Si en algún momento del pasado 27 de
septiembre el secretario de Gobernación hubiese salido antes que los
medios a informar a la sociedad de lo ocurrido esa madrugada en
Iguala; si el procurador hubiese anunciado la atracción inmediata de
las investigaciones (basado en la premisa simple de que ninguna
delincuencia “no organizada” es capaz de asesinar a balazos a
seis personas en cuestión de minutos y de secuestrar a otras 43), y
si el Presidente hubiese encabezado con su propia indignación la
indignación social que el hecho iba a generalizar horas más tarde,
tal vez el gobierno federal no estaría ahora enfrentando una
situación agónica y sin salida posible. Pero será hoy, a 60 días
de aquellos sucesos, cuando Peña procurará atajar con algún
anuncio de algo el descontento multiplicado y exponenciado por dos
meses de indolencia, omisiones, insensibilidad, mentiras, arrogancia
y conatos represivos –que lejos de disuadir la protesta le dan más
sustancia–, el “hubiera” es irrelevante y parece ser que ya es
demasiado tarde.
Por falta de visión de Estado, por
interés o por lo que haya sido, el gobierno peñista optó por
preservar la red de complicidades entre el poder público y la
delincuencia organizada, que ofrece ventajas inmediatas en materia de
control político, y lanzó una vasta operación de imagen a fin de
“resolver” el problema: desde la línea oficial a medios dóciles
para que escamotearan a sus audiencias la información sobre la
guerra en curso y sus saldos, hasta el envío de Alfredo Castillo a
Michoacán para que dividiera, debilitara y cooptara la insurrección
ciudadana que amenazaba con propinarle una derrota decisiva a los
cárteles que operan en la entidad. Si la actual administración se
hubiera propuesto desde sus inicios hacer frente a la inseguridad
mediante un combate decidido y profundo contra la corrupción; si
hubiera cambiado de paradigma en la lucha contra la delincuencia
organizada y se hubiera deslindado en forma real y efectiva del
calderonato; si hubiera sido capaz de comprender las raíces
políticas y sociales del narcotráfico, la pudrición institucional
y la violencia, tal vez no estaríamos ahora descubriendo fosas y
fosas ni exigiendo la aparición con vida de desaparecidos. Hoy, a lo
que puede verse, al gobierno se le ha hecho demasiado tarde.
El peñato se entronizó como resultado
de una adulteración a gran escala de la voluntad popular con el
propósito de dar continuidad a un programa político económico que
privilegia los intereses del capital financiero (incluidos, o no, los
grandes flujos procedentes de ganancias ilícitas) y dio por hecho
que las entidades sociales que han rechazado ese programa durante
décadas carecían de relevancia: instancias sindicales
independientes, comunidades indígenas, organizaciones políticas
progresistas, causas de género, ligas campesinas, grupos
ambientalistas, movimientos estudiantiles y muchas más. Pensó que
podía pasar por encima de ellas y desentenderse de sus demandas. A
fin de cuentas, tenía a la casi totalidad del espectro político
formal (es decir, a lo que debiera ser la representación de la
pluralidad política y social) comiendo de su mano por medio del
“Pacto por México”. Parado sobre esas certezas, el peñato
emprendió y consumó sus reformas estructurales y supuso que ello no
habría de tener consecuencias mayores en el terreno de la
gobernabilidad. Si hubiera actuado de otra manera y hubiera escuchado
más allá de las bancadas legislativas y más allá de los reportes
del Cisen, tal vez habría podido operar con más eficacia y con un
mínimo de respaldo social en la presente crisis. Pero hoy da la
impresión de que ya es demasiado tarde.
Tal vez alguien dentro del régimen
habría podido ver, en las postrimerías del calderonato, que el país
requiere de un proyecto educativo que vaya más allá de liquidar la
educación pública gratuita y de propiciar la proliferación de
establecimientos particulares y de “universidades” privadas
carentes de más objetivo que el de generar utilidades, y que el
campo nacional no es un “problema a resolver” sino una solución
potencial para varios de los principales problemas nacionales. Tal
vez alguien habría podido decirle a Peña que no se puede
menospreciar al agro hasta tal punto que se le haga figurar –como
lo hizo, cuando era aspirante presidencial, en el libro que le
escribieron para que lo firmara– como un apartado menor del
capítulo “combate a la pobreza”, y que no es poniendo cajeros
automáticos en localidades remotas como se debe hace frente a la
situación de los campesinos. Pero el desprecio del grupo gobernante
a la educación pública y al campo no podía más que producir una
circunstancia de hostilidad oficial y de extremada vulnerabilidad
para los alumnos de una escuela normal rural, y hoy resulta
inverosímil cualquier cambio de percepción por parte del gobierno.
