18.1.00

Chile: victorias grises


Esta elección chilena de anteayer fue un rosario de paradojas. Los ciudadanos no votaron para cambiar nada, sino para conservar lo que tienen, por más que les resulte insatisfactorio. La economía no va propiamente en derrotero de catástrofe como hace tres meses, pero el precio del pan se ha triplicado en cosa de semanas. El óxido acumulado en el poder por la Concertación es mucho más profundo de lo que pensó Ricardo Lagos cuando resultó nominado en primarias, y los votantes del oficialismo sufragaron más con sentido de obligación que de ejercicio de un derecho, porque tampoco está la situación como para dejar el gobierno en manos de unos pinochetistas que, en la férrea disputa por el centro político, ya perdieron hasta su pinochetismo. Si hubo voto de castigo, la sanción consistió en imponerle a la Concertación otro periodo en el poder.

Son grises las victorias y las derrotas que ocurren en y alrededor de Chile. Lo es el triunfo de Lagos, lo es el fracaso de Lavín, lo es la derrota máxima del tirano --quien, según los indicios, volverá a Chile en bata de enfermo y con la extremaunción administrada por vía intravenosa-- y lo es también su victoria póstuma e involuntaria: tener a la mitad de los ciudadanos votando por la derecha.

La disociación nacional tuvo una expresión muy clara en el emocionado discurso de victoria que pronunció Lagos en la Plaza de la Constitución, en cuanto tuvo certeza aritmética del triunfo. El cuasi presidente electo centró la alocución en la armonía con el adversario; sólo le faltó ofrecer un ministerio específico a Lavín y, a los partidos de la Alianza por Chile, la inclusión automática en la coalición gobernante: palabras conciliadoras. Y mientras más lejos llevaba su prédica de amor, más fuertes eran los gritos de las bases que le exigían enjuiciar a Pinochet.

Es difícil saber si, a estas alturas, la promoción, por parte del gobierno, de un proceso legal contra el dictador menguado y menguante --que tendría que comenzar por quitarle la inmunidad parlamentaria y sacarlo del Congreso-- podría calificarse de actitud de confrontación: en los quince meses en los que Pinochet ha permanecido enjaulado en Londres, su exhibición ante los ojos del mundo como genocida criminal lo convierten en un fardo político excesivo hasta para sus propios fanáticos; para las hegemonías de la clase política chilena --oficialismo y derecha-- lo mejor que podría pasar es que el viejo gorila estirara la pata por propia iniciativa y con la mayor discreción posible; así, los parlamentarios y los dirigentes de partido podrían regresar a la disputa apacible por el extremo centro y a porfiar en la magna tarea de administrar anestesia al cuerpo social.

Este empeño analgésico ha aceitado la transición interminable (¿desde cuándo, hasta cuándo, hacia dónde?) pero no es seguro que sea motivo de la gratitud de los chilenos hacia sus gobernantes. Tal vez el desafío más importante para el próximo periodo de la Concertación no provenga de sus adversarios políticos amortiguados ni de sus propias bases, sino de una sociedad que, en una década de moderación oficial casi fundamentalista, parece haber consolidado la estabilidad política, pero ha perdido el entusiasmo.

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