Tal vez el drama central de este hombre sea que quería ser querido y que con ese objetivo hizo todo lo que hizo. Entre todos los caminos posibles para lograrlo escogió desde muy joven el de la transgresión: fue el hijo desobediente de su papá, el discípulo fementido de Castillo Peraza, la oveja negra del equipo foxista, el político institucional que mandó al diablo –ese sí– a las instituciones al encaramarse a la cúspide de éstas “haiga sido como haiga sido”, según confesión propia.
Aunque nunca fue un político popular,
su candidatura presidencial no generó expresiones multitudinarias de
repulsión, como le ocurrió seis años más tarde a su inminente
sucesor. Sin embargo, al llegar al cargo en forma tan desaseada como
llegó, se encontró con el repudio masivo de un tercio del
electorado –el 34 por ciento, los votantes de López Obrador–, el
menosprecio condescendiente de otro tercio –el 27 por ciento, los
votantes de Roberto Madrazo, reducidos al 22 por ciento por efecto
del fraude foxista-elbista-ugaldista– y la indiferencia de la
ciudadanía remanente. Tal vez habría logrado ser aceptado si
hubiese intentado un ejercicio de reconciliación, apertura y
diálogo, pero para eso se requiere de modestia, contención y visión
de Estado y tales atributos no son lo suyo. Optó, en cambio, por
exacerbar los conflictos, profundizó y generalizó la corrupción en
las dependencias públicas –desde los célebres contratos de compra
de gas natural a Repsol hasta la “Estela de Luz”– y se embarcó
en un populismo violento y autoritario con implicaciones genocidas:
Calderón se empeñó en publicitar la idea de que es lícito poner
fin a la criminalidad por medio del asesinato de los delincuentes.
Pero nunca se refirió a la otra cara del fenómeno: si en el país
hay algunos cientos de miles o millones de asesinables, la
proliferación se debe a que han sido orillados a la delincuencia por
el modelo económico impuesto, sostenido y profundizado desde el
gobierno mismo.
Al principio el repudio y el desprecio
amainaron y en algunos casos se convirtieron incluso en aprobación
entusiasta, no sólo entre las clases medias urbanas sino también en
las zonas rurales afectadas por la criminalidad. Pero pronto la
estrategia de guerra resultó insostenible porque la cruzada contra
la violencia delictiva desembocó en un incremento de todas las
violencias –la criminal, la individual y la de las corporaciones
policiales y militares–; la tasa de homicidios creció en forma
imparable y la desintegración social e institucional adquirió rango
de catástrofe. Los deudos de miles de muertos –inocentes todos,
pues nunca se les dio la oportunidad de ser juzgados y declarados
culpables– fueron a los foros oficiales, a las calles y a los
medios a exigir el fin de la impunidad y un alto a la guerra en la
que Calderón, ansioso por realzar su popularidad, embarcó al país.
Siempre deseoso de transferir
propiedades y obligaciones públicas al lucro privado, de reducir
garantías, de acabar con los derechos laborales, de aplastar a las
organizaciones sociales, Calderón ensanchó de manera sistemática
el círculo de sus odiantes y mientras más lo ensanchaba con más
firmeza apostaba a hacerse querer presentándose como “gallito”
muy bragado. En cambio, ante sus mandantes reales, la oligarquía
empresarial y el gobierno de Estados Unidos, su sentido de la
transgresión y de la rebeldía, nunca traspasó los límites de lo
discursivo: en una ocasión lanzó una amenaza destemplada e
inconsecuente contra los empresarios evasores y más de una vez alzó
la voz contra el gobierno de Washington. Pero, en los actos, fue
obsecuente y sumiso hasta la abyección con unos y con el otro.
Su drama es que quería ser querido. Su
error fue buscar ese objetivo por medio de la transgresión y se
enfrentó a la gran encrucijada: o transgredía las lógicas de
complicidad, encubrimiento y corrupción del régimen oligárquico
que lo ponía en la presidencia para servirse de él o transgredía
la ética, las leyes y algunos de los principios que le habían
inculcado desde pequeño como no robar, no matar y no mentir. Optó
por lo segundo y por eso está a punto de convertirse en uno de los
ex gobernantes más odiados en la historia reciente del país. Como
Salinas.
La gran diferencia entre uno y otro es
que Calderón, más ingenuo y simple, quería ser querido y ahora es
un perdedor. Su antecesor y benefactor priísta, en cambio, posee una
personalidad más compleja: deseaba ser odiado y es, en esa
perspectiva, un hombre de éxito.
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