28.11.00

Dióxido de carbono


El encuentro de La Haya fracasó. La idea era poner de acuerdo a los gobiernos para reglamentar el Protocolo de Kioto sobre emisiones de dióxido de carbono y que cada cual se comprometiera a reducir paulatinamente las de sus respectivos países. Marginados los del Tercer Mundo, o en vías de desarrollo, o subdesarrollados, o como esté de moda llamarlos, esta semana la Unión Europea, por una parte, y Estados Unidos, Canadá, Japón y Australia, por la otra, no lograron ponerse de acuerdo en la tasa de disminución de esas emisiones: Kioto dice 5.2 por ciento, pero Washington y sus aliados buscaron, en La Haya, triquiñuelas para angostar sus chimeneas y sus escapes sólo en 3 o 4 por ciento. Los europeos, en posición de 5.2 o muerte, se negaron a aceptar esa salida. Ante el triste resultado, organizaciones ambientalistas como Greenpeace y World Wide Fund for Nature se vistieron de luto riguroso, lo cual es políticamente correcto y armoniza con los colores de la próxima temporada invernal.

El dióxido de carbono es una sustancia vital, poética, divertida y venenosa, todo al mismo tiempo. La atmósfera terrestre ya lo incluía entre sus componentes antes de que los primeros cromagnones y neanderthales lo produjeran por medio de fogatas. El químico escocés Joseph Black lo llamó “aire fijo” y luego Lavoisier lo identificó como carbono oxidado. Uno se muere si lo respira en grandes concentraciones, pero en dosis pequeñas estimula la respiración, y por eso se le agrega a los gases de los respiradores artificiales. Se le emplea también en los extintores, porque no se inflama; cuando se solidifica se llama “hielo seco” y se utiliza con propósitos refrigerantes; ah, y es el fundamento de las burbujas de la Coca-Cola.

Por lo demás, el dióxido de carbono es una rebaba indeseable, pero inevitable, de la economía mundial. Casi no hay actividad industrial que no lo produzca en grandes cantidades, directa o indirectamente, empezando por las termoeléctricas y los transportes. A mayor actividad económica, mayores emisiones de ese gas a la atmósfera. Por eso, los grandes productores de dióxido de carbono son los países industrializados.

Esperar que los representantes de esas economías se pusieran de acuerdo en La Haya para disminuir sus emanaciones era, entonces, tan ingenuo como pedirle a un tigre que se vuelva vegetariano y cuelgue en su madriguera un retrato del Dalai Lama. Aunque, pensándolo bien, en esta materia más vale no hacer apuestas: los enormes avances en materia de ingeniería genética podrían desembocar, un día de estos, en la producción de tigres con niveles avanzados de degradación.

Las reglas actuales de la economía mundial se traducen, ciertamente, en la destrucción del entorno natural, incluida, por supuesto, la atmósfera. Pero los seres humanos forman parte, hasta nuevo aviso, de ese entorno, y la depredación también los hace víctimas, tanto o más que a las focas y a las tortugas marinas. Además de producir dióxido de carbono, la economía global necesita, para seguirse desarrollando, generar pobres e incluso cadáveres de pobres. La pretensión de empezar a revertir el vandalismo económico mediante la preservación de la composición del aire resulta un programa de acción un tanto etéreo y puede dar lugar a situaciones frustrantes como el impasse en que terminó el encuentro de La Haya cuyo nombre completo y oficial, por cierto, es Sexta Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, y que puede abreviarse en dos palabras: un fiasco.

21.11.00

El rescoldo de Franco


Ayer se cumplieron 90 años del inicio de la lucha de Madero, en México, pero también 25 de la muerte de Franco en la Residencia Sanitaria La Paz, en un Madrid del que ya nadie desea acordarse. El viejo traidor murió vomitando bilis a causa del masivo repudio internacional en su contra por el fusilamiento de dos etarras y de tres miembros del Frente de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (FRAP). Muchos vivíamos pegados a las noticias esperando el cable de su estertor final, y cuando éste por fin dio la vuelta al mundo, se nos quitó de encima un peso mucho mayor que los treinta y tantos kilos que dio el despojo del Generalísimo en la báscula forense.

