Buenos días,
Francisco.
Apelo antes que nada
a su reconocida agudeza para que no tome la omisión del trato
protocolario habitual de “Su santidad” como falta de respeto
sino como expresión de mi honesta incapacidad para comprender esa
virtud y como un afán de dirigirme no al dignatario sino al hombre.
Encuentro en los actos y las palabras de usted una actitud sencilla y
libre de artificios y confío en que comprenderá mi reticencia a
emplear tratamientos honoríficos que ponen una distancia indeseable
entre las personas. Por añadidura llega usted a México
en condiciones poco propicias para escuchar y escudriñar al país
con plena libertad: blindado y cercado por aparatos eclesiásticos,
políticos, empresariales y mediáticos que harán cuanto esté en
sus manos para impedirle una comunicación sustancial con su grey y
con la generalidad de los habitantes, cristianos o no, creyentes o
no.
Creo sinceramente
que la opresión que padece este pueblo es tan poderosa y arrogante
que buscará oprimirlo a usted en estos días que estará entre
nosotros. Tratará de hacerlo, desde luego, con métodos más
sutiles y refinados que los que emplea en forma
regular en contra de los indios, las mujeres, los jóvenes, los
niños, los comerciantes, los artesanos, los asalariados y los
desempleados, los disidentes, las minorías religiosas y sexuales,
los profesionistas, los consumidores, los votantes, los causantes y
los pequeños y medianos empresarios.
Los poderosos de
México querrán reducir su visita a un suceso anodino, televisable y
comercializable. Tratarán de despojar el discurso de usted,
Francisco, de todo señalamiento crítico, de toda fuerza liberadora,
de todo contenido de esperanza. Procurarán reducir su entendimiento
del país a consignas fariseas: “tenemos problemas pero los estamos
superando”; “estamos combatiendo la pobreza”; “México avanza
hacia la pacificación y la normalidad”, etcétera. Incluso
buscarán manipular la reverencia y el afecto de la gente hacia su
cargo y su persona para diluir el poder de su palabra.
Pero la violencia de
la pobreza, la zozobra del desempleo, la angustia de la marginalidad,
el agravio de la desatención médica, la barbarie de los asesinatos,
la atrocidad de los feminicidios, la vergüenza de la corrupción, la
vesania de la destrucción ambiental, la ignominia de los fraudes
electorales, la emigración forzada por las carencias, las
deplorables condiciones educativas, la angustiosa aniquilación de
los salarios, la violencia familiar, los abusos sexuales en contra de
mujeres y niños, la entrega del país a intereses políticos y
económicos extranjeros y la desigualdad social, entre otros
infortunios que se abaten sobre esta población que hoy lo recibe con
afecto, no son fenómenos aislados e inconexos y mucho menos
excepcionales. Por el contrario, forman parte de un programa de
enriquecimiento vertiginoso de un puñado de individuos que detentan
la dirección de instituciones públicas, corporaciones privadas y
organizaciones criminales.
Cada muerto de la
“guerra contra el narcotráfico” (que es en realidad una guerra
de capitales y poderes fácticos en contra de la gente) representa un
puñado de dólares para blanquear en Wall Street; cada hectárea de
bosque o manglar arrasado es una suma adicional en las cuentas
corrientes de políticos que se dicen ecologistas; cada desaparición
forzada consolida los lazos de complicidad entre delincuentes y
funcionarios inescrupulosos que acuerdan bajo la mesa el control de
territorios, la expoliación de sus habitantes y la explotación
destructiva de sus recursos. Los bancos mundiales multiplican sus
ganancias con el accionar de los cárteles; en el terror de las
bandas de sicarios se enriquecen las empresas extractivas; cada
contrato irregular de obra pública adelgaza los presupuestos
destinados a la educación y a la salud, duplica las ganancias de los
concesionarios y deja a presidentes, legisladores, secretarios y
directores de oficinas públicas, gratificaciones ilegítimas en forma
de residencias millonarias, aviones privados, automóviles de lujo, paquetes accionarios;
cada acto de justicia denegada o torcida se traduce en mayores cuotas
de impunidad para los criminales y en mayores fortunas para los
jueces y magistrados prevaricadores; en cada uno de esos frentes se
destruyen la vida, la seguridad, las fuentes de empleo, las
viviendas, los cultivos y los medios de producción de millones de
personas inocentes.
