- El Photoshop de Stalin
- Retoques a una historia de amor
Nuestras vidas se construyen sobre decisiones afortunadas y sobre estupideces irreparables, pero un principio de insatisfacción saludable otorga mayor presencia a las segundas en el registro de nosotros mismos: por qué no me esforcé un poquito más, por qué me empeciné en un esfuerzo perdido, por qué abrí la boca, por qué guardé silencio, por qué metí la mano, por qué me quedé quieto, por qué di vuelta donde no debía, por qué no marqué ese número telefónico, por qué me comí ese ostión, por qué jalé el gatillo. A veces el error nos produce rabia muchos años después de cometido, en ocasiones nos sumerge en una vergüenza que no pierde su filo con la edad, o bien nos lleva al arrepentimiento. La bitácora de nuestros actos malos (no necesariamente malos de maldad, sino de baja calidad a la luz de los resultados) y el recuerdo de sus consecuencias es un instrumento muy útil que se llama escarmiento y que nos permite mejorar nuestro desempeño, incluso si se trata de actos monstruosos: el asesino que ha sido pillado por sus huellas se cuidará de no dejar indicios en su próximo ataque, si lo hay. Desde luego, la percepción de la trayectoria propia tiene algo o mucho de imaginario y no es infrecuente que las personas vivan arrepentidísimas por haber actuado de una manera y no de otra, cuando los acontecimientos sucesivos habrían ocurrido de todos modos. El caso típico es el de quienes se sienten culpables por una muerte en la que no tuvieron nada que ver, pero piensan que si le hubieran sobado la manita al o a la moribunda, éste o ésta no habría estirado la pata.
El pasado es lo único verdaderamente irremediable de la vida y ello ha dado lugar a una obsesión de la cultura. Una vieja idea es que cada disyuntiva (fresa, chocolate o vainilla, Bush o Gore, le digo o no le digo) genera tantos universos paralelos como los posibles cursos de acción que contienen. Escribía Borges que escribía Marco Aurelio que si el número de partículas del cosmos era finito, entonces sus posibles combinaciones también lo sería, y que en consecuencia la historia humana se repetiría y se desarrollaría en todas sus variantes. A finales del siglo XIX, cuando parecía posible la invención ilimitada de máquinas capaces de hacer de todo, alguien (creo que H.G. Wells) se fumó algo y se imaginó un armatoste para transportar al futuro y al pasado, una posibilidad que la física contemporánea no descarta del todo y que ha dado lugar a montones de películas. Más informes, en la espléndida entrada de Wikipedia “Viaje en el tiempo”.Las posibilidades del “qué habría pasado si...” son inagotables y nos colocan en el debate milenario del papel del individuo en la historia: ¿estaríamos en un mundo distinto si Cleopatra hubiese tenido una nariz más pequeña? ¿Y si los cristianos de Occidente no hubieran traicionado a sus correligionarios de Bizancio y ésta no hubiese caído en manos de los turcos? ¿Y si por la misma época en que Wells imaginaba su cacharro alguien, en la localidad austriaca de Braunau am Inn, hubiese hecho el favor de darle un poco de cariñito (¿o de plano un balazo?) a Adolf Schicklgruber, un infante descuidado por su madre y maltratado por su padrastro, y quien años después adoptó el apellido Hitler?
El pasado no se podrá alterar nunca, dicen algunos. Su razonamiento es que si en el futuro llegara a inventarse una manera de viajar a tiempos anteriores, los científicos del siglo XXX ya estarían entre nosotros, cuidándonos como a niños de guardería y viendo que no cometamos muchas burradas. Pero los registros de lo acontecido sí que se alteran y la práctica no es reciente: la historia la escriben los vencedores, cabe recordar, y no precisamente por arrepentimiento, sino para ocultar sus atrocidades o para engrandecer sus orígenes. Les recomiendo, por cierto, este notable video de Jaime Noguera y José Ramón Martínez titulado 1951:
Es relativamente fácil formular mentiras o plasmarlas en inscripciones, códices y libros de historia. Alterar los registros fotográficos, cinematográficos y videográficos, es un poco más complicado, pero no imposible. Cuatro décadas antes del Photoshop y programas similares, los “historiadores” oficiales del estalinismo desarrollaron una capacidad prácticamente ilimitada, y hasta admirable a pesar de sus propósitos abyectos, para adulterar a conveniencia imágenes fotográficas: el pincel de aire desapareció a muchos miles de individuos (empezando por Trotsky) de la historia oficial soviética, hizo a Stalin guapo y más alto que sus acompañantes en los actos públicos, transformó muecas de disgusto en sonrisas, convirtió letreros de tiendas en pancartas revolucionarias... Échenle un ojo a la colección “The Comissar vanishes”.
foto, gracias al virtuosismo photoshopero de Stalin
Agregado del 11/03/2008:
El Photoshop hace justicia histórica
The Beggar’s Opera (La ópera del mendigo), escrita por John Gay y estrenada en 1728 con música de Pepusch, es una crítica a la desigualdad social, una sátira de los pudientes y, de cierta manera, una reivindicación de los bajos fondos de la sociedad. Dos siglos después, Brecht la reformuló, en términos vigesimónicos, en una pieza titulada Die Dreigroschenoper (La ópera de tres centavos), y el contexto barriobajuno inspiró a Brassens para escribir una canción (que nunca llegó a grabar) en la que se aborda ese afán irredento por falsificar el pasado, así sea el personal y el de pareja: Retouches à un roman d'amour de quatre sous. Sigo sin localizar el disco y pueden escuchar cachitos de la canción en voz de Jean Bertola y de Maxime Le Forestier. En septiembre del año antepasado engendré una versión en español de ese texto, al que traicioné desde el título: le puse “Retoques a una historia de amor de a tres pesos”, con infidelidades al género, a la cantidad y a la moneda. Está, pantallas atrás, en este su blog.