16.12.03

El prisionero


Los invasores fueron a hurgar en un hoyo en los alrededores de Tikrit y de ahí sacaron una deteriorada y deprimente mezcla de pepenador y Santaclós para presentarla, con ademán de triunfo, a sus respectivas sociedades, hartas de victorias sin sentido. Si la invasión a Irak es una manera de propiciar el despegue económico, particularmente el de las corporaciones petroleras, atrapar a un miembro de la familia Hussein es un subsidio de gasolina pura para las cadenas mediáticas y un aliciente para uno que otro familiar despistado de los soldados estadunidenses desplegados en aquel país remoto. Los gobernantes gringos e ingleses pueden cerrar el año e irse a vacacionar con la idea de que por fin empieza a verse la luz en el túnel iraquí.

En efecto, la captura de Saddam Hussein generará un pico reconfortante en las gráficas de popularidad de Bush y Blair, pico que tal vez alcance a convertirse en una meseta de unas cuantas semanas. Pero los soldados de la coalición invasora van a seguir regresando a sus países en bolsas negras y arruinarán los árboles de Navidad que tan primorosamente habrán decorado sus parientes esperanzados. La resistencia iraquí no es mayoritariamente cristiana, le importa un comino la inminente celebración religiosa de los ocupantes y además el desastre final de Saddam es un asunto estrictamente personal que en nada afecta la moral y la decisión de los verdaderos combatientes por la libertad de Irak.

El Pentágono ofrecía varios millones de dólares por la cabeza del dictador derrocado, pero en enero o febrero el despojo obtenido en un pozo de Tikrit no valdrá ni un centavo. El mundo terminará por enterarse de que Saddam no tiene la menor idea sobre el desarrollo de la resistencia contra los invasores y que nunca poseyó más armas de destrucción masiva que las que le facilitaron estadunidenses e ingleses para que gaseara a los iraníes y a los kurdos. Los patriotas de Irak, por su parte, seguramente tienen claro que el viejo tirano capturado tiene un pasado negro y ninguna clase de futuro, salvo, tal vez, servir de modelo académico sobre los procedimientos para realizar un juicio correcto por crímenes de guerra.

Saddam demostró que pertenece a la estirpe de los tiranos menores, como Manuel Antonio Noriega, que alardean mientras están en el poder y que se rinden y se entregan sin pensar en la memoria de los que han enviado inútilmente al matadero. No le sirve a nadie como símbolo de derrota o de victoria. Es, a lo sumo, un espécimen ejemplar de los gerifaltes regionales fabricados por el gobierno estadunidense para servir a sus intereses estratégicos.

9.12.03

Dar la cara


Uno de los efectos colaterales más perniciosos de estos tiempos violentos que vivimos es que crean condiciones propicias para la grandilocuencia: no sólo hay que convivir con la muerte, la represión, las explosiones físicas (provocadas por mártires de la dinamita, humildes asesinos peatonales, pero también por sofisticados criminales de Estado que recurren al helicóptero y al misil inteligente) y sociales, con su humo espeso de incertidumbre, sino que además hay que aderezar la vivencia con frases contundentes, procedentes de todos los bandos, sobre el destino, la libertad, el futuro y demás tonterías. Para hacerse ver y escuchar en este mundo hay que bañar en sangre un país, derribar un gobierno, robarse muchos millones de dólares de algún erario o, por lo menos, causarle un estallamiento de vísceras al representante más próximo del enemigo histórico.

En este entorno de odas sin sustancia y de epopeyas sin literatura, los actos pequeños y simples de resistencia ante la idiotez cobran un valor especial. Es el caso de Shirin Ebadi, la abogada iraní galardonada con el Premio Nobel de la Paz este año, quien mañana asistirá a la ceremonia de entrega del galardón, en Oslo, sin el velo que los machos del Islam prescriben a las mujeres.

La lógica comercial que impera en el mundo impulsa a la conversión de cualquier ente físico o moral en un producto. Los luchadores sociales y políticos de Occidente han ido sucumbiendo a la mercadotecnia y en número creciente se presentan al público en envases atractivos y sugerentes. Ebadi no es una mujer fotogénica ni demasiado elocuente ni particularmente simpática, y en sus comparecencias televisivas se respira el tedio de las convicciones profundas y sosegadas. La dedicación a la defensa de los derechos humanos, de la equidad de género y de la solución pacífica de los conflictos no da lugar a momentos estelares, a situaciones climáticas y a veces ni siquiera a finales felices. La abogada iraní pareció recibir la noticia del Nobel con una satisfacción meramente pragmática: la recepción del premio simplemente la colocaría en mejores condiciones para proseguir su desgastante lucha de décadas.

La asistencia de Ebadi a Oslo con la cara desprovista del hiyab, ese trapo inmundo que los ayatolas se empecinan en poner sobre la cara de las mujeres para sentirse, ellos, menos inseguros, no es una decisión exenta de riesgos. Hace 12 días la abogada fue agredida en la Universidad de Teherán por un grupo de cegehacheros musulmanes --los equivalentes de la intolerancia-- que le impidieron pronunciar una conferencia y reclamaron que la nueva Premio Nobel sea condenada a muerte. La mujer es considerada, por los entusiastas de la sharia --entre quienes se cuenta el líder supremo de la Revolución Islámica, Ali Jamenei--, empleada de Occidente y traidora a la patria. La hostilidad de los ayatolas hacia Ebadi se ha traducido, de hecho, en cosas más graves que el griterío de unos estudiantes tripulados. En 1979, Año I de la República Islámica, la abogada se vio obligada a renunciar a su plaza de juez --la primera juez de Irán y presidenta, entre 1975 y 1979, de la Audiencia de Teherán--, y de entonces a la fecha ha sido encarcelada varias veces y ha pasado largos periodos en régimen de libertad condicional.

