30.9.97

El factor ruso


El Imperio del Mal no ha muerto. Sólo cambió de giro. De Moscú y sus alrededores han vuelto a fluir hacia este hemisferio toda suerte de apoyos bélicos para grupos armados que, a diferencia de los de antaño, no pretenden destruir a Estados Unidos sino drogarlo, y ya no con el utópico propósito de hacer la revolución, sino con el objetivo mundano de hacer dinero. Es curiosa la forma en que regresan, transfiguradas, las viejas obsesiones estadunidenses de seguridad nacional.

Probablemente el reportaje publicado ayer por The Washington Post tenga un importante sustrato de verdad. En síntesis, el rotativo afirma que las mafias rusas han venido estableciendo alianzas con los narcotraficantes colombianos, de los cuales obtienen la cocaína que comercializan en Europa y a los cuales pagan en especie con armamento sofisticado. Según el Post, los servicios de inteligencia de Washington descubrieron recientemente que entre unos y otros había negociaciones para dotar a los latinoamericanos de misiles tierra-aire, helicópteros e incluso un submarino. Indica, asimismo, que las mafias eslavas están abriendo bancos y empresas fachada por todo el Caribe con el propósito de lavar dinero. Barry McCaffrey, el coordinador de las acciones antidroga del gobierno estadunidense, consideró que las organizaciones delictivas rusas establecidas en territorio norteamericano son de las más peligrosas, en tanto que otros funcionarios no especificados opinan que las alianzas entre las bandas rusas y las colombianas son el mayor desafío, en materia de narcotráfico, en el hemisferio.

Puede ser, incluso, que las escenas de aviones Mig que eluden, con su vuelo rasante, los radares estadunidenses, e incursionan repletos de cocaína en la patria de Lincoln, escenas que hace un par de años un amigo y yo pretendíamos colocar en una novela jamás escrita, se vuelvan realidad uno de estos días. Al fin y al cabo, cualquier coleccionista millonario puede adquirir uno o varios de esos aparatos en las ventas de temporada que tienen lugar en Europa oriental, en la propia Rusia y en varias naciones de Asia central.

Con todo y lo que pueda tener de verdad, sin embargo, el reportaje del Post elude un problema fundamental: las actividades criminales son, hoy en día, una parte indispensable de la construcción de la nueva economía rusa en la que está empeñado el régimen de Boris Yeltsin y que, para los gobiernos occidentales, constituye una operación esencial de cara a la estabilidad y la seguridad internacionales. No es que los gobernantes del Kremlin sean abiertamente narcos o proxenetas, pero es claro que carecen de la capacidad y de las motivaciones necesarias para erradicar las mafias que hoy dominan una buena parte de la economía y de los estamentos de poder. En su momento Washington hizo lo propio. Creó, mediante la Ley Seca, el caldo de cultivo propicio para unas organizaciones criminales que contribuyeron en forma significativa en el proceso de acumulación de capitales y que prestaron importantes servicios a la Patria en la Segunda Guerra Mundial, ayudando a preparar la invasión a Italia.

Si la mancuerna criminal rusos-latinoamericanos existe, y todo parece indicar que sí, Estados Unidos se las va a ver negras, porque no es lo mismo, en materia de combate a la delincuencia, imponerles condiciones a los presidentes de Bolivia o Perú que al gobierno de Rusia.

Por último, habría que hacer votos por que los cárteles latinoamericanos tengan, mientras existan, la determinación necesaria para negociar en pie de igualdad con sus homólogos de otras latitudes y que no vayan a presentarse, en el mundo del hampa, los procesos de subordinación que con lamentable frecuencia ocurren en los ámbitos gubernamentales. Si no tienen otro remedio, pues, que sean narcos, pero por lo menos narcos soberanos.

23.9.97

Armas para nada


Los sofisticados radares construidos y emplazados por la Unión Soviética en media Europa y dos tercios de Asia, por ejemplo, se quedaron esperando un desafío que nunca llegó: el de los aviones estadunidenses indetectables, que ahora vuelan sin ton ni son, y sin otro propósito visible que el de estrellarse por fallas humanas, como lo reportan noticias recientes. Por supuesto, uno no deja de alegrarse de que la función de fin del mundo que nos ofrecían Moscú y Washington haya sido cancelada en virtud del fallecimiento de uno de los actores principales. Pero ahora queda sobre el escenario una utilería tecnológica que nadie encuentra cómo desmontar.

Que algunos militares rusos andan vendiendo como fierro viejo submarinos nucleares, carros de combate, misiles antiaéreos y quizá también cabezas atómicas, es noticia antigua. Tal vez las antenas que los bombarderos Stealth dejaron plantadas en su horrorosa cita histórica sean rematadas, antes de que acaben de oxidarse, a algún empresario de telecomunicaciones o a una de esas corporaciones que ofrecen espectáculos de strip tease vía satélite. En el antiguo corazón del bloque socialista la miseria presupuestal, la corrupción, el derrumbe institucional y operativo de las Fuerzas Armadas y las ventas de garage en el mercado negro se encargaron de resolver el problema, por más que las soluciones puestas en práctica generen riesgos que escandalizan a los ecologistas y a los expertos en seguridad.

