14.10.03

Natura y cultura


El periodista científico Josep Català lo resume sin tapujos: “La ley natural otorga a los humanos una vida de 28 años. Una persona con 30 años ya es vieja y en rigor, en rigor natural, debería morirse lo antes posible”. En efecto, un espécimen cualquiera de homo sapiens que haya logrado sobrevivir tres décadas tuvo que haber cumplido la tarea para la cual fue puesto en este planeta: cerrar un eslabón de la cadena reproductiva, exponer su genoma a los tamices del medio ambiente, la subsistencia del más fuerte y los rayos cósmicos, tener cachorros y cuidarlos hasta que puedan valerse por sí mismos. A partir de entonces, los hidratos de carbono de sus músculos y el calcio y el fósforo de sus huesos pasan a considerarse materiales reciclables, muy buenos para alimentar aves de rapiña y abonar árboles de aguacate.

Ante las consignas en boga de respetar al pie de la letra los dictados naturales, se contrapone el hecho de que morirse antes de los 30 es, hoy en día, una gran falta de educación y una tremenda incorrección política. La etapa de la vida llamada adolescencia se inventó en la séptima década del siglo anterior para amparar a los desorientados de menos de 20, pero en años posteriores se ha ido alargando para que la cobertura de su póliza se extienda incluso a despistados de más de 25. Rumiar alfalfa y organizar manifestaciones contra los productos transgénicos puede ser divertido, pero a muy pocos se les ocurre, en el afán de hacer cumplir con los dictados de Natura, o de parar la contaminación planetaria, proponer el exterminio de los treintones, y mucho menos hacerle ascos a los antibióticos, al quirófano o a la quimio cuando la selección natural manda los primeros avisos de que nos ha llegado la fecha de caducidad, justo cuando nos disponíamos a planificar la gran obra de nuestro paso por el mundo.

Por supuesto, en una lógica en la cual la naturaleza no imita al arte, sino a Mengele, salen sobrando, además de los adultos, los viejos, los enfermos, los miopes, los sordos, los autistas, los cojos, los estériles, los mancos, los siameses, los enanos, los gigantes, los obesos, los escuálidos, los estrábicos, los epilépticos, los artríticos, los jorobados, los patizambos, los alucinados, los depresivos, los albinos, los alérgicos, los hemipléjicos y los cuadrapléjicos, los mongoloides, los diabéticos y los melancólicos, entre otros muchos que, sumados, dan al menos un hemisferio, si no más, de la pelota humana.

Afortunadamente, y a pesar de las modas favorables al germinado de soya, a la adopción de bacilos de yogur como mascotas amantísimas y a una actividad incomprensible llamada turismo ecológico, los humanos no habitamos en natura, sino en cultura, y la segunda es un entorno un poco más acogedor, tolerante y auspicioso, en el que caben la debilidad y la fuerza, la habilidad y la terquedad, la insustancialidad y la profundidad, Miguel Ángel Cornejo y Noam Chomsky, Margaret Thatcher y Rigoberta Menchú, Ricky Martin y Saramago, sin que la aparición de unos implique la extinción automática de los otros, por más que los totalitarismos de todo signo se empeñen en imitar las leyes de la selección natural y en borrar del mapa cualquier posible singularidad humana.

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