Claro: porque me aburren los deportes, me aturden los espectáculos de masas (salvo las manifestaciones) y me abruma tostarme al sol atrapado entre dos que gritan a todo pulmón "dale", "órale", "venga", o cosas igualmente profundas.
¿Y por qué el interés en ese desinterés específico?
soy curiosa. me imaginaba que no te interesaban por lo que cuentas pero quería que me lo contaras tú. a mi algunos deportes también me aburren y sí, estar en las condiciones que mencionas debe ser bastante incomodo. sólo he estado dos veces en un estadio y la experiencia no fue mala, claro que fue en uno de los campos más correctos que existen, el camp nou. nunca he ido a una manifestación, aunque una vez me encontré con una y me integré. pero sabes? sí iría a la del próximo domingo, pero lo tengo dificilísimo. vas a ir tú? si así es podrías hacerme el favor de pensar unos segundos en mí, así en cierto modo habré estado.
A propósito del tiempo, mi amigo el Leopa me pasó alguna vez este fragmento de Stanislav Lem:
"Entre los treinta y los cuarenta, más cerca de los segundos: la línea de la sombra –la edad en que avenirse a las condiciones del contrato no firmado, impuesto sin que lo hayamos pedido, el reconocimiento de que lo que obliga a los demás se aplica también a uno mismo, que la regla no tiene excepciones, aunque sea contrario a la naturaleza, uno tiene que envejecer--. Hasta ahora el cuerpo sólo obedecía ese mandato a escondidas –pero eso no era ya suficiente; ahora había que dar ya la conformidad--. La juventud convertía su propia inmutabilidad en la regla básica: he sido un niño, un inmaduro, pero ahora soy realmente yo mismo, y así me voy a quedar. Era la gran broma que se hallaba en la base misma de la existencia; cuando uno descubre su falta de fundamento, siente más asombro que temor, una sensación de indignación ante el descubrimiento de que el juego para el que has sido reclutado era una trampa, de que la partida debía de haber sido totalmente distinto; y tras la sorpresa, la indignación y la resistencia iniciales comienzan las lentas negociaciones con uno mismo, con el propio cuerpo: no importa lo lento e imperceptible que sea el envejecimiento físico, nuestra razón nunca llega a reconciliarse con él; nos preparamos para afrontar los treinta y cinco, luego los cuarenta, como si éstos fueran a durar, y después, en la siguiente revisión, el derrumbamiento de todas las ilusiones produce tal resistencia que el ímpetu nos conduce a traspasar las fronteras. El hombre de cuarenta años comienza entonces a comportarse como un viejo. Una vez reconocido lo inevitable, continuamos el juego con sombría tenacidad, con el perverso deseo de doblar la apuesta: muy bien, si hay que jugar, aunque nunca di mi conformidad ni nunca me la pidieron, aunque no lo sabía, aquí tienes, lo que debo y más –aunque suene ridículo, tratamos de hacer un farol al contrincante--. Me pondré tan viejo de golpe que te arrepentirás. En el límite de la línea de la sombra, o una vez traspasada, en la fase en que debemos rendirnos y entregar las posiciones, continuamos luchando todavía, seguimos resistiéndonos a la evidencia y, con todos esos forcejeos, envejecemos psíquicamente a saltos: o nos pasamos o no llegamos, hasta que un día, demasiado tarde, como siempre, nos damos cuenta de que aquella pelea, todos esos ataques, retiradas y fintas, eran también una broma. Somos como niños, negándonos a dar nuestra conformidad a algo que no la necesita, donde nunca hubo lugar para la protesta o la lucha –una lucha, además, basada en el auto engaño. La línea de sombra no es todavía el «momento mori», pero es en muchos aspectos peor aun, pues desde ella podemos ya ver cómo disminuyen nuestras perspectivas. El presente no es ya una promesa ni una sala de espera, no es un prólogo ni un trampolín desde donde lograr grandes esperanzas, porque sin que nos diéramos cuenta, la situación se ha invertido. Lo que se suponía un entrenamiento era una realidad irreversible; el prólogo había resultado ser la historia misma, las esperanzas, las utopías; lo opcional, lo provisional, lo momentáneo, el único contenido de la vida. Todo lo que no se había cumplido ya, jamás se lograría. Y había que conformarse con ello en silencio, sin temor y, si era posible, sin desesperación".
Gracias por el fragmento, quienquiera que seas. "Lo opcional, lo provisional, lo momentáneo, el único contenido de la vida", dice Lem. "Lo fugitivo permanece y dura", dice Quevedo.
Por cierto: me gustan más el Lem y el Quevedo ácidos que el Lem y el Quevedo amargos, pero qué bueno que ambos vengan en presentaciones de sabores variados.
(¿Por qué no el Paz de almendra, la Sor Juana de coco, el Víctor Hugo de vainilla?)
7 comentarios:
hola.
existe la posibilidad de que me cuentes por qué no te interesan los estadios?
hasta pronto, espero.