Acaso Peña y su pareja habrían podido
prescindir de una riqueza tan ostentosa como la que exhibe la “casa
blanca” de Las Lomas. Tal vez él habría podido llenar desde un
principio, y en forma clara y sin ambigüedades, su declaración
patrimonial. Es razonable suponer que tuvo margen de decisión como
para rechazar cualquier trato entre su esposa y uno de los
principales beneficiarios de los contratos de obra pública en el
Estado de México que él gobernaba. Se puede pensar que convocó a
sus asesores a conciliábulos en los cuales diseñar la respuesta
correcta a la revelación de los ya célebres trastupijes
inmobiliarios y probablemente alguien allí le aconsejó que hiciera
cualquier cosa menos decir lo que dijo: vincular el escándalo a un
afán “desestabilizador” y, para colmo, decirlo con una
manifiesta cólera incontenida. Ciertamente, Peña tuvo la capacidad
de ordenar un concurso equitativo y transparente para asignar la obra
del tren rápido México-Querétaro al consorcio que ofreciera
mejores condiciones para construirlo, pero el concurso fue visto como
parcial y amañado y, para colmo, resultó que la firma vencedora era
precisamente la que había construido a crédito la casa de su mujer.
Hoy se ha cerrado cualquier margen para que el ocupante de Los Pinos
ofrezca a la sociedad una explicación convincente de las
irregularidades manifiestas –como la de no haber incluido en su
declaración patrimonial los bienes de su cónyuge– y de las
sospechadas.
El gobernante soñó con encarnar la
resurrección de un régimen presidencialista vigoroso y fuerte; con
ser el emblema de un PRI renovado, joven y atractivo; con
protagonizar la imagen de una nación que rompía las ataduras con su
propio pasado y se encaminaba, por fin, al desarrollo y a la
modernidad. Fue una apuesta arriesgada y la perdió: a 60 días de
ocurrida la atrocidad de Iguala, Peña es visto como el símbolo
supremo de un régimen corrupto, insensible, sórdido, autoritario y
espantoso. Lo que empezó como telenovela devino farsa y luego se
volvió tragedia: la tragedia del presidente despojado de toda
credibilidad que, aunque quisiera, no puede hacer nada bueno por sus
gobernados, salvo dimitir. Porque cualquier otra cosa que anuncie
hoy, dos meses después de perpetrada la barbarie, será tomada como
un intento por mantenerse en el cargo.
Tal vez consiga ese último propósito.
De ser así, será a costa de causar un daño desmesurado a México,
a sus instituciones y a su gente. Aún puede evitarlo y para eso,
hoy, a 60 días de los sucesos de Iguala, no es demasiado tarde.
3 comentarios:
Exigencias y recomendaciones como éstas que ahora se dan a toro pasado, las tuvo a multimillones EPN, desde que infausta y espuriamente se trepó al poder… ya ni siquiera le queda la oportunidad de cantar desde el ostracismo en algún lejanísimo basurero industrial, la canción aquélla que debió recordar, para aprender sus consejos, pues como no tuvo madre, ni maestra, y no lee, ni escucha… áhi que lo vea, cuando se le venga el 39 encima: “No quiero arrepentirme después de lo que pudo haber sido y no fue….; Se vive solamente una vez: hay que aprender a vivir y a querer; hay que saber que la vida se aleja y nos deja llorando quimeras…. (“Amar y Vivir” … http://youtu.be/86TpmTsRtyA
Peña es la fachada del régimen criminal y corrupto. Es parte y partícipe. Nunca inocente y está por de más esperar que por alguna iluminación tenga un destello de conciencia humana y renuncie, o pida disculpas.
Conny dijo...
Lo único que demuestra Peña Nieto es una falta total y absoluta de sensibilidad hacia la mayoría de los mexicanos, cree que repartiendo pantallas, tabletas y demás migajas va a lograr que el PRI se perpetue en el poder.¡sueños guajiros¡
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