Hasta
ayer, cuarto día de su visita a México, el papa Francisco no se
había expresado en torno a los delitos sexuales perpetrados y
encubiertos de manera contumaz por sacerdotes y dignatarios de la
iglesia católica mexicana. No había pronunciado tampoco un mensaje
concreto de solidaridad con las víctimas de las violaciones
sistemáticas a los derechos humanos cometidas por los poderes
públicos en todos sus niveles, en especial las desapariciones
forzadas, de las que son emblemáticas las que sufrieron 43
estudiantes de Ayotzinapa y que hasta la fecha el gobierno federal no
ha querido esclarecer. El pontífice no ha tenido palabras de condena
inequívoca a los feminicidios ni a la indiferencia frente a ellos de
las autoridades. En cambio, en lo que va del viaje, Francisco ha
hablado fuerte y claro en contra de la corrupción y la avaricia de
los gobernantes y empresarios y su relación inocultable con la
inseguridad y la violencia que padece el país, ha emitido frases de
repudio a la frivolidad, la insensibilidad y la arrogancia del alto
clero católico y ayer, en San Cristóbal de las Casas, se manifestó
en contra de la opresión, la marginación y la explotación de que
son víctimas los pueblos indígenas.
Los
mensajes y los silencios del Papa pueden ser interpretados como
muestra de su disposición a conducir la iglesia por el camino de la
solidaridad con los que sufren y a distanciarse de la convivencia con
los promontorios del poder opresor, explotador, corruptor y asesino.
En cambio, el fundado escepticismo social ante el Papado concluye que
el discurso de Francisco –desde que se sentó en el trono de Pedro
y hasta la fecha– es una operación de mercadotecnia y simulación
para restaurar el alicaído ascendiente de Roma ante feligresías
católicas ofendidas y desencantadas por los numerosos y sistemáticos
agravios recibidos desde el que debiera ser su liderazgo espiritual.
“Pura palabrería hueca”, sostienen algunos, acaso sin reparar en
el hecho de que toda dirigencia (religiosa, política, social) se
ejerce primordialmente por medio del lenguaje y que la palabra del
poder no siempre es ajena al poder de la palabra.
Algo
que debiera tomarse en cuenta es la manifiesta tensión entre el
cerco que las distintas ramas de la oligarquía nacional –la
política, la clerical, la empresarial, la mediática– han tendido
en torno a Francisco y la determinación de este último a mantener
la coherencia de su discurso al margen de halagos y maniobras de
seducción y neutralización de quienes tienen en sus manos la
organización y la logística de la visita: la jerarquía
eclesiástica, la Presidencia y las gubernaturas de las entidades
visitadas. Para gobernantes, arzobispos y compañía, es fundamental
que el pueblo se quede con la percepción de un pontífice tan
insensible, arrogante y torcido como ellos, de un Papa palaciego
rodeado por un primer círculo de corruptos, encubridores,
oportunistas y magnates. Al parecer, sectores de la alta clerecía,
adversos de antemano a los mensajes del jesuita argentino, han
operado incluso para adelgazar la concurrencia popular a las vallas y
actos masivos.
Así
se desarrolla, a ojos de quien quiera verla, una lucha en la que se
dirime el sentido primordial de la gira: ratificar la vieja alianza
opresora y corrupta entre el Vaticano y los poderes institucionales y
fácticos del país o dar testimonio de renovación al lado de los
oprimidos, los explotados, los marginados y los diezmados por las
varias violencias estructurales y programadas del régimen.
Por
lo pronto, alguien le ha recordado en la cara a Peña Nieto que
aunque tenga los bolsillos llenos de dinero sórdido y la conciencia
anestesiada, tendrá siempre las manos manchadas de sangre; alguien
le ha dicho a Norberto Rivera y a sus compinches, también en su
cara, que no deberían andar haciendo arreglos en lo oscuro con los
dueños del dinero y los apoderados del presupuesto, que dejen de
aspirar a ser príncipes y que asuman con humildad y transparencia su
tarea pastoral.
Ciertamente,
un elemento del cerco en torno a Francisco es la cara dura de los
identificables destinatarios de sus mensajes. Esos oyentes no se
ponen el saco ni aunque traiga bordados sus nombres y apellidos, y
así pretenden dejar la impresión de que las duras palabras del Papa
no tienen nada que ver con ellos. Pero si el pueblo las escucha y
confirma con ello la legitimidad de sus reclamos, el cerco se habrá
roto.
Quedan
unas horas de aquí al fin de la visita y hasta ayer al medio día
Francisco aún no había externado algunos posicionamientos sobre
algunos de los agravios más visibles de cuantos ha padecido la
sociedad mexicana. Ojalá lo logre.
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