El sábado 3 una multitud de personas, jóvenee en su gran mayoría, marcharon del Monumento de la Revolución al Zócalo disfrazados como zombis o muertos vivientes en la línea de la iconografía reglamentaria de la serie televisiva The Walking Dead y, desde antes, por el video Thriller del difunto Michael Jackson: pieles podridas, lesiones sangrantes, porciones del rostro arrancadas a mordiscos, perforaciones de bala en medio de la frente, objetos punzantes clavados en el cuerpo, ojos en blanco. Algunos de los vestuarios y efectos especiales eran verdaderamente ingeniosos y espectaculares. Otros eran tediosos recalentados de los disfraces comerciales de Halloween. Ciertos asistentes se aderezaron únicamente con detalles discretos y tímidos. Había también curiosas hibridaciones entre zombis, catrinas, calabazas y monstruos neogóticos y punks. La mayor parte exhibía un ánimo festivo, pero a unos cuantos no les bastaba el maquillaje tremendista para disimular el mal humor. Algunos recordaban las fotos de ejecutados que difunden El Blog del Narco y otros sitios semejantes.
Miles de zombis acabaron mimetizados en la exposición de alebrijes instalada en la plancha del Zocalo, o bien congregados en torno al acto político-cultural “El retorno de las ánimas” convocado por familiares de la Guardería ABC, Las Abejas de Acteal, normalistas de Ayotzinapa, el Frente de los Pueblos en Defensa de la Tierra y el Movimiento Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad, en el cual hubo ofrendas y música en memoria de los muertos por la violencia, la represión, la corrupción y la frivolidad criminal del calderonato y del régimen en general: en memoria de los muertos que no debieron morir y que siguen presentes en el recuerdo.
Los muertos vivientes que provenían del Monumento a la Revolución son representación de lo contrario: cuerpos sin alma, instintos sin principios, amasijos de células pútridas sin más impulso que el de persistir como tales, organismos a los que les ha sido devorado el cerebro. Semejante antonimia no significa que haya habido profanación alguna en la conmemoración ni irrupción agresiva en ella. Pero no por ello la conviencia deja de ser impresionante.
El agravio a la tradición por usos de procedencia extranjera suele ser un espejismo porque la primera es, casi siempre, una sedimentación de los segundos: la nochebuena “mexicana” tiene orígenes palestinos y escandinavos y el culto a Huitzilopochtli fue impuesto en el Anáhuac por unos bárbaros procedentes del norte. En esta perspectiva puede resultar inútil la resistencia a Halloween; varios de sus símbolos parecen haberse incrustado e incluso amalgamado de manera permanente en el Día de Muertos. Tal vez termine por ocurrir otro tanto con estas congregaciones de muertos vivientes que pueden ser moda o pueden ser algo más, pero que se realizan desde hace unos años con éxito creciente. Por lo pronto, a los muertos entrañables del 2 de noviembre y a los muertos malévolos del Halloween se les ha sumado una tercera representación: la de los muertos sin intelecto, una descripción que no alude a las personas que se disfrazan de zombis sino a los personajes que encarnan.
Ya alguien hará el favor de analizar el significado de esta compulsión masiva por disfrazarse de cadáver en un país que padece exceso de ellos por obra de un modelo económico llevado a la acumulación extrema. Podría ser que esa tendencia sea la expresión de una resignación colectiva –y no necesariamente consciente– ante las probabilidades siempre en aumento de acabar convertido en “baja colateral”. Pero los zombis podrían también ser el retrato, acaso involuntario, de esas personas que han optado por enconcharse en su individualidad y en la subsistencia, evadirse del horror político, económico, moral, legal, policial y militar al que ha sido llevada la nación. Políticamente hablando son verdaderos muertos vivientes pero están en su derecho de ahorrarse el dolor de la confrontación con la realidad. Además tienen y tendrán siempre abierta la posibilidad de la resurrección.
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