En Occidente, en cambio, parecían estar dadas las condiciones de estabilidad y abundancia que habrían debido permitir un desmantelamiento suave y programado de los aparatos técnico-militares de destrucción a gran escala y tecnología de punta. Pero, paradójicamente, se ha avanzado mucho menos, en este sentido, que en el antiguo bloque oriental. Es cierto que los presupuestos estadunidenses de defensa de los años noventa son mucho menores que las obscenas cifras que se destinaban a ese fin en los tiempos de la delirante Guerra de las Galaxias que preconizaba Reagan; todos los países de Europa occidental han reducido, en diversas proporciones, sus respectivas fuerzas armadas, y se ha producido, en términos generales, un reajuste a la baja de los recursos destinados a la investigación, la producción y el mantenimiento de juguetes altamente mortíferos.

El problema, sin embargo, sigue en pie: existen vastísimas estructuras militares (la US Air Force, la Force de Frape francesa, la Royal Navy) que no le sirven a nadie de maldita la cosa y que, sin embargo, deben ser mantenidas; existe una industra que no puede desaparecer así porque sí, ni ser reconvertida en el corto plazo, que produce mercancías tan inútiles, en el actual contexto del mundo, como lo sería un teléfono celular en el siglo XIV. Al desarrollo de nuestros actuales anacronismos debemos, en buena medida, espectaculares avances tecnológicos que han podido ser trasplantados a la industria civil: entre otros muchos, la miniaturización, las redes de cómputo, los rayos láser e infrarrojos, el ultrasonido y las microondas. Eso ya es ganancia. Pero las fragatas lanzamisiles, los tanques de visión nocturna y proyectiles de uranio, las bombas atómicas de precisión y los pájaros supersónicos diseñados para matar a los igualmente temibles MiG, tuvieron su última oportunidad dorada en la Guerra del Golfo. Hoy, si se considera que resultan inadecuados para enfrentar los retos finiseculares a la seguridad nacional de los países que los poseen --parar el tráfico de cocaína, disuadir a los migrantes, combatir la contaminación o despanzurrar a algún terrorista despistado-- queda apenas la esperanza de que alguien obtenga la autorización para convertirlos en llaveros y venderlos como recuerdo de la guerra fría.

Mientras tanto, persiste el peligro de que todo este aparato se vuelque en busca de nuevos mercados --como ocurre ahora con las tentativas estadunidenses y europeas de ''reactivar'' las compras latinoamericanas de armamento de vanguardia-- o que, como está ocurriendo, que siga consumiendo presupuestos astronómicos y, en el caso de los aviones gringos de guerra, que lastimen por accidente a alguna persona.

9.9.97

Teresa como ideóloga


Ahora se vive la fiebre de adoración por dos corazones, postulados por los medios como los más grandes y nobles de la especie humana. Uno dio cobijo a niños africanos mutilados por las minas, a un príncipe de Inglaterra y a un pirruro egipcio; otro albergó marcapasos, agonizantes y leprosos. Los dos, lamentablemente, suspendieron sus funciones con unos pocos días de diferencia.

Tal vez haya sido una mera casualidad, pero el encumbramiento ante la opinión pública de Teresa de Calcuta a alturas comparables con las de Gorbachov, Madonna y Lady Di, coincidió con una arrasadora moda económica que requería de teóricos y prácticos del asistencialismo. Con el adelgazamiento del Estado, el recorte de los programas sociales, las privatizaciones, los tratos privilegiados al capital financiero, el énfasis en la competitividad y la productividad y la apertura indiscriminada de los mercados, la Revolución Conservadora y sus recetas adjuntas generaron pobreza y agudizaron la de los pobres ya existentes. Y como el modelo satanizaba todos los mecanismos públicos de subsidio y redistribución del ingreso, la caridad privada y las ONG, ya fueran reductos de izquierdistas puestos al día o brazos administrativos de órdenes religiosas, quedaron como las únicas maneras políticamente correctas de atender a los millones de damnificados por el venturoso ciclón de las modernizaciones económicas, maneras que muy pronto se vieron recompensadas por exenciones fiscales para las obras pías y por limosnas deducibles de impuestos.

Es significativo que el papa Wojtyla, gran promotor de la monja yugoslava, haya hecho en su momento rondas de aliado estratégico con Ronald Reagan y haya perseguido, al interior de su Iglesia, toda propuesta que se orientara a resolver la pobreza: administrarla está muy bien, pero erradicarla suena a teología de la liberación.

La caridad cristiana es, por supuesto, un precepto mucho más viejo que la banda de Milton Friedman, y no afirmo ni sugiero complicidades activas de Teresa de Calcuta con el neoliberalismo: me limito a señalar coincidencias y mutuos beneficios.

