28.10.97

Transferencias de poder


Salvo contadas excepciones, en nuestra época los gobiernos nacionales se reducen y transfieren muchas de sus atribuciones a otros centros de poder. Tal vez sea excesiva, para ilustrar este proceso, la metáfora de un cubo de hielo que se desparrama en todas direcciones, así sea porque ignoramos si el Estado nación acabará convertido en un charco, y porque la tendencia mencionada se puede revertir un día de éstos. Pero lo cierto es que, antes incluso del deshielo Este-Oeste, los poderes públicos nacionales están comportándose como agua congelada puesta al sol.

Las burocracias de los organismos internacionales (ONU, UNESCO, FAO) o supranacionales (Unión Europea, Mercosur, TLC) adquieren facultades de diversa magnitud --desde el arbitraje hasta la regulación y emisión monetaria y la procuración de justicia-- en detrimento de las esferas de control tradicionalmente reservadas a los aparatos gubernamentales.

Las regiones, las entidades federales, las provincias y los municipios toman el control de presupuestos y actividades otrora ejercidos por los poderes centrales. Las organizaciones no gubernamentales (cuyo nombre genérico denota en sí mismo la contraposición) adquieren influencia política, económica y social, cuando no facultades formales.

Los procesos de individualización y ciudadanización en curso, que parecen irreversibles, otorgan a las personas libertades sobre ámbitos de su propia existencia --opciones religiosas, ideológicas y culturales, preferencias sexuales, alternativas de información-- que hasta hace no mucho eran regulados o fiscalizados por las autoridades públicas --y que en algunos países o regiones lo siguen siendo.

Al mismo tiempo, las tendencias privatizadoras, desreguladoras y globalizadoras crean las condiciones para el surgimiento de enormes núcleos de poder económico que no rinden cuentas a parlamentos, cortes de justicia o jefaturas de Estado sino a asambleas de accionistas y a consejos de administración.

Esas concentraciones de capital, algunas más grandes que el PIB de un país de tamaño mediano, pueden ejercer, de facto, un poder político devastador. Para dar ejemplos disímiles, Maseca estaría en posibilidad de dejar sin tortillas a toda una entidad de la República y Microsoft podría sacar de la autopista de la información a un país entero. En algunas naciones centroamericanas las intentonas golpistas ya no tendrían que larvarse exclusivamente en el seno de las fuerzas armadas: una empresa de protección del tipo de Panamericana podría participar en ellas, o hasta emprenderlas por su propia cuenta. Por su parte, una firma productora de alimento para animales puede decretar que los uruguayos dejen de comer carne de pollo. Y eso, por no hablar de los consorcios de telecomunicaciones vía satélite, los cuales tienen todos los hilos necesarios para aislar a una nación del resto del planeta.

No digo ni insinúo que existan, al menos en el momento actual, intenciones tan aviesas; el hecho es que, al margen de paranoias y de obsesiones conspiratorias, ya existe la capacidad instalada para ejercerlas. Por ahora estos poderes se expresan en acciones que oscilan entre la grandeza caritativa y la pequeña mezquindad. Hace cosa de un mes, Ted Turner --que, en lo personal, posiblemente tenga un corazón de oro-- salvó a la ONU de la bancarrota, algo que no habría podido hacer ningún gobierno, en tanto que Bill Gates  --que será muy nerd pero no llega a fascista-- fue puesto en el banquillo de los acusados por su empecinamiento en obligarnos a usar su engendro Microsoft Explorer a todos los internautas del mundo.

Son cosas menores. Pero me aterra ponerme en la situación del secretario general de la ONU cuando tenga que decidir entre darle una entrevista exclusiva a CNN o a cualquier otra cadena y se vea atrapado entre la probidad a ultranza y las elementales reglas de gratitud, y me aterra más aún que Microsoft gane el juicio y a uno no le quede de otra que asomarse al universo virtual por la ventana --estrecha o no, ése es otro asunto-- del programa referido, el cual, para colmo, tiene un logotipo o icono bien ominoso: el globo terráqueo, todo él, bajo una lupa que lo examina.