Claro: porque me aburren los deportes, me aturden los espectáculos de masas (salvo las manifestaciones) y me abruma tostarme al sol atrapado entre dos que gritan a todo pulmón "dale", "órale", "venga", o cosas igualmente profundas.
¿Y por qué el interés en ese desinterés específico?
soy curiosa. me imaginaba que no te interesaban por lo que cuentas pero quería que me lo contaras tú. a mi algunos deportes también me aburren y sí, estar en las condiciones que mencionas debe ser bastante incomodo.
sólo he estado dos veces en un estadio y la experiencia no fue mala, claro que fue en uno de los campos más correctos que existen, el camp nou.
nunca he ido a una manifestación, aunque una vez me encontré con una y me integré.
pero sabes? sí iría a la del próximo domingo, pero lo tengo dificilísimo.
vas a ir tú? si así es podrías hacerme el favor de pensar unos segundos en mí, así en cierto modo habré estado.
gracias por contestar.
A propósito del tiempo, mi amigo el Leopa me pasó alguna vez este fragmento de Stanislav Lem:
"Entre los treinta y los cuarenta, más cerca de los segundos: la línea de la sombra –la edad en que avenirse a las condiciones del contrato no firmado, impuesto sin que lo hayamos pedido, el reconocimiento de que lo que obliga a los demás se aplica también a uno mismo, que la regla no tiene excepciones, aunque sea contrario a la naturaleza, uno tiene que envejecer--. Hasta ahora el cuerpo sólo obedecía ese mandato a escondidas –pero eso no era ya suficiente; ahora había que dar ya la conformidad--. La juventud convertía su propia inmutabilidad en la regla básica: he sido un niño, un inmaduro, pero ahora soy realmente yo mismo, y así me voy a quedar. Era la gran broma que se hallaba en la base misma de la existencia; cuando uno descubre su falta de fundamento, siente más asombro que temor, una sensación de indignación ante el descubrimiento de que el juego para el que has sido reclutado era una trampa, de que la partida debía de haber sido totalmente distinto; y tras la sorpresa, la indignación y la resistencia iniciales comienzan las lentas negociaciones con uno mismo, con el propio cuerpo: no importa lo lento e imperceptible que sea el envejecimiento físico, nuestra razón nunca llega a reconciliarse con él; nos preparamos para afrontar los treinta y cinco, luego los cuarenta, como si éstos fueran a durar, y después, en la siguiente revisión, el derrumbamiento de todas las ilusiones produce tal resistencia que el ímpetu nos conduce a traspasar las fronteras.
El hombre de cuarenta años comienza entonces a comportarse como un viejo.
Una vez reconocido lo inevitable, continuamos el juego con sombría tenacidad, con el perverso deseo de doblar la apuesta: muy bien, si hay que jugar, aunque nunca di mi conformidad ni nunca me la pidieron, aunque no lo sabía, aquí tienes, lo que debo y más –aunque suene ridículo, tratamos de hacer un farol al contrincante--.
Me pondré tan viejo de golpe que te arrepentirás. En el límite de la línea de la sombra, o una vez traspasada, en la fase en que debemos rendirnos y entregar las posiciones, continuamos luchando todavía, seguimos resistiéndonos a la evidencia y, con todos esos forcejeos, envejecemos psíquicamente a saltos: o nos pasamos o no llegamos, hasta que un día, demasiado tarde, como siempre, nos damos cuenta de que aquella pelea, todos esos ataques, retiradas y fintas, eran también una broma.
Somos como niños, negándonos a dar nuestra conformidad a algo que no la necesita, donde nunca hubo lugar para la protesta o la lucha –una lucha, además, basada en el auto engaño.
La línea de sombra no es todavía el «momento mori», pero es en muchos aspectos peor aun, pues desde ella podemos ya ver cómo disminuyen nuestras perspectivas.
El presente no es ya una promesa ni una sala de espera, no es un prólogo ni un trampolín desde donde lograr grandes esperanzas, porque sin que nos diéramos cuenta, la situación se ha invertido. Lo que se suponía un entrenamiento era una realidad irreversible; el prólogo había resultado ser la historia misma, las esperanzas, las utopías; lo opcional, lo provisional, lo momentáneo, el único contenido de la vida. Todo lo que no se había cumplido ya, jamás se lograría. Y había que conformarse con ello en silencio, sin temor y, si era posible, sin desesperación".
Gracias por el fragmento, quienquiera que seas. "Lo opcional, lo provisional, lo momentáneo, el único contenido de la vida", dice Lem. "Lo fugitivo permanece y dura", dice Quevedo.
Por cierto: me gustan más el Lem y el Quevedo ácidos que el Lem y el Quevedo amargos, pero qué bueno que ambos vengan en presentaciones de sabores variados.
(¿Por qué no el Paz de almendra, la Sor Juana de coco, el Víctor Hugo de vainilla?)
O el Pedro Miguel de maracuyá!
Eso rima con ja ja ja.
Publicar un comentario