25.3.10

El último suspiro
del Conquistador / XXIX


Estaban en el mercado de La Lagunilla, en un espacio que era local comercial y bodega y que perteneció a quien en vida llevara, como lo asentaban los documentos de identificación hallados en el sitio, el nombre de Rufino Vázquez Morgado. El cuerpo del referido yacía en el piso, con el cuello torcido en un ángulo de casi 90 grados; se presumía que habían transcurrido unos cuatro o cinco días desde el momento del fallecimiento y se asentaba que éste fue causado por un traumatismo violento. Con el permiso implícito del comandante policial a cargo de la investigación, un veterano médico forense de apellido Sánchez Lora se apartó de sus tareas para husmear entre los papeles que revisaban los ministerios públicos; observó, entre el revoltijo, unas fotos en las que el occiso aparecía acompañado por otro sujeto, más joven, y Sánchez Lora identificó sus rasgos faciales con los de otro difunto, recogido unos días antes, a dos kilómetros de La Lagunilla, que había resultado despedazado por la caída de una estatua desde el campanario de la capilla del Hospital de Jesús, casi en la esquina que forman las calles de República de El Salvador y Pino Suárez.

Sánchez Lora sintió una oleada de orgullo cuando un agente investigador comunicó al comandante que el equipo de peritos había detectado la presencia en el sitio, después del crimen y antes de la llegada de las autoridades, de dos personas, un hombre y una mujer. “Qué eficiencia científica”, se dijo a sí mismo, conmovido, el médico forense, mientras se imaginaba la realización de exhaustivos exámenes dactiloscópicos, la recogida acuciosa de muestras de ADN... Pero pronto notó la ausencia de los materiales de trabajo necesarios para tales pesquisas y cayó en la cuenta de que los exámenes de material genético no se hacen en cinco minutos, de modo que, intrigado, preguntó:

—¿Pues qué pruebas hicieron?

—¿Pruebas? —dijo a su vez, extrañado, el detective—. Ni que fuéramos suizos.

El comandante, claramente molesto por la ironía, inquirió:

—A ver, ¿qué historia es esa? ¿Cómo sabes que anduvieron por aquí un hombre y una mujer?

—Pues preguntando, mi comandante. Me lo dijo la señora del puesto de al lado, y ni siquiera hubo que presionarla. Pero si queremos más datos, es cosa de encontrarle tantita fayuca y nos suelta la sopa.

Tras escuchar aquel diálogo, Sánchez Lora volvió a perder la confianza en las instituciones.

* * *

No podía estar, pero estaba; carecía de cuerpo y de sentidos, pero una incierta sensación de encierro evocaba el recuerdo de la armadura, tortuosa, dolorosa y poco útil, que había usado en los combates contra los naturales, no tanto porque le brindara una protección cierta, sino por miedo al encontronazo seco de su carne con el macuáhuitl, esa suerte de mazo dentado que, bien empleado, era capaz de decapitar de un solo tajo a un caballo, como le había ocurrido al traidor Cristóbal de Olid, quien, a su vez, perdió la cabeza, unos años más tarde, en Honduras, bajo el golpe de una albarda castellana. Al menos, pensaba, la armadura distribuiría la fuerza del golpe, antes de romperse.

* * *

Jacinta se quedó intrigada con la última frase del misterioso mensaje que, por fin, la ponía en una pista concreta para escrutar el contenido de su frasco: “El doble Premio Nóbel Linus Pauling —inquietísimo— fue de los primeros en someter el aliento humano al cromatógrafo de gases...” Aliento humano era, precisamente, lo que tendría que contener su frasco: aliento humano recolectado por un brujo de la nariz (¿era de la fosa izquierda o de la derecha?) de un agonizante, acaso de Cortés, si resultaba cierta su inferencia. El pequeño escudo metálico del Marquesado del Valle de Oaxaca que colgaba del cuello del frasco mediante una cadenita no era concluyente, ni mucho menos. Pero el viejo almero al que ella había robado el frasco le había dicho que en su almario estaban depositadas unas ánimas tan antiguas que algunas databan de tiempos de la Conquista. Le faltaba ahora alguien que tuviera acceso a un espectrómetro, o a un cromatógrafo, o a ambas cosas. Entonces volvió a leer la abreviatura misteriosa y el título que aparecían, a modo de firma, bajo el mensaje providencial: “MSM — Científico y anarquista”.

—Sepa quién será este cuate —se dijo— pero tal vez él me ayude.

Y se puso a escribirle un mensaje.

* * *

A Rufino la habitación de hotel le pareció lujosa: baño incluido en la habitación, cortinas dobles, credencia con espejo, dos camas amplias, alfombra, lámparas de noche en cada uno de los burós, y una más sobre una mesa redonda flanqueada por dos sillones. El hombre que lo había llevado hasta allí se arrancó la chamarra con un solo movimiento, la lanzó sobre una de las camas y se desabotonó la camisa mientras se miraba en el espejo.

—Me llamo Juan —le dijo— y no soy puto. Lo que pasa es que tú pareces mujer.

La primera parte de la frase laceró a Rufino, pero la segunda lo acarició, y se ensambló con la atracción que sentía hacia aquel desconocido: Juan.

* * *

Andrés se sintió violentado por la superficialidad científica de Evaristo Terré y, por unos momentos, lamentó la desarticulación de la mente académica de su amigo, que había llegado a ser brillante y reconocida. La propuesta del colombiano de que toda la información contenida en un sistema nervioso humano pudiera ser replicada en una molécula gigante le resultaba tan ofensiva e improcedente como postular que basta con ponerle a un automóvil un motor potentísimo para viajar en él a la Luna. Lo dicho por Evaristo ignoraba cosas tan elementales como la diferencia exponencial de información que existe entre un cerebro de homo sapiens y un disco duro de computadora, o el carácter tridimensional del primero, o...

—Imagínate, pues —interrumpieron su pensamiento las palabras de su anfitrión, quien gesticulaba con elegancia para explicar el concepto—: usted tiene un modelo tridimensional que podrá ser muy complejo, pero que es finito, y por tanto, copiable, reproducible, ¿me entendés? Sólo falta una sustancia en la cual plasmarlo. Pero si usted tiene esa sustancia, entonces, yo no veo por qué la conciencia del señor no podría ser depositada en un frasco como ese que tiene tan preocupada a la novia suya.

—Suponte que así fuera —contestó Andrés, dejándose llevar, de mala gana, en una dirección que le desagradaba—. ¿Cómo diablos podríamos saber que el contenido de ese frasco, que de seguro es un gas de cualquier tipo, corresponde a las propiedades de... de... —puso un énfasis irónico en su invento verbal— ... una “molécula almática”?

—Usted parece primerizo, Andrés —contestó Terré—; ¡m’ijo!, eso se hace con un cromatógrafo de gases, con un espectrómetro...

Andrés miró a su interlocutor y se sintió aniquilado porque éste tenía razón, y eso implicaba que Jacinta —la mujer que encarnaba su dolor, su tristeza y su rabia— también la tenía.

—Oíme —le dijo Terré, en un brusco cambio de tópico—: ¿Ya te enteraste? El 30 de marzo le van a meter siete teraelectrovoltios al Colisionador de Hadrones? ¡Un pequeño big-bang, hermano! ¿No andaba usted interesado en esa vaina?

(Continuará)

1 comentario:

Mengana dijo...

Sigo disfrutándola, con ganas de más...
Menganita.