Hace unos días, en entrevista con La
Jornada, Alejandro Poiré justificaba la desorbitada
violencia gubernamental de este sexenio con una parábola
cuestionable: la situación que heredó su jefe, dijo, era “como
si hubiéramos entrado a una casa y nos hubiéramos dado cuenta de
que teníamos los cimientos verdaderamente infestados de ratas”.
Cuando un funcionario de este país
emplea el término “ratas” para referirse a otros seres humanos
lo más probable es que la expresión resulte contraproducente y
desafortunada. Ello es así por varias razones: la primera, la
estética, es que la muestra de visceralidad y desprecio hacia un
sector de la población –cualquiera que éste sea– suena
destemplada en labios de un servidor público. La segunda es que si
algunas personas son equiparables a ratas, de ello se desprende una
negación contundente de sus derechos humanos, por más que el
fanatismo animalista, tan de moda hoy en día, se empeñe en
generalizar tales derechos al conjunto de los organismos vivientes
del planeta y en negar las diferencias esenciales entre un niño y un
hámster.
La tercera es más baladí: con el telón de fondo de la
cleptocracia gobernante, el discurso popular asocia casi en
automático la palabra rata con funcionario público, no sólo por
los casos de enriquecimiento personal inexplicable, de los que sólo
una pequeñísima fracción llegan a ser investigados, sino también
porque los aparatos gobernantes –el federal en primer lugar, pero
también los estatales y los municipales– son y han sido desde hace
décadas el instrumento principal para el robo sistemático de
propiedad pública en beneficio de intereses corporativos privados.
En 1999 Arturo Montiel lanzó en su
campaña para la gubernatura del Estado de México la consigna “los
derechos humanos son para los humanos y no para las ratas”, en un
aprovechamiento inescrupuloso del terror social a la delincuencia, ya
en auge en la entidad por aquel entonces. La propuesta implícita de
aquella frase era que para acabar con la delincuencia había que
suprimir los derechos humanos de los delincuentes. A la postre, sin
embargo, el propio Montiel terminó convertido en el ejemplar más
emblemático de los roedores del erario, toda vez que a su paso por
la gubernatura acumuló una fortuna inocultable. Su secretario de
Administración, sucesor y sobrino, Enrique Peña Nieto, lo protegió
de los cargos legales, pero no pudo evitar que la fama pública de su
tío haya quedado como antonimia de probidad.
Volviendo a Poiré, su parábola de las
ratas constituye una perfecta radiografía de la miseria ética y
mental del calderonato. Por principio de cuentas, Calderón y su
grupito –incluido el propio Poiré– no “llegaron” a una casa
en calidad de extraños (a donde tuvieron que irrumpir como intrusos
y por la puerta de atrás fue, en todo caso, al Palacio Legislativo
de San Lázaro), sino que se criaron y surgieron en ella, y en ella
fueron alimentados y aupados por Fox, Salinas, Televisa, la embajada
de Estados Unidos, la Coparmex, el cacicazgo gordillista y sabrá
Dios qué otros poderes fácticos incluso menos presentables; en
consecuencia, la metáfora misma introduce la duda de si los
calderonistas son exterminadores de plagas o parte de la infestación.
Por añadidura, como todo mundo sabe,
las construcciones más proclives a la proliferación de ratas son
aquellas en las que se abandona las normas mínimas de higiene y se
acumula desperdicios. Si se lleva la parábola a sus últimas
consecuencias, el exterminio físico de los roedores sólo produce
cadáveres –es decir, más basura– pero, en tanto no se limpie el
basural, la plaga será invencible.
Un tercer aspecto problemático de la
metáfora es que su autor detenta el cargo de secretario de
Gobernación y no es correcto que, en una expresión de montielismo
puro, se refiera a un sector de la población como “ratas” a las
que se debe liquidar: “los derechos humanos son para los humanos y
no para las ratas”.
Finalmente, se entiende que cuando dice
“ratas”, Poiré se refiere a los delincuentes. Pero el
funcionario no debiera olvidar que en la categoría de infractores de
la ley no sólo entran carteristas del metro, asaltantes,
secuestradores, violadores y narcotraficantes de todo rango y
fortuna, sino también algunos banqueros, gobernadores, presidentes
municipales, grandes evasores fiscales, empresarios corruptores,
líderes sindicales charros, jefes de policía, arquitectos y
operadores de fraudes electorales, legisladores, jueces y acaso hasta
uno que otro secretario de Estado, es decir, una parte sustancial del
prianismo gobernante del que él mismo forma parte.
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