19.9.00

Jerusalén


Al igual que otros mamíferos superiores, los seres humanos parecen ser una especie afecta a la delimitación territorial y a los fetichismos geográficos. Para respetar y desarrollar ese rasgo, probablemente genético, hay que estar inventando Estados nacionales constituidos, leyes territoriales, reglamentos inmobiliarios y códigos de conducta que determinan los límites entre los espacios privados y los comunes, entre los que pertenecen a un grupo o a varios y los que no son propiedad de nadie. En esta última categoría ya sólo quedan las aguas internacionales, la Antártida --aunque muchos países estén como buitres sobre ella-- y la Luna.

Pocos sitios de este planeta han estado exentos de suscitar desacuerdos y riñas entre tribus, países o bloques regionales. El control de algunos, como el Mar Egeo y Jerusalén, ha sido fruto de discordias milenarias que siguen vivas hasta la fecha. En el caso de la ciudad levantina, los cruzados arruinaron Europa en un empeño más bien necio por arrebatársela a los musulmanes. La cristiandad logró hacer realidad su capricho tras el colapso del imperio otomano, pero fue por poco tiempo. La conformación del Estado judío en la Palestina histórica y el fin del protectorado británico dejó a Jerusalén dividido en dos hemisferios --Jerusalén y Al Qods-- controlados, respectivamente, por Israel y Jordania. En 1967, en la Guerra de los Seis Días, las tropas israelíes se apoderaron de la parte oriental, echaron de ahí a miles de habitantes palestinos --cristianos o musulmanes-- y la urbe fue proclamada capital “eterna e indivisible” del Estado hebreo.

Ciertamente, las piedras sagradas de Jerusalén-Al Qods son difícilmente divisibles: el Muro de las Lamentaciones de los judíos está literalmente pegado a la Mezquita de la Piedra de los islámicos, y estas edificaciones, a su vez, a la Basílica del Santo Sepulcro compartida por todos los sabores del cristianismo.

El estatuto final de Jerusalén ha sido un obstáculo central en la pacificación de Medio Oriente. Los palestinos no están dispuestos a renunciar a su derecho de establecer, en la parte oriental de la ciudad, la capital de su Estado. Israel se niega a compartirla. Los cristianos de varias denominaciones insisten en participar de alguna forma en el gobierno de la ciudad y, en ese afán, el papa Juan Pablo II volvió a pedir hace unos días que ese gran supermercado espiritual que es el casco antiguo jerosolimitano sea puesto bajo control internacional.

Visto con un poco de distancia, el diferendo resulta un tanto pueril, porque su esencia puede reducirse a unas cuantas atribuciones municipales, como la organización de la circulación vehicular, de la recolección de basura, de la administración de los templos y el establecimiento de las rutas de tránsito para los peregrinos, penitentes y fieles de las tres religiones y sus respectivas sectas. En esa lógica, bastaría con pedir a un gobierno absolutamente neutral en la pugna entre Moisés, Jesús y Mahoma --como el de Mongolia o el de Tailandia-- que se hiciera cargo del paquete a cambio de una retribución por sus servicios.

Habría que pedir a israelíes y palestinos, en suma, que fueran capaces, por un momento, de actuar con una lógica de separación Iglesia-Estado, que desdramatizaran un poquito y que dejaran esa actitud “sobre mi cadáver”, a fin de permitir un arreglo razonable para la ciudad trisanta. A estas alturas del desarrollo plural y de la diversidad humana el conflicto jerosolimitano parece un berrinche de niños por la posesión de su juguete espiritual.

12.9.00

La bestia


Admiro sin reservas las formulaciones de Horst Kurnitsky que describen al mercado como un sistema de compensación de afectos y como una decisiva conquista civilizatoria, y que cito de memoria del libro Vertiginosa inmovilidad, editado el año pasado por Editorial Colibrí. Pero, por más esfuerzos que hago, no logro encajar en esas descripciones el comportamiento actual del mercado petrolero, que se comporta como una bestia estúpida y peligrosa que no sólo no le compensa a nadie nada sino que sus movimientos, sean en la dirección que sean, producen efectos más devastadores que Godzilla. Cuando las cotizaciones del crudo se van a pique ello se traduce en hambre para millones de ciudadanos de los países productores. En cambio, cuando se elevan por encima de cierto nivel, como ahora, generan una dolorosa caída en el nivel de vida de las naciones consumidoras, no todas ellas, por cierto, ricas y prósperas.

Hasta hace unos años la irracionalidad petrolera correspondía a la de una guerra: productores y consumidores se disputaban el control de los precios; los primeros los querían altos y decretaban boicots o recortes drásticos de la producción, mientras que los segundos pugnaban por hacerlos bajar y para ello buscaban fuentes y tecnologías energéticas alternativas, impulsaban la prospección y la extracción y establecían reservas estratégicas. La confrontación estaba condenada a dar vueltas sobre sí misma porque los vencedores de la coyuntura habrían de ser los derrotados al siguiente ciclo: en la medida en que las cotizaciones se fueran al suelo, la producción se desalentaría, se larvaría la escasez y ello encarecería, a la larga, el petróleo futuro; si, por el contrario, los precios aumentaban desmesuradamente, se aceleraría la investigación y la explotación de fuentes de energía distintas a los hidrocarburos fósiles, se establecerían mecanismos de ahorro energético y unos años después, con una demanda contraída, los productores no tendrían más remedio que comerse su petróleo o rematarlo casi a costo de producción, y vuelta a empezar.

