10.12.02

El Humilde


Hace 11 años, cuando George Bush padre ordenó la destrucción de Irak, contaba con el respaldo de buena parte de la comunidad internacional y tenía, además, argumentos legales y políticos de peso para legitimar la guerra. Con todo y la perfidia desplegada en ese momento por la diplomacia estadunidense, y sin ignorar los dobles raseros con que se mueven Washington y Europa en los temas de Medio Oriente, resultaba imposible justificar al gobierno de Irak en su ocupación y anexión de Kuwait y las flagrantes violaciones que ello suponía a las normas básicas del derecho internacional. No era necesario negar que las dinastías petroleras del Golfo, entre ellas la de los Al Sabah, fueran antidemocráticas, oligárquicas y corruptas para calificar de inadmisible la pretensión de aplastarlas por medio de las armas de un ejército invasor. En las semanas siguientes al allanamiento --primeros días de agosto de 1990-- Saddam Hussein utilizó el territorio del emirato invadido para ofrecer al mundo una obscena exhibición de horrores: asesinatos, violaciones, torturas, deportaciones, saqueos sistemáticos y una masiva y escandalosa toma de rehenes extranjeros. El mundo fue obligado a recordar, entonces, que la dictadura iraquí no era un monstruo súbito, sino un gobierno con un experimentado currículum de atrocidades, incluido el empleo de armas químicas contra tropas regulares (iraníes) y contra civiles inermes (kurdos), y que Estados Unidos, Europa Occidental y los propios petromonarcas de Kuwait, Arabia Saudita, Bahrein, Qatar, Omán y Emiratos Árabes Unidos habían financiado, armado y asistido a la tiranía de Bagdad para usarla como muro de contención --y como instrumento de supresión, si fuera posible-- del integrismo islámico, triunfante en Irán, al que los aludidos percibían, con razón o sin ella, como una grave amenaza.

Con esos antecedentes, y ante la negativa absoluta y rotunda de Bagdad de devolver el emirato que se había robado, la demolición de Irak fue una aventura con alto grado de legitimidad. Más de 25 países, entre ellos varios estados árabes, participaron en la guerra contra Saddam Hussein, y muchos otros se sumaron de palabra e intención al empeño.

Hoy en día las cosas resultan muy distintas. La diferencia principal no es que El Sátrapa haya decidido, en buena hora, cambiar de papel en la representación y que ahora interprete a El Humilde, con tan mala técnica y en forma tan poco convincente como lo deja ver su disculpa a los kuwaitíes (“¿No es posible acaso que los devotos y santos guerreros de Kuwait se unan a sus contrapartes de Irak bajo el manto protector del Creador, en lugar de hacerlo al amparo de Washington, de Londres y de la entidad sionista, para discutir sus asuntos, siendo el más importante la jihad (guerra santa) contra los ejércitos de ocupación de los infieles?”), sino que el gobierno iraquí no parece ser responsable del delito del que esta vez se le acusa: poseer armas de destrucción masiva. Hace una década no había margen para dudar si Bagdad había violado o no la legalidad internacional; hoy, en cambio, no existe un solo indicio que apunte a la existencia de un arsenal químico, biológico o nuclear en territorio iraquí, a menos que la CIA, siguiendo viejos hábitos, “siembre” allí unos cuantos barriles de gas mostaza para dar sostén a la alharaca bélica de su propio gobierno. En la representación ética del conflicto, el actual presidente de Estados Unidos ocupa el sitio de animal de rapiña que hace una década correspondía más bien al invasor de Kuwait.

El previsible repudio mundial no disuadió a Saddam de su afán de apoderarse del emirato y de su flujo de hidrocarburos; una previsión semejante no modificará los planes bélicos, de idéntica motivación petrolera, del Bush actual. Pero algo --no mucho-- puede hacer la conciencia mundial en la definición de los perdedores de la contienda. Ganadores, por supuesto, no los habrá.

3.12.02

Diciembre


Ahora empieza la recta final del año y es tiempo de hacer balances sobre este 2002 capicúa, palíndromo numérico que empieza y termina en dos bandos confrontados en una guerra, un puente de 12 peldaños entre dos fábricas de escombro, pantano de calma chicha que comunica dos cenagales de recesión. En lo personal los afortunados del año son los que no empeoraron: quienes todavía tienen casa, familia o país; los que sobrevivieron al desempleo; los náufragos de los recortes presupuestarios; aquellos cuyos hogares no estuvieron en la mira de los aviones de Bush y de Sharon, en los planos de los grupos terroristas ni en los cálculos cotidianos de riesgo/beneficio que realiza la delincuencia desatada; los que no sufrieron la invasión de sus organismos por una cadena de aminoácido que mina las defensas, destruye el círculo social, corroe las esperanzas y acaba con la vida.

Vendrán años mejores. A saber si el próximo, o el siguiente, o alguno en esta década de incertidumbres en la que pisamos, sin acostumbrarnos, el suelo del siglo XXI. Entre las naciones, como entre los niños, las expectativas no terminan nunca, y los segundos empiezan, por estos días, a estrenar su lenguaje en peticiones verbales, cartas o pliegos petitorios --según el índice de desarrollo y la pertenencia a un nicho social determinado-- para Santa Claus o los Reyes Magos. Clara está pensando en un telescopio y en un modelo particularmente espantoso de Barbie y me parece que Sofía se inclina más bien por una muñeca llamada Comiditas. Los anhelos de las dos son merecedores de respaldo incondicional (si alcanza el presupuesto, claro) y hasta de emulación.

Sería saludable para el planeta, por ejemplo, que George W. Bush y Saddam Hussein tuvieran en mente unas muñecas para sentirse realizados y en paz consigo mismos. Pero el presidente de Estados Unidos quiere tener, al pie de su arbolito de Navidad, la cabeza del líder iraquí asentada en hielo seco y metida en una caja de cartón, y Saddam tal vez no haya escrito cartas a Santa Claus porque éste no sabe de caligrafía árabe y porque sería un desprestigio, para el gobernante de los iraquíes, cartearse con una figura tan ajena al Islam. En todo caso, Saddam podría reivindicar las tesis que fijan el origen de los Reyes Magos en Babilonia, cuyas ruinas se encuentran convenientemente situadas para efectos de esta fábula, 90 kilómetros al sur de Bagdad. Y acaso, en los cuartos de hora en los que los inspectores internacionales lo dejan solo con su fisiología, Saddam esté pidiendo más misiles, radares y gases tóxicos de los que podrían transportar un camello, un caballo y un elefante.

Habrá mejores tiempos, también, para los niños que se están muriendo de hambre en Jujuy, y a quienes los Reyes Magos, Santa Claus y el Fondo Monetario Internacional han dado la espalda, para los audaces que creyeron en las promesas de respaldo oficial a los changarros y ahora no tienen con qué terminar este año sórdido y confuso, para los pescadores de Galicia a los que una empresa petrolera les arruinó el cardumen o para los familiares inocentes de algún terrorista palestino a quienes Sharon les demolió la vivienda en una venganza cruel y estúpida.

Es poco lo que podemos hacer, en casa, para quitarnos el sabor amargo de este 2002 que ya empieza a terminarse y en cuya recta final todavía puede darnos más sorpresas desagradables. Hacernos el recuento, en todo caso, ir a comprar los juguetes que traen obsesionadas a las niñas y entender que éste no ha sido un año bueno, pero que vendrán mejores.