3.9.02

La lapidación de los amantes


La opinión pública de Occidente se ha movilizado para salvar de la muerte a Amina Lawal, campesina nigeriana condenada a la lapidación por el juez islámico Nasiru Bello Daji, quien consideró imperdonable que la mujer haya tenido relaciones sexuales ocasionales con un pretendiente. De esos encuentros nació Fátima, una bebé de meses. Amina es además madre de otros dos hijos. A principios de año otra mujer acusada de haberse embarazado fuera del matrimonio, Safiya Husaini, también sentenciada a la lapidación por un tribunal islámico nigeriano, fue salvada por la protesta mundial de organizaciones y gobiernos. En el vecino Níger, los amantes Amadou Ibrahim y Fátima Usman (32 y 30 años, respectivamente) fueron condenados a fines de agosto a morir bajo la lluvia de piedras, también en cumplimiento de la sharia, por haber cometido adulterio. En mayo se les había sentenciado a cinco años de cárcel, pero el padre de la mujer consideró que se trataba de un castigo demasiado benigno y apeló del fallo ante el tribunal de New Ganu.

En Níger la esperanza media de vida no pasa de los 41 años y en Nigeria apenas alcanza los 50. En el primer país, casi dos de cada 100 habitantes están contagiados de VIH; en el segundo hay unos 3 millones 500 mil seropositivos, en una población que oscila entre 101 y 123 millones, según las fuentes, todas las cuales advierten que sus cifras son inciertas, y no sólo debido a los más recientes avances de la epidemia, sino también por la falta tradicional de estadísticas confiables. Aun así se considera a Nigeria el Estado más densamente poblado de África y uno de los más corruptos del mundo.

Injusticias tan atroces como las que sufren Amina, Safiya, Amadou y Fátima son sin duda merecedoras del repudio internacional, y las campañas emprendidas en Occidente para salvar las vidas de esas personas tienen toda la justificación moral del mundo. La lapidación de los amantes no sólo es horrenda porque constituye una práctica específica de la pena de muerte, sino también porque se ejerce contra quienes, desde la perspectiva del derecho occidental moderno, son inocentes de toda culpa.

Es paradójico, sin embargo, que Estados Unidos y Europa occidental, obsesionados con las reales o supuestas amenazas terroristas procedentes de Medio Oriente y Asia Central, no perciban los peligros que se gestan en los hervideros demográficos africanos, diezmados por el sida, fanatizados por el Islam más distorsionado que pueda imaginarse y abandonados por gobiernos inexistentes o en franco proceso de disolución. Los gobiernos de Libia, Irak e Irán, villanos favoritos del momento, podrán ser dictatoriales y antioccidentales, pero no puede dudarse de su control efectivo --y hasta excesivo-- sobre población y territorio. En África central, en cambio, nadie está a cargo de nada, las instituciones nacionales son menos que embrionarias y los agravios de Occidente son allí mucho más dolorosos y sangrientos que en Levante y el centro de Asia. La falta de interés mundial hacia esos países es criminal, pero además suicida. Ahora los tribunales islámicos de Níger y Nigeria condenan a la lapidación a los amantes furtivos; un día de éstos, si las cosas siguen como van, pueden empezar a reclutar a los nuevos mártires de una guerra santa contra Occidente que estará, en todo caso, fundamentada en agravios monumentales.

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