Alguna colaboradora arrepentida de la monja Nobel afirmó que ésta se encontraba en su elemento en la miseria ajena, y que había desarrollado tal familiaridad con el sufrimiento de los demás que vivía el alivio con frustración y enojo, y que no era capaz de desplegar su piedad sino con moribundos confirmados. Ve tú a saber. A la distancia es claro que la señora, en vez de preguntarse por el imperativo ético de erradicar la pobreza, decidió asumirla como parte inherente a la condición humana.

Uno no puede desconocer, en este punto, que las utopías seculares que pretendieron eliminar por decreto las desigualdades acabaron por convertirse en sociedades profundamente desiguales, la URSS, China, Cuba, tiránicas y, para colmo, inviables, cuando no en genocidios al estilo Kampuchea. Pero, independientemente de que Teresa se la hubiese formulado en su fuero interno, ¿es suficiente esta constatación para concluir que la pobreza y la miseria son irremediables, consustanciales a los órdenes natural y divino, y que más vale resignarse y consagrar una vida --o muchas-- a la piadosa tarea de quitarles los piojos a los agonizantes?

Con o sin derrumbes socialistas, el mundo ha vivido, en las décadas recién pasada y presente, un reacomodo en lo que se refiere al combate a la pobreza. Uno de los triunfos duraderos de la Revolución Conservadora ha sido eliminar o debilitar significativamente la idea de que acabar con la pobreza es una obligación de las sociedades y los Estados.

A cambio, se ha colocado la reducción de las desigualdades en el ámbito de los deberes privados, de preceptos morales, de votos y consagraciones personales. En forma paralela ha proliferado la industria del lavado de conciencias, contexto en el cual proliferan las empresas, las organizaciones las instituciones, las órdenes y las cofradías que comparten la misión global de consolar a los jodidos con oraciones, patas de pollo y máquinas de coser, a cambio de que acepten que su condición no es una contigencia, sino una fatalidad. Y me temo que Teresa de Calcuta, acaso sin saberlo, contribuyó en gran medida a la legitimación y divulgación de esta monstruosidad.

2.9.97

El fin de las princesas


Era el juego de la seducción, pero llevado al terreno de masas. Mientras más se escondía más cotizadas eran las fotos de besos furtivos o de pechos al aire en una playa supuestamente privada. Dosificar la intimidad equivalía a incrementar su precio; denegarla del todo a las cámaras implicaba desaparecer de la escena; dejar de preocuparse por el asunto y dejarse fotografiar por quien quisiera hacerlo habría llevado al hartazgo rápido y a la pérdida de interés por parte del público, ese público de la Europa futura tan difícil de satisfacer y ante el cual hay que estar haciendo delicados equilibrios: menos fotos con niños tullidos, por favor, y un poco más de escenas que permitan imaginar cama y jadeos, ¡ah!, y bien por esos diamantes de medio millón cuyo brillo estuvo a punto de sobresaturar la toma.

En esas peticiones implícitas del mercado se fundamenta en nuestros días la función social de las princesas y de los príncipes, familias reales, cortesanas y cortesanos y antorchas vivientes de la industria del espectáculo que se consumen un poquitín más rápido de lo que habrían querido. El tiempo ha ido trastocando lentamente el sitio de la realeza hasta depositarla en el banquillo de los bufones y comediantes. Los palacios y castillos con toda su nómina, que tan cara les sale a los contribuyentes ingleses --o suecos, o daneses, o españoles--, no tienen hoy más propósito que el de divertir al pueblo: en la evolución de los géneros, los cuentos de hadas se han convertido en telenovelas y reality shows para los cuales es necesario fabricar personajes. El Respetable necesita depositarios reales para sus sueños y sus pesadillas, para su lascivia y su nostalgia, para sus valores morales y hasta para demostrar la validez de sus moralejas.

Diana Spencer no entendía tales reglas --o jugaba a no entenderlas-- y ese papel le valió dividendos formidables, hasta el punto de convertirse en la niña mimada de la opinión pública de su país. Parecía estar realmente empeñada en defender su privacía y ese empeño multiplicaba el valor de cada gráfica lograda a su pesar. Construía las revelaciones de alcoba real con precisión y lograba ponerlas en el centro del interés social, para luego exigir que la dejaran disfrutar en paz sus noches de diez mil dólares con el yuppie en turno.

Ahora, sobre los hierros humeantes de un Mercedes Benz que se depreció en forma brusca, los cazadores de privacidades fueron más allá de lo permitido y abrieron sus obturadores para capturar la agonía de la diva. Después de especular cuidadosamente con su vida íntima, Lady Di le regaló al pueblo el más privado de sus momentos: el de su muerte. Profundamente conmovidos, y agradecidos, los ingleses decidieron que ya era tiempo de que Diana Spencer descansara en paz, y con una indignación moral harto comprensible, optaron por cerrar los ojos ante las fotos de su princesa despedazada.