Pero la declinación final del franquismo, y la imposibilidad de que sobreviviera a su creador, se fraguó casi dos años antes, también en Madrid, cuando el jefe de Gobierno designado por el dictador, el almirante Luis Carrero Blanco, fue literalmente enviado al cielo por una carga explosiva que ETA hizo estallar al paso de su automóvil. Jorge Semprún, uno de los protagonistas de la transición posterior, lo reconoce así, aunque a regañadientes: “Tengo cierta repugnancia a hacer de ese atentado el punto de arranque de la transición como se hace a menudo. Entre otras cosas, porque esto da a ETA un protagonismo político e ideológico que no me parece justo. Dicho esto, es indudable que tuvo su importancia, porque desbarató el papel que cada uno tenía asignado dentro del régimen después de Franco (...) A Carrero le correspondía en parte la tarea de tenerle bien atado (al príncipe Juan Carlos). Su desaparición permitió que después el Rey se sintiera un poco más libre de condiciones” (El País, 19/11/00).

La declaración es característica del sentir de la clase política de la España contemporánea: está bien que ETA (sin proponérselo, agrega Semprún) haya realizado una aportación de ese tamaño a la construcción de la democracia española, pero más vale no hablar de eso, y que nadie pronuncie la palabra “reconocimiento”. En los días de la conmemoración, los medios se pueblan de fotos de los actores de la transición: franquistas, posfranquistas, centristas, socialistas y comunistas departen en el retrato familiar. El sitio de los etarras, en cambio, está ocupado con la ilustración del hoyo que dejó la bomba contra Carrero Blanco. España cambió casi en todos los órdenes, salvo en la impunidad para los esbirros de Franco y en la persecución ininterrumpida contra los etarras. Esa actitud de los beneficiarios de la transición ha ayudado mucho a consolidar la locura homicida de los separatistas.

En los últimos años de la dictadura, la prensa franquista retrataba al Generalísimo como un anciano inofensivo y casi jubilado que se deleitaba cazando perdices rojas. Pero en sus tiempos finales el habitante de El Pardo siguió siendo tan peligroso como cuando se alió con Hitler y Mussolini y acabó con media España, y meses antes de estirar la pata seguía matando españoles. Para auxiliarlo en esa tarea contó con no pocos funcionarios de su régimen que todavía están vivos y que jamás han enfrentado el menor riesgo de ser juzgados por crímenes de Estado.

Es de muy mal gusto restregarle ese hecho al magistrado Baltazar Garzón como una forma de desautorizar las gestiones que, por su conducto, realiza el Estado español moderno para juzgar violaciones a los derechos humanos en el mundo. Es de mal gusto, entre otras razones, porque hace 25 años Augusto Pinochet fue uno de los poquísimos gobernantes que asistieron al entierro de su semejante en el Valle de los Caídos.

Tal vez la impunidad de los franquistas, pactada por los hombres de la transición, haya sido un precio inevitable para que la monarquía democrática pueda, hoy, pacer en los prados del Estado de derecho.

Acaso el haberle negado un lugar a ETA en la normalización democrática haya sido también inevitable, pero es indudable que esa negativa tuvo consecuencias atroces. La joven democracia se negó a sí misma, entonces, la oportunidad de resolver un conflicto que era parte de la herencia nefasta de Franco y, en vez de ofrecer a los etarras una reinserción digna en la institucionalidad política, contribuyó a consolidar el grupo de asesinos delirantes que son en la actualidad. Y dice al respecto Semprún, con mucha más razón de la que se imagina, que la organización terrorista es “el único rescoldo que queda hoy del franquismo”.

