9.9.97

Teresa como ideóloga


Ahora se vive la fiebre de adoración por dos corazones, postulados por los medios como los más grandes y nobles de la especie humana. Uno dio cobijo a niños africanos mutilados por las minas, a un príncipe de Inglaterra y a un pirruro egipcio; otro albergó marcapasos, agonizantes y leprosos. Los dos, lamentablemente, suspendieron sus funciones con unos pocos días de diferencia.

Tal vez haya sido una mera casualidad, pero el encumbramiento ante la opinión pública de Teresa de Calcuta a alturas comparables con las de Gorbachov, Madonna y Lady Di, coincidió con una arrasadora moda económica que requería de teóricos y prácticos del asistencialismo. Con el adelgazamiento del Estado, el recorte de los programas sociales, las privatizaciones, los tratos privilegiados al capital financiero, el énfasis en la competitividad y la productividad y la apertura indiscriminada de los mercados, la Revolución Conservadora y sus recetas adjuntas generaron pobreza y agudizaron la de los pobres ya existentes. Y como el modelo satanizaba todos los mecanismos públicos de subsidio y redistribución del ingreso, la caridad privada y las ONG, ya fueran reductos de izquierdistas puestos al día o brazos administrativos de órdenes religiosas, quedaron como las únicas maneras políticamente correctas de atender a los millones de damnificados por el venturoso ciclón de las modernizaciones económicas, maneras que muy pronto se vieron recompensadas por exenciones fiscales para las obras pías y por limosnas deducibles de impuestos.

Es significativo que el papa Wojtyla, gran promotor de la monja yugoslava, haya hecho en su momento rondas de aliado estratégico con Ronald Reagan y haya perseguido, al interior de su Iglesia, toda propuesta que se orientara a resolver la pobreza: administrarla está muy bien, pero erradicarla suena a teología de la liberación.

La caridad cristiana es, por supuesto, un precepto mucho más viejo que la banda de Milton Friedman, y no afirmo ni sugiero complicidades activas de Teresa de Calcuta con el neoliberalismo: me limito a señalar coincidencias y mutuos beneficios.

Alguna colaboradora arrepentida de la monja Nobel afirmó que ésta se encontraba en su elemento en la miseria ajena, y que había desarrollado tal familiaridad con el sufrimiento de los demás que vivía el alivio con frustración y enojo, y que no era capaz de desplegar su piedad sino con moribundos confirmados. Ve tú a saber. A la distancia es claro que la señora, en vez de preguntarse por el imperativo ético de erradicar la pobreza, decidió asumirla como parte inherente a la condición humana.

Uno no puede desconocer, en este punto, que las utopías seculares que pretendieron eliminar por decreto las desigualdades acabaron por convertirse en sociedades profundamente desiguales, la URSS, China, Cuba, tiránicas y, para colmo, inviables, cuando no en genocidios al estilo Kampuchea. Pero, independientemente de que Teresa se la hubiese formulado en su fuero interno, ¿es suficiente esta constatación para concluir que la pobreza y la miseria son irremediables, consustanciales a los órdenes natural y divino, y que más vale resignarse y consagrar una vida --o muchas-- a la piadosa tarea de quitarles los piojos a los agonizantes?

Con o sin derrumbes socialistas, el mundo ha vivido, en las décadas recién pasada y presente, un reacomodo en lo que se refiere al combate a la pobreza. Uno de los triunfos duraderos de la Revolución Conservadora ha sido eliminar o debilitar significativamente la idea de que acabar con la pobreza es una obligación de las sociedades y los Estados.

A cambio, se ha colocado la reducción de las desigualdades en el ámbito de los deberes privados, de preceptos morales, de votos y consagraciones personales. En forma paralela ha proliferado la industria del lavado de conciencias, contexto en el cual proliferan las empresas, las organizaciones las instituciones, las órdenes y las cofradías que comparten la misión global de consolar a los jodidos con oraciones, patas de pollo y máquinas de coser, a cambio de que acepten que su condición no es una contigencia, sino una fatalidad. Y me temo que Teresa de Calcuta, acaso sin saberlo, contribuyó en gran medida a la legitimación y divulgación de esta monstruosidad.

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