a lo legislativo sin más ideología que sus ambiciones personales; uno de ellos, Miguel Ángel, abandonó el tricolor para sumarse a los gobiernos de Fox y de Calderón en sus ámbitos más siniestros: los de la seguridad pública; carga, por ello, una responsabilidad insoslayable en el desastre veracruzano. Y fue evidente, por lo demás, que la recomposición habría de centrarse en el endoso de la catástrofe al actual gobernador: ganara el Yunes que ganara, el chivo expiatorio habría de ser Javier Duarte, quien muy pronto empezó a recibir andanadas de su propio partido.

Lo que parecía destinado a quedar en un pleito menor de familia se vio bruscamente trastocado por el surgimiento de una figura nueva, desconocida y fresca: Cuitláhuac García, un universitario joven, con maestría en Ciencias y que tuvo su bautizo electoral en junio del año pasado, cuando le ganó una diputación a los candidatos del régimen. Pero la candidatura de Cuitláhuac por el Movimiento de Regeneración Nacional tiene raíces en un trabajo político de años realizado por diversas corrientes y organizaciones de izquierda y en el que han participado desde Heberto Castillo hasta Andrés Manuel López Obrador, más muchos miles de personas menos conocidas.

Mientras los dos Yunes se hacen cruces para sacudirse el pesado desprestigio de sus respectivas trayectorias, Cuitláhuac tiene como armas su credibilidad personal y la coherencia de un programa partidista de alcance nacional pero de aplicación posible y hasta urgente en la Veracruz devastada por los gobiernos prianistas. La candidatura de Morena ha ganado un momento que pocos se imaginaban, mediante el trabajo político casa por casa y con el establecimiento de alianzas con los movimientos sociales; la más destacada es el acuerdo con el Movimiento Magisterial Popular Veracruzano que compromete a los mentores a defender y promover el voto a favor del partido y al aspirante, a anular la llamada “reforma educativa” del peñato y a crear una legislación estatal de contenidos y calidad educativa.


Es de suponer, claro, que los operadores del régimen ya cayeron en la cuenta del tremendo error cometido: con arrogancia característica abrieron una grieta sin pensar que por ésta podría abrirse paso un proyecto político, social y económico capaz de ganar el ejecutivo estatal. ¿Qué les queda, a menos de un mes de la elección? Deponer sus diferencias y hacer frente común contra Morena; impulsar las candidaturas minúsculas (MC, PT y un “independiente”) con el propósito de restar sufragios al partido de López Obrador; y, desde luego, echar mano de los recursos públicos para inducir o comprar votos. Las dos coaliciones del régimen tienen mucha experiencia en eso. Para contrarrestar las trampas y las previsibles compras masivas de votos es indispensable que el próximo 5 de junio la ciudadanía veracruzana protagonice una insurrección cívica electoral y ponga fin de una buen a vez a un prianismo que en Veracruz parece eterno.

3.5.16

El funcionario insostenible



El director de la Agencia de Investigación Criminal (AIC), Tomás Zerón de Lucio, fue exhibido por el GIEI en el curso de una incursión furtiva, desaseada y sospechosa al río San Juan, en actividades para las cuales no hay otra explicación que el propósito de adulterar la escena y las pruebas de un crimen. En respuesta el funcionario mintió ante la opinión pública y fue rápida y contundentemente desenmascarado desde diversos frentes: el GIEI mismo, el Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos y el Equipo Argentino de Antropología Forense. El régimen y sus propagandistas extraoficiales ya no pueden atribuir el descrédito de su “verdad histórica” a la presunta perversidad de los opositores ni a la supuesta mala fe de los expertos internacionales. Tienen que inventar ahora –ya han empezado a hacerlo– una conjura internacional con participación al menos de la ONU, la CIDH, organismos no gubernamentales y los medios de información mundiales que hasta el año antepasado ponían sus primeras planas al servicio de los propósitos de autoexaltación de Peña Nieto.

El descrédito de Zerón tiene dos vertientes: por un lado derrumba la “verdad oficial” sobre Ayotzinapa, cuyo único asidero a la verosimilitud era el pedacito de hueso identificado como perteneciente a Alexander Mora Venancio, uno de los 43 muchachos desaparecidos el 26 de septiembre por fuerzas del Estado; según la PGR, ese fragmento óseo había sido hallado en una de las bolsas con restos extraídas del río San Juan el 29 de octubre; pero ahora se sabe que las bolsas aparecieron un día antes, el día 28, que la autoridad no registró el hallazgo y que impidió atestiguarlo a los forenses argentinos, lo que hace inevitable pensar que la prueba fue sembrada en el lugar para construir la versión de la incineración de los 43 en el basurero de Cocula.

Por otra parte, a pesar del pesado blindaje de cinismo del gobierno Zerón se encuentra en una posición insostenible porque en lo sucesivo su presencia contamina de sospecha toda acción en la que participe la AIC: a partir de la exhibición y la autoexhibición del funcionario será difícil no imaginar culpables fabricados y pruebas sembradas en la lectura de cada comunicado de la procuración federal.

La salida del régimen para salir del paso podría ser el transferir los escombros de la “verdad histórica” a la cuenta de Zerón, convertirlo en el chivo expiatorio de la perversa investigación oficial y de su derrumbe y realizar de esa manera una operación de control de daños que sirva de cortafuegos para garantizar la impunidad de mandos de mayor nivel que el aún director de la AIC.

El problema no sería sólo convencer al funcionario insostenible de desempeñar el papel de cabeza de turco –y vaya que el sistema cuenta con medios para ello– sino que tal maniobra le quitaría un hilo muy importante a la red de encubrimientos y complicidades que blinda al régimen mismo desde hace décadas. Zerón ha transitado por las tripas de la Policía Federal de Genaro García Luna con el cargo de coordinador operativo; fue echado de ese puesto en 2007, junto con otros mandos, por quedarse de brazos cruzados ante un ataque masivo de la delincuencia organizada en contra de la sede de la policía municipal de Cananea, con un saldo de 22 muertos. Previamente, el grupo de 50 agresores, a bordo de 15 vehículos, recorrió más de 400 kilómetros sin que nadie los detuviera. A pesar de ello apareció como coordinador de Control y Análisis de la procuraduría mexiquense en el gobierno de Peña y diversos medios señalan que participó en el “esclarecimiento” de la desaparición, muerte y hallazgo de la niña Paulette Gebara Farah, bajo el mando de Alfredo Castillo Cervantes, posteriormente comisionado presidencial en Michoacán y hoy jefe de la Comisión Nacional del Deporte.

En suma, Zerón conoce mucho de la sórdida operación de las instancias policiales y ministeriales del sexenio pasado, de la anterior administración mexiquense y del actual gobierno. Las decisiones de echarlo de su puesto actual y de someterlo a investigación podrían iniciar una reacción en cadena de venganzas en forma de filtraciones al interior del equipo peñista. O no: podría ocurrir también que el régimen lograra imponer la omertá y sacrificar a una de sus piezas en el afán de calmar la indignación internacional causada por el crimen de Iguala, por el empecinamiento gubernamental en no esclarecerlo y por el manantial de suciedad que ha quedado al descubierto. Y no puede descartarse que el peñato pretenda atrincherarse, acentuar su cerrazón e intentar una huída hacia adelante, así sea atropellando al país más de lo que ya lo ha hecho.

A ver.