En un rincón del
baño de visitas vive una araña peculiar. A primera vista nada
permite distinguirla de sus congéneres que habitan la casa y que
son, la gran mayoría, fólcidos comunes y corrientes, de esos que no
tienen más veneno que el necesario para paralizar a las hormigas,
moscas, palomillas y zancudos que constituyen la base de su
alimentación. Es precisamente esa dieta la razón de mi alianza con
los arácnidos: ellos se comen a los bichos que compiten conmigo por
la comida o que me ven como una cena apetecible, y esa vocación les
garantiza inmunidad y permiso de residencia indefinido en los
rincones de la vivienda.
En tanto sus hamacas
intrincadas y deprimentes no se extiendan a espacios útiles y
habitables, las arañas pueden, pues, estar a gusto y hacer lo que
les dé la gana. La única amenaza que ha de causarles preocupación
es la competencia de sus semejantes por el lugar y por la comida, una
competencia en la que uno no tiene forma de arbitrar ni de establecer
reglas civilizadas y que se dirime, en consecuencia, por la ley del
más fuerte. Suena irresponsable y cruel pero bastante ocupado está
uno en impedir que otros humanos lo devoren como para ponerse a meter
orden en las brutales relaciones inter arácnidas.
De modo que las
arañas no tienen motivos para cuidarse de mí ni yo tengo razones
para temerles. En Internet ha habido todo un barullo por la supuesta
proliferación de arañas violinistas (también llamadas reclusas
pardas) en diversos puntos del globo, incluida la Ciudad de México,
pero la plaga es imaginaria y además ese bicho no es tan peligroso
como se afirma: en la mayoría de los casos su picadura provoca una
lesión cutánea que termina por curarse sola; es la reacción
alérgica al veneno la que puede causar cuadros graves. En un quicio
de otro baño se ha instalado lo que parece ser una Latrodectus,
una viuda negra insaciable a la que a cada rato hay que limpiarle su
tiradero de pequeños cadáveres: los hay de miriápodos, de insectos
y, por supuesto, de arácnidos incautos que incursionaron por sus
dominios y acabaron devorados. Pero, a contrapelo de la creencia
popular, las viudas negras son animales contenidos y pacíficos que
sólo muerden a los humanos cuando éstos los han sometido a un
bullying extremado y sólo en circunstancias excepcionales de
peligro recurren a la picadura fatal, como lo demostró hace unos
años el aracnólogo David Nelson en una
investigación que popularizó Catherine Scott.
En suma: es mucho
más probable que las arañas de casa maten a un mosquito portador de
zika que a mí y no veo, por tanto, razón para hostilizarlas,
expulsarlas o exterminarlas, lo que no significa que el respeto mutuo
se convierta en amistad o en una comunicación intensa. Aunque
compartimos techo, vivimos en mundos muy diferentes que raras veces
entran en contacto. Ellas me miran dificultosamente desde las alturas
con sus ojos primitivos y sin párpados –acaso en forma tan
deficiente como los humanos percibimos las placas tectónicas sobre
las que estamos parados– y como no logran ubicarme como amenaza ni
como alimento, que son las únicas categorías en las que dividen al
resto de los seres vivos, se desentienden de mí. Por mi parte, he
logrado individualizar algunos especímenes de los que sólo obtengo
noticias monótonas: se marchan, mueren o bien capturan alguna presa
tan suculenta que se llenan de sí mismas por el orgullo y se ven
obligadas a mudar de piel. He ideado, como mensaje de saludo
rudimentario, un ligero soplido. Ellas lo reciben sin hacer
aspavientos y suelen corresponderlo con un movimiento corporal que
podría equipararse a una sentadilla. Es una forma de decirles “hola”
y también de cerciorarme de que no han fallecido, porque en esos
casos es recomendable retirar el cadáver.
La araña que vive
en el baño de visitas es la excepción en este sistema primitivo de
cruce de señales. Cuando se ve tocada por el aire que le lanzo
interrumpe lo que estaba haciendo, que casi siempre es nada, y sale
corriendo despavorida a ocultarse en una grieta de la madera del
techo. Esa reacción tan exagerada y tan distinta de la que exhiben
sus congéneres ante el mismo estímulo me lleva a pensar que las
arañas son susceptibles de poseer una personalidad propia. He
fotografiado a la araña miedosa con la lupa del celular y he
comparado meticulosamente su imagen con la de otras arañas de su
especie; ésta no parece tener ninguna singularidad física
significativa y me he preguntado si padeció algún trauma que alguna
parte de su organismo pueda recordar, si mi aliento le disgusta o si
su pusilanimidad carece de razón específica, habida cuenta que su
territorio está fuera del alcance de pájaros, gatos, perros,
lagartijas, sapos, monos o cualquier otro depredador que pudiera
representarle una amenaza real, salvo los pedipalpos de otros
arácnidos. Así pues, me veo obligado a concluir que, en ausencia de
peligros objetivos, el miedo de esta araña es (gulp) subjetivo, y
saque cada quien sus conclusiones.
Pensándolo bien, es
un tanto trágico que un ser tan destructivo (en su escala), que
debiera infundir terror a cuanto bicho tenga la desgracia de cruzarse
con él (y a no pocos ejemplares de la especie humana que padecen
aracnofobia), resulte tan asustadizo ante un soplo de viento tan
comedido como el mío. El dato me hace recordar el día en que Felipe
Calderón se cagó de susto en el
curso de una ceremonia de homenaje a los Niños Héroes porque
escuchó lo que siempre se escucha en tales ocasiones: salvas de
cañón. Hay
que recordar que para entonces (2010) el usurpador ya cargaba con la
responsabilidad de decenas de miles de muertes provocadas por su
guerra estúpida, o sea que el gesto de terror que se le dibujó en
la cara (a pesar de estar blindado y resguardado por medio Ejército
Mexicano) bien pudo ser una expresión de mala conciencia. Pero entre
el organismo de Calderón y el de la araña asustadiza que vive en un
rincón del baño de visitas hay una diferencia abrumadora –aunque
los malquerientes del primero o los partidarios de la segunda se
sientan tentados a negarlo– y no hay la menor base para afirmar que
un artrópodo es capaz de sentir remordimientos como los que
experimenta un ser humano. De modo que el origen de sus pavores me
sigue resultando un misterio.
Pobre, la araña
miedosa. He decidido dejar de saludarla y no soplarle más. Qué caso
tiene importunarle la vida si a fin de cuentas cumple su misión y
mantiene su área de control libre de alimañas perniciosas y
molestas. Me limito a tomarle una foto (aquí se las dejo) y cuando
pasen varios días y ella siga inmóvil la daré por muerta y
retiraré su cadáver con un plumero.
1 comentario:
Muy bueno el relato!
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