Comparado con la obra de Shirin Ebadi en materia de justicia y derechos humanos, su gesto de ir a recibir el Premio Nobel con la cara descubierta puede parecer insignificante. Pero mañana, cuando sea galardonada, su rostro sin velo será una ventana por la cual habrán de asomarse miles de mujeres, niñas y ancianas iraníes, afganas, saudiárabes y kuwaitíes, entre otras, que a estas alturas, y muchas cruzadas sangrientas después, todavía no pueden ver el mundo sin velos de por medio.

2.12.03

Patear al muerto


En los tiempos que corren hay que ser un poco descarado para aceptar la titularidad del Ministerio de Defensa de un país occidental sin antes exigir que el despacho cambie de nombre y se denomine Ministerio de Ataque. Es el caso de España, cuyos soldados han sido enviados a participar en la agresión contra un pueblo más bien remoto que nunca había causado daño a español alguno. El gobierno de José María Aznar, fascista dentro de España y fascista en el extranjero, no sólo ha convalidado el asesinato de decenas de miles de iraquíes por las fuerzas angloestadunidenses que invadieron ese país, sino que envió tropas propias a ayudar en el avasallamiento colonial para ver qué migajas contractuales recogen: con suerte, en unos años será posible ver los logos de Repsol o de BBVA asociados a los consorcios gringos e ingleses a los que se adjudique el petróleo, el gas, el agua y el efectivo robados a los iraquíes.

En el marco de ese operativo, las autoridades de Madrid han colocado en el territorio de la nación árabe un número no divulgado de espías del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) para que trabajen bajo las órdenes de los ocupantes estadunidenses. No es difícil imaginar las tareas de esos agentes en un país en plena guerra --como es Irak, por más que George Walker Bush desayune, coma y cene pavo con papas en Bagdad--: recabar información sobre las redes de la resistencia nacional, infiltrarlas e identificar a sus combatientes para que los militares invasores puedan asesinarlos o capturarlos. El sábado pasado siete de esos espías españoles murieron cuando el convoy en el que viajaban fue atacado por fuerzas iraquíes cerca de Swaira, al sur de Bagdad. El reportero de Sky News, David Bowden, quien pasó poco después por el lugar, contó que un niño de ocho o nueve años pateaba el cadáver de uno de los agentes españoles.

Hay que reconocer que la agresión a un despojo fúnebre denota una grave falta de contención y de civilidad, pero también una cólera exacerbada por muchos agravios. Héctor mató en combate a Patroclo, el gran amor de Aquiles. Poco más tarde éste hizo pasar la punta de una lanza por el cogote del culpable de su desgracia, ató las muñecas de su cuerpo inerte a las colas de sus caballos y arrastró el cadáver de Héctor frente a las murallas de Troya, ante los ojos desesperados de sus padres, Príamo y Hécuba.

Unos milenios después, y no demasiado lejos de la ubicación arqueológica de Troya --en el pueblo turco de Truva--, los modales no han cambiado mucho. El pequeño y furibundo transgresor de Swaira no es, por cierto, el único en Irak que se solaza haciendo maldades a los cuerpos inertes de adversarios. A fines de la semana antepasada, cerca de Mosul, tres soldados gringos que quedaron atrapados en un embotellamiento, fueron muertos a tiros, y sus cadáveres apuñalados, degollados y machacados con ladrillos. Sí. Y antes de eso, a mediados de julio, los ocupantes se divirtieron durante varios días con los cuerpos descuartizados de Uday y Qusay Hussein. Tras su asesinato, los hijos del depuesto dictador fueron afeitados, ensamblados como rompecabezas, pintados de color rosa solferino, estirados de la boca para que salieran sonrientes en la foto y expuestos al escarnio mediático universal en una carpa refrigerada, especialmente dispuesta para el espectáculo, en el aeropuerto de Bagdad. El responsable de esa profanación de mal gusto no fue, por cierto, un niño de primaria, sino el presidente del país más poderoso del mundo.

Pero el bombardeo y el allanamiento de un país independiente expresa una falta de modales mucho más grave y condenable que las canalladas que puedan hacerse mutuamente los invasores y los invadidos en el terreno fácil de los cadáveres de sus enemigos. Ahora el ministro de “Defensa” de España, un buenazo llamado Federico Trillo, viene con voz muy enojada a decirle al mundo que los siete cadáveres profanados en Swaira corresponden a otros tantos ciudadanos españoles “que trabajaban por la paz y la seguridad en Irak”. Flaco favor les hace a sus espías este funcionario. Creo que a ningún agente de seguridad le gustaría que disfrazaran su cadáver y que, por razones propagandísticas de Estado, le pusieran, a guisa de sudario, un hábito de monja.