Lo paradójico del momento actual es que la guerra productores-consumidores ha sido, en buena medida, superada, que unos y otros han caído en la cuenta que unos precios estables serían lo mejor para todo mundo, que tratan de imponerles un mínimo equilibrio y que no lo consiguen. Pese a los mecanismos de compensación --cotizaciones a futuro, reservas estratégicas, aumentos en las cuotas de la OPEP-- el mercado petrolero sigue comportándose como un animal imbécil y descontrolado, incapaz de detener o amortiguar su cabalgata hacia ninguna parte.

Un simple automovilista de un país productor no tiene manera de entender nada. Si no se logra detener la carrera ascendente de los precios, cada escala en la gasolinera le resultará más onerosa, sin contar que, más temprano que tarde, se provocará una recesión en las naciones industrializadas y él resolverá su problema porque se habrá quedado sin vehículo. Si se exagera en la reducción de las cotizaciones, su propio país entrará en dificultades y los precios locales se incrementarán, y él, de todos modos, se quedará sin auto.

Creo comprender los beneficios del mercado como un desarrollo histórico invaluable, resultado y génesis de procesos civilizatorios. Pero, al mismo tiempo, cuando leo sobre las tribulaciones que provoca en estos días el comportamiento errático de los intercambios de crudo, me pregunto si no habría manera de domesticar un poco al animal --sagrado, para algunos-- y moderar las adoraciones fanáticas a la libertad irrestricta de despedazar las economías.

5.9.00

El beato Mastai Ferretti


Giovanni Maria Mastai Ferretti nació en 1792, se sentó en la silla gestatoria con el nombre de Pío IX en 1846, 34 años más tarde se fue al Infierno de los soberbios y fue beatificado este último fin de semana por Juan Pablo II, su sucesor lejano y semejante.

Hasta antes del proceso, Pío IX ocupaba en la historia de los papas un sitial discreto: casi nadie en el Vaticano quería recordar que en su pontificado, el más largo de la historia, Mastai Ferretti enemistó a Roma con la modernidad decimonónica; practicó el antisemitismo como política regular; impuso el dogma de la infalibilidad ųla suya propia, se entiendeų; defendió con ferocidad sus menguantes poderes temporales; fue pionero, décadas antes de la Revolución Rusa, del anticomunismo vulgar ųese que descubre vínculos secretos e inconfesables entre los comunistas y la escasez de agua potable o la proliferación de minifaldasų; antepuso, al desarrollo social, científico y tecnológico, dogmas del medioevo; denostó todos los cultos no católicos, cristianos o no, y le causó, con todo ello, un tremendo daño a su propia Iglesia. Habrían de pasar dos décadas desde la muerte de Pío IX para que el Vaticano pudiera empezar, con la encíclica De Rerum Novarum, de León XIII, a ponerse al corriente en las transformaciones mundiales. Pero las inercias de semejante empujón al pasado no fueron superadas de manera sustancial sino hasta el Concilio Vaticano II y, de alguna manera, perduran hoy en día.

Parece ser que Mastai Ferretti llegó al trono pontificio con una mentalidad moderna (es decir, decimonónica), pero que se asustó con las convulsiones políticas de Europa y con la unificación de Italia, la cual se tradujo en la reducción del poder papal al terreno de lo simbólico. Su reacción fue denunciar la separación de la Iglesia y el Estado como un invento de Satanás, arremeter contra la libertad de conciencia y religión, abominar la educación laica, demonizar las ideas democráticas, concentrar a los judíos de Roma en un gueto e incluso arrebatar uno que otro niño judío a sus padres para educarlo en la fe católica. Este último hecho es conocido por todos los historiadores, excepto por monseñor Carlo Liberati, de la Congregación para las Causas de los Santos, quien asegura que Pío IX fue un protector amantísimo de la judería romana.

En momentos en que Europa larvaba las instituciones seculares en las que habrían de convivir religiones, idiomas y visiones del mundo diferentes, así como los regímenes de democracia representativa que, para bien y para mal, la caracterizan, el tal Mastai Ferretti fue una verdadera calamidad para los católicos y para las sociedades en general. Pero también al interior de la Iglesia católica dejó una impronta de intolerancia, totalitarismo y arbitrariedad que ha sido señalada por teólogos como Hans Küng, Edward Schillbeeckx y Jon Sobrino, quienes se opusieron a la beatificación señalando que el beneficiario “impidió a los teólogos un honrado descubrimiento de la verdad, imponiéndoles juramentos”, despreció los métodos colegiados, estableció en el Vaticano un sistema absolutista “cuya influencia autoritaria habrían de padecer durante mucho tiempo innumerables católicos”.

La beatificación de Pío IX por Juan Pablo II sugiere, por lo demás, una identificación de Wojtyla con Mastai Ferretti en materia de actitudes ante la modernidad. El afán obsesivo ųy estérilų del decimonónico por preservar el imperio terrenal de la Iglesia católica recuerda el empeño, igualmente febril ųe igualmente infructuosoų del actual pontificado por uncir las conciencias y los comportamientos personales a dogmas medioevales. Al beatificar a su antecesor remoto, pero semejante, el actual pontífice se mira en el espejo, y se solaza en ello.