–¡Qué hermosa es la gente!
–exclamaba mi padre, con esa emoción humanista que le brotaba por los
poros.
–Qué va –lo contradecía su
suegro, o sea, mi abuelo materno, que era un grandísimo quevediano–. La
gente es fea.
Yo los escuchaba en silencio y
parapetado en la inocencia infantil. Me tomó décadas asumir que
ambos tenían razón y me gasté un dineral en terapias para sortear la ambigüedad intrínseca del mundo.
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