Resultará
especialmente doloroso para usted, Francisco: los altos cargos
eclesiales del país son, en su mayoría, parte de ese grupo de
ambiciosos e inescrupulosos que ha llevado a México a su actual
estado de violencia, miseria y desesperanza. Obispos y arzobispos se
sientan a la mesa de los gobernadores involucrados con el narcotráfico
y el secuestro. Los cardenales ofrecen los sacramentos a quienes se
han enriquecido hasta la obscenidad en el ejercicio de cargos
públicos. A cambio de sus bendiciones esos malos religiosos obtienen
exenciones, prebendas de toda suerte y, sobre todo, blindaje legal
para que la justicia secular no hurgue en sus movimientos financieros
ni en las agresiones sexuales en contra de menores y de mujeres
inermes. Con luminosas excepciones, la jerarquía eclesiástica mexicana es parte integrante de la oligarquía violenta y
corrompida cuyos más altos exponentes se aprestan a besarle el
anillo pontificio y a utilizarlo a usted no sólo para efectuar
pingües negocios mediáticos sino, lo más grave, como adormecedor
de un pueblo ofendido y exasperado. Quieren ser anfitriones de un
Papa sordo, ciego y, especialmente, mudo.
El aire de
renovación de su pontificado, Francisco, ha sido respiro de
esperanza para millones que claman por un reencuentro del Vaticano
con su feligresía. También ha suscitado críticas soterradas o
abiertas, tanto dentro del campo de la fe como en el conjunto de
quienes carecemos de ella. Algunos piensan que usted vacila, otros
sospechan que usted simula y yo interpreto, con simpatía, que usted
es el Papa más bienintencionado que ha habido en mucho tiempo,
que actúa en un medio difícil y de inercias hostiles y que debe
procurar delicados equilibrios porque si bien se ha propuesto como
tarea renovar la Iglesia, debe hacerlo preservando su unidad y no
despedazándola. Pero aun a sabiendas de esa complicada circunstancia
le pido que su visita a México no abone al inmovilismo, a los
eufemismos oficiales, a la elusión de la verdad, a la simulación de
armonía, prosperidad y paz inexistentes. Le pido que acompañe a
los dolientes y a los ofendidos y que no halague a los verdugos con
la omisión y el silencio.
Una caterva de
opresores se apresta a recibirlo y adularlo en actos oficiales. Pero
también lo esperan, con la esperanza puesta en usted, los deudos de
los indígenas masacrados, de los ciudadanos secuestrados, de las
víctimas de feminicidio, de los mineros sepultados por la avaricia,
de los bebés y los ancianos calcinados por la corrupción y la
indolencia, de los periodistas silenciados a muerte, de los muchachos
asesinados y desaparecidos en Iguala. Lo esperan los activistas
presos, los ahorradores defraudados, los votantes burlados, los
campesinos despojados, los migrantes traficados como esclavos, los
jóvenes sin universidad y los maestros sin aula. Lo esperan los
mexicanos que han sido expulsados de la economía, de la salud, de la
educación y de la justicia y que luchan sin embargo por preservar la
vida y la dignidad: lo único que nadie ha podido arrebatarles.
Permita que se acerquen a usted, escúchelos y bríndeles testimonio
de esperanza y de solidaridad. Ellos son el tesoro verdadero de su
iglesia. Francisco, no los decepcione.
Le deseo salud,
éxito en su tarea y una estancia fructífera en esta su dolida
casa.