14.11.00

El pantano


A lo que puede verse, las misiones democratizadoras de James Carter en Perú han sido las últimas de su vida. En el marco anticlimático del empate electoral estadunidense se ha hecho público que la victoria del ex presidente sobre Gerald Ford, en 1976, estuvo contaminada por la distorsión de la voluntad popular en algunos estados de la Unión Americana, un antecedente que no embona con la trayectoria de un predicador mundial de la democracia. Tal vez William Clinton haya sido, por su parte, el último ocupante de la Casa Blanca que disponía de suficiente margen de maniobra para incluir, en el discurso de su política exterior, el afán democratizante hacia otros países. La soberanía ciudadana estadunidense se extravió en los pantanos de Florida; cuando demócratas y republicanos logren sacarla de ahí, no les va a ser fácil limpiarla. Para construir la credibilidad y la legitimidad de las instituciones se requiere de muchos años; para destruirlas ha bastado, en el país vecino, una semana: la que va del 7 de noviembre a hoy, y en la que se ha hecho evidente que esa nación no es necesariamente más democrática que Paraguay o el Congo.

A la luz del tiradero en que culminaron los comicios hemos recordado que el sistema representativo de Estados Unidos no siempre refleja el sentir de las mayorías y que los gringos han vivido con eso, sin inmutarse, a lo largo de dos siglos. Ese sistema, remedo anacrónico de la democracia ateniense, en el que la decisión popular no siempre es igual a la suma de sus partes, tiene muy poco en común con cualquier noción moderna de representación democrática: si no hubiese sido por el desastre de Florida, todo mundo habría visto con naturalidad que el Colegio Electoral pusiera en la Presidencia a un hombre que resultó derrotado por su adversario en el sufragio universal.

Pero aun las leyes que permiten esa aberración --instrumentada por el Colegio Electoral o, según las más recientes perspectivas, por la Corte Suprema-- se violan de manera más o menos regular. Cuando el margen de Bush empezó a hacerse demasiado delgado, salieron a la luz miles de votos faltantes, de votos sobrantes, de votos indebidamente anulados, de votos equívocos inducidos por el diseño confuso de las boletas electorales, de votos que no pudieron ser emitidos. En Florida, gobernada por el hermano del candidato republicano, se instrumentó, para favorecer a éste, un conjunto de mecanismos de fraude hormiga, y ello da pie al descubrimiento de fenómenos similares en otros estados. Para mayor vergüenza, los notables de la clase política buscan con ahínco argumentos patrióticos para poner entre paréntesis el respeto al veredicto ciudadano y piden que ni Gore ni Bush (pero, especialmente, Gore) lleven el contencioso a los tribunales, es decir, les piden que renuncien a lo que en otras latitudes se llamaría limpiar la elección por vías legales.

El tremedal que se volvió la democracia en Estados Unidos no es una buena noticia para nadie. Sea quien sea, el próximo presidente de ese país cargará con la sospecha y con una irremediable falta de legitimidad. Conflictos como el palestino-israelí pueden ahondarse en el vacío de poder proyectado al mundo por el adefesio político estadunidense. Además, el viernes se cayeron el Nasdaq y el Dow Jones, en una de esas respuestas rápidas de la especulación a las incertidumbres de la vida institucional doméstica y que arruinan, sin embargo, los bolsillos de todo el mundo.

El superfinal de las campañas de 2000, que parecía un producto de Hollywood --por esa combinación de vacío de sustancia y magistral suspenso dramático--, terminó en un pantano anticlimático y tuvo que irse a los tiempos extra del desempate. Con ello se puso al descubierto que los partidos estadunidenses han vivido a gusto con unos resultados electorales más estimativos que aritméticos del sufragio, y que a los ciudadanos, en su mayor parte, no se les ocurre pedir a la clase política que no mienta, sino, en todo caso, que formule mentiras verosímiles.