14.5.02

Infancia


A la larga, el cuidado de las crías hizo la diferencia entre los reptiles, ovíparos, y los mamíferos, vivíparos. Un hecho así de elemental, una discriminación básica entre las perspectivas de sobrevivencia y las de extinción, habría podido animar los trabajos de la sesión especial de Naciones Unidas en favor de la infancia que tuvo lugar la semana pasada en Nueva York, encuentro lucidor que reunió una apreciable masa de liderazgo mundial. Pero, a juzgar por los resultados, la humanidad no tiene ni instinto ni conciencia sobre el cuidado de sus cachorros, ha perdido interés en la viabilidad (hay cosas mucho más importantes, como mantener a raya la inflación y combatir el terrorismo) y sus dirigentes mundiales son estúpidos: los anima principalmente el afán de asegurar la transferencia de sus sillones de cuero y de sus camionetas blindadas --vehículos de doble tracción que fatigan de manera absurda el pulido asfalto de los centros de convenciones-- a sus propios nietos y bisnietos; creen que con ello asegurarán la persistencia de sus genes. Pero hablan en nombre de la humanidad y, deliberadamente o en virtud de una extrema inocencia, creen que sus propias familias y sus respectivos círculos sociales constituyen el conjunto de la especie.

Si las cosas siguen como van, los bisnietos burgueses de Kofi Annan, de Vicente Fox, de Alejandro Toledo, de la reina Sofía y de Bill Gates, entre otros de los invitados ilustres en Nueva York, sobrevivirán cercados por millones y millones de descendientes de los niños soldados, los niños sexoservidores, los niños famélicos, los niños sidosos, los niños drogadictos y los niños de la calle del presente. Los estadistas, funcionarios, empresarios y nobles que se dieron cita en el encuentro para ponerle sonrisitas de conejo a los problemas contemporáneos son responsables, por omisión, de una fractura de la especie en una vicemanada de bebés rosáceos, regordetes y tecnocráticos, por un lado, y, por el otro, en una horda gigantesca de tarados miserables. Unos y otros heredarán el mundo que habitamos y tendrán que compartirlo y convivir, y aquello será un infierno.

Las responsabilidades de la vida privada no pueden deslindarse --no del todo-- de las obligaciones sociales. Uno puede meter el dedo en un tarro de miel y después chupárselo, y sentarse a imaginar a su propia familia instalada en el bienestar logrado con el esfuerzo de toda una vida. Pero, del otro lado de la barda del jardín (mira qué lindas bugambilias, imbécil), acecha el resto de la especie. No siempre con rencor, no necesariamente con facturas personales, pero sí con todas las no resueltas miserias materiales y espirituales, lista para aplicar las leyes de la termodinámica y a disipar el calor en una vastedad de frío, a enfriar lo caliente, a compensar, a tejer de manera vertiginosa vasos comunicantes insospechados entre la opulencia y la carencia, entre el convento y el burdel, entre la crema contra las arrugas de la tía rica y las llagas expuestas del mendigo.

Pero ante esa perspectiva los asistentes al encuentro de Nueva York se conformaron con esbozar sonrisitas de conejo y con redactar una maravillosa carta a Santa Claus. Son, pues, responsables por omisión de permitir la persistencia de los infiernos creados por la humanidad para todos sus cachorros. Podrán esgrimir toda clase de pretextos para explicarle al mundo su manifiesta ineptitud --la precariedad de los consensos, el gradualismo obligado de las acciones, el realismo responsable que justifica el no hacer nada-- pero en el fondo saben que han fallado, que les han fallado a sus hijos, a sus nietos, a los bisnietos de sus prójimos y a los descendientes más lejanos de todo mundo, y que son por ello, tomados en conjunto o uno por uno, una impresentable vergüenza.

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