14.10.97

Nobel, izquierda, payaso


Ya era hora de que dieran un Nobel así, no sólo para que la derecha rabie, sino también para que el bando contrario se relaje. Porque, por paradójico que resulte, hace muchísimas décadas que las izquierdas están experimentando graves problemas para conciliar la risa.

Uno suele vivir obligado a tomarse en serio, y peor si alguna vez ha tenido algo qué ver con la segunda de esas querencias: los héroes no son cómicos, la sangre derramada no le hace gracia a nadie, el anhelo de justicia para los jodidos no puede darse el lujo de malversar energías en una carcajada, la tortura no es jocosa a menos que consista en cosquillas y si te ríes de ti mismo, así sea por un segundo, engordas el caldo del enemigo. Para colmo, la vieja y sabia costumbre de animar velorios con chistes verdes ha caído en desuso en todo el espectro político.

La militancia, la pasión social y el compromiso, que casi inevitablemente tienen los efectos colaterales de la grandilocuencia y la cursilería trasvestida de ternura, sólo dan permiso para reír a costillas de los burgueses, los fascistas, los gorilas, los pinches imperialistas, los oligarcas, los reaccionarios, los neoliberales, o cualquiera que sea el apelativo de moda para los malos --bien malos, sin duda-- en el episodio histórico que corresponda.

Pero la risa, como el amor, es ciega, intrínsecamente indisciplinada y profundamente pequeñoburguesa, y no se anda fijando en bandos ni ortodoxias: burlarse únicamente del enemigo termina por causar fatiga espiritual hasta en los espíritus más combativos. Tal vez por eso los dueños de la URSS optaron desde muy temprano por la solución práctica de suprimir toda comicidad de las manifestaciones culturales de aquel país que era una síntesis imposible de cuento de hadas y película de horror, géneros de por sí escasos de gags.

Aquello se derritió como una nieve de grosella o, mejor dicho, de hígado. Pero la tendencia de las izquierdas a tomarse demasiado en serio es muy anterior al bloque socialista --¿es que alguien ha escuchado alguna vez un chiste sobre Espartaco?-- y, por desgracia, le sobrevive. Los reflejos fundacionales impiden valorar el papel de la risa en la transformación del mono en hombre y la importancia estratégica de prohibirla cuando se trata de transformar al hombre en máquina.

Dicho sea con cariñito, para muchos del bando de acá no parece haber más remedio que vivir tristes en virtud de la coyuntura, felices por razón de Estado, indignados por sentido común, autocríticos por línea, conmovidos de acuerdo con la consigna, profundos y analíticos por convicción, contenidos por solidaridad, exultantes o circunspectos según ande la política de alianzas y siempre en posición de firmes ante las banderas de la causa.

Semejantes actitudes impiden ver cómo, en el curso de reivindicaciones y reclamos rituales, grandes palabras como Historia, Moral y Ética acaban convirtiéndose en historieta, moraleja y etiqueta. Por esta vía se corre también el peligro de desarrollar actitudes disociadas: en la clandestinidad de la clandestinidad, en los rincones de la movilización, en los sótanos del trabajo partidario y tras las bambalinas de la lucha, los chistes más cotizados no solían ser los de Pepito, sino los referidos a Fidel Castro. Del grado de solemnidad del auditorio dependía que provocaran risa culposa, desaprobación a secas o una discusión colectiva con miras a la expulsión. Y si el asunto ocurría en el seno de una organización armada, si el proceso pasaba por momentos críticos y, sobre todo, si el chiste era realmente bueno, el episodio podía culminar en ajusticiamiento revolucionario.

La semana pasada le dieron el Premio Nobel de Literatura a Darío Fo: el más querible de los bufones, el más descarnado, el más humano de los izquierdistas; el que, sin volverse un renegado ni dejarse cooptar por la CIA, descubrió que la risa no tiene otro compromiso que consigo misma, que tomarse en serio deteriora la calidad de vida, que una carcajada es más sediciosa que cualquier discurso incendiario y que para este planeta los payasos pueden ser tan provechosos como los secretarios generales y los comandantes, pero mucho más divertidos.

Ante este reconocimiento, las derechas están que rabian, nunca mejor que ahora representadas por el Vaticano, para el cual toda hilaridad suena a carcajada satánica, y por el ínclito Corriere della Sera.

Me asustaría que el premio causara un desagrado equivalente en algún lugar de la izquierda de cuyo nombre no quiero acordarme. Como decía Nicanor Parra: ''La izquierda y la derecha, unidas, jamás serán vencidas'', y menos si se ponen a secretar bilis de manera conjunta, porque entonces no quedará ni siquiera la esperanza de que les gane la risa.

7.10.97

¿Sin ejércitos?


Los guerreros profesionales tienen un papel destacado, si no central, en el surgimiento de casi todas las civilizaciones. Pero también suelen resultar indispensables cuando llega la hora de destruirlas. No es necesario ir muy lejos para hurgar en el suelo de Cartago y Numancia o en los escombros de Tenochtitlan, y ni siquiera en las cenizas de Dresde y de Hiroshima. Todavía están frescos los cuerpos en Benthala y en Blida. No se han reparado aún los edificios de Sarajevo. Colombia vive al ritmo de matanzas y contramatanzas. Los milicianos de Hamas y los terroristas de Estado de Israel parecen empeñados en disputarse el Nobel de la barbarie.

En este mundo que se quedó sin frentes ni trincheras definidos, la violencia se muerde la cola en episodios sin propósito, y las instituciones castrenses formales --las que utilizan papel membretado y logotipo-- difícilmente podrían ser responsables directas de todas esas historias de muerte. Pero los asesinos en Argelia, con su alto grado de organización y entrenamiento, son veteranos de Afganistán; los carniceros de Bosnia son, en su mayor parte, engendros del ejército yugoslavo; los agentes del Mossad que, munidos de pasaportes canadienses falsos, se pasean por el mundo envenenando gente, tienen grado militar; los terroristas árabes que se forran de dinamita para explotar entre civiles son entrenados por las fuerzas armadas de Irán o Siria; los escuadrones de la muerte latinoamericanos, antaño dedicados al exterminio de opositores y hoy consagrados al negocio de matar carteristas y niños de la calle, reclutan a sus miembros en corporaciones militares o policiales; los iluminados que quieren instaurar el paraíso terrenal a punta de ajusticiamientos --burgueses, mencheviques o reformistas, y hasta algún compañero de ruta renuente a la autocrítica-- no vacilan en repartirse grados militares ni en inventar fuerzas armadas rebeldes, populares o de liberación; el joven criminal que dinamitó un edificio repleto de gente en Oklahoma aprendió las mañas de la destrucción como soldado estadunidense en Irak. Y así.

Parece que, a la larga, la paz indefinida de los cuarteles acaba siendo frustrante para muchos. Allí dentro habrá seguramente quienes piensen que, tras haber sido sometidos a un implacable entrenamiento para matar, en el curso del cual se les inculca la obediencia estricta, el amor al oficio y la fobia al enemigo, es un poco cruel que los tengan años y años sin más entretenimiento que engrasar las armas y lustrar sus botas. Y acaso no les falte algo de razón cuando, una vez licenciados, descubren las ventajas de trabajar por su cuenta.

Lo que no resulta correcto, incluso en este planeta de eufemismos, es que el mantenimiento en tiempos de paz de aparatos diseñados para la destrucción y el aniquilamiento --con todo y el riesgo que conllevan de generar tránsfugas-- se denomine seguridad.

¿Es concebible una vida sin fuerzas armadas? ¿Qué pasaría si fueran abolidas? Tal vez se trate de un par de preguntas disparatadas, pero en el mundo ha habido pocos momentos tan propicios como el actual para planteárselas. Hoy, por lo menos, la existencia de gigantescos aparatos bélicos carentes de enemigo --pero propensos a fabricarlo-- obliga a pensar que la barbarie no es lo que queda más allá de la cáscara de la civilización, sino uno de sus órganos internos y constitutivos.