1.12.11

Silvestre en Annual




Como la corona de Madrid ya había dado demasiada guerra en el hemisferio occidental, esta parte del mundo no tuvo mucho ánimo para enterarse de las otras guerras emprendidas por España en décadas posteriores a las independencias latinoamericanas. Se supo, a lo sumo, de los pormenores de la causa independentista en Cuba, que venía muy atrasada del resto del continente, pero que le concernía: el hervor de los mambises, las andanzas de Martí, Maceo y Gómez, los gritos de Yara y de Baire, la intervención gringa con el pretexto del estallido del Maine... Una de las truculencias menores de la contienda fue el combate de Arango, ocurrido el 8 de mayo de 1896, en el que las tropas españolas cargaron a distancia corta contra el bando mambí. La lucha se degradó hasta volverse cuerpo a cuerpo y las filas independentistas tuvieron 28 bajas mortales por heridas de arma blanca. El propio jefe de las fuerzas coloniales en el encuentro sufrió cinco lesiones de bala, pero sobrevivió. Los mambises lo ataron a un palo, le dieron once cuchilladas y lo dieron por muerto. Sin embargo, el hombre no quiso fallecer; lo rescataron, casi desangrado, fue llevado a un hospital y para diciembre del mismo año ya estaba de vuelta en el frente de combate.

Se llamaba Manuel Fernández Silvestre y Pantiga, era oriundo de El Caney, en la propia Cuba, y llevaba las armas en la sangre: fue fruto del segundo matrimonio de un teniente coronel de artillería y desde los 17 años fue inscrito en la Academia Militar de Toledo. De allí pasó a la Academia de Caballería, en donde se graduó, con grado de Segundo Teniente, a la edad de 21 años. Habría dado la impresión de que Fernández Silvestre estaba destinado a ser, si no un estratega genial, cuando menos un militar competente.

Craso error. El joven uniformado (a quien en lo sucesivo denominaremos simplemente Silvestre, a la usanza peninsular) fue enviado a su Cuba natal, en donde de inmediato participó en las escaramuzas de la guerra de independencia. Salió bien o mal librado, pero vivo, de más de 50 combates en los que recibió balazos y machetazos al mayoreo, y fue condecorado por su incuestionable valor y acaso también por su buena suerte. Pero, con o sin organismos tan resistentes como el suyo, ante la resolución de los mambises y frente al poderío oportunista estadunidense, la guerra de Cuba estaba perdida para España. En 1898, tullido, tasajeado, perforado y ascendido, Silvestre emigró a la Península y se afincó en Alcalá de Henares. América Latina terminó de desentenderse de su antigua metrópoli y ésta se fue a buscar colonias a otra parte.

Concretamente, en el macizo montañoso del Rif, alrededor de Melilla, en donde proliferaban tribus o cabilas levantiscas, principalmente  bereberes, pero también amaziges y árabes, que desde principios del siglo XX causaban serios quebrantos a los ocupantes europeos. La administración colonial del territorio fue subrogada en 1912 por París a Madrid, para que instalara en ella un protectorado de juguete. En febrero de 1921, ya con grado de general, nuestro amigo Silvestre fue declarado comandante general de Melilla, y decidió de inmediato extender las posiciones españolas para aplastar a los rifeños rebeldes y avanzar hasta la bahía de Alhucemas, en donde éstos tenían un centro de operaciones. Al principio, todo fue miel sobre hojuelas y entre mayo de ese año y junio del siguiente las tropas coloniales avanzaron 130 kilómetros, establecieron medio centenar de posiciones defensivas y derrotaron a sus enemigos en 24 ocasiones, en combates insignificantes. Cuando Silvestre encontraba la mínima muestra de resistencia, ofrecía dinero a los caciques locales a cambio de su sumisión. Así conquistó, o creyó conquistar, la mayor parte del insumiso Rif. A cambio, colocó a las fuerzas bajo su mando en una pavorosa dispersión: distribuidas en 144  posiciones y asentadas invariablemente en zonas altas desde las cuales ciertamente se podía dominar el entorno, pero carentes de agua, y dependientes de líneas de abastecimiento inciertas y precarias.

A fines de mayo, Silvestre recibió un aviso del desastre que se aproximaba: una posición colonial ubicada en el Monte Abarrán fue asaltada por los supuestos aliados que el mando español había comprado. 141 muertos, incluidos todos los oficiales de la guarnición, y la pérdida de varias piezas de artillería. Pero el militar de origen cubano pensó que se trataba de un hecho aislado y porfió en su empeño. Tras ocupar Igueriben, para resarcirse de la humillación, dejó al grueso de sus fuerzas estacionadas en Annual y se fue a Melilla, muy quitado de la pena, para pedir más dinero con el cual seguir comprando sometimientos.

En realidad, el ataque al Monte Abarrán formaba parte de la táctica del patriota rifeño Abd el-Krim, quien preparaba una emboscada mayúscula contra los ocupantes. El 17 de julio, las tribus presuntamente sobornadas por los españoles lanzaron un ataque simultáneo contra todas las posiciones coloniales. El día 22 cayó la guarnición de Igueriben, que había sido puesta bajo asedio. Alarmado, Silvestre concentró en Annual tres batallones, 18 compañías de infantería, tres escuadrones de caballería y cinco baterías de artillería: cinco mil hombres en total, tres mil españoles y dos mil rifeños. La plaza disponía de municiones para un día y de víveres para cuatro, pero no había agua, y sobre ella se abalanzaban 20 mil insurgentes. Al ver lo desesperado de su situación, Silvestre ordenó la retirada, pero ésta degeneró rápidamente en un sálvese quien pueda. La mayor parte de los efectivos locales empezaron a matar a sus jefes peninsulares, los heridos fueron abandonados a su suerte y los arsenales cayeron rápidamente en poder de los atacantes. En cosa de cuatro horas, unos dos mil 500 soldados ocupantes marcharon al otro mundo y otros 500 fueron hechos prisioneros. Silvestre desapareció en la catástrofe. Algunos contaron que se metió a su tienda de campaña y se voló la cabeza de un disparo y otros refirieron que había sido abatido a tiros por los rifeños. Juan Losada, autor de Batallas decisivas de la historia de España, afirma que sus últimas palabras fueron: “¡Huid, huid, que viene el coco!”

Como su cuerpo no fue hallado nunca, alguien ha dicho por ahí que Silvestre sobrevivió a las consecuencias de su propia arrogancia y que anduvo unos añitos más deambulando por este valle de lágrimas. Lo cierto es que jamás llegó a la Bahía de Alhucemas y que metió a España en un problemón del que sólo alcanzó a ver el principio: en los meses posteriores al desastre de Annual, las dispersas tropas españolas fueron de derrota en derrota a manos de las fuerzas de Abd el-Krim, quien proclamó una República del Rif en el territorio liberado. Entre  julio y septiembre, el ejército español perdió más de 13 mil hombres, 20 mil fusiles, 400 ametralladoras y 129 cañones. En unas cuantas semanas, Madrid perdió cuanto había invertido en El Rif y vio reducido su dominio a la ciudad de Melilla y a algo más. Si el desastre no fue absoluto fue porque las tropas francesas acudieron en auxilio de las españolas y reprimieron a sangre y fuego a los alzados, incluso con armas químicas. Cuatro años después de la catástrofe, un desembarco másivo franco-español (más franco que español) en Alhucemas puso punto final a la insurrección y España pudo seguir ejerciendo su protectorado en el norte del actual Marruecos por tres décadas más. Pero en 1921-1922 la humillante derrota militar en el norte de Africa provocó, por añadidura, una honda crisis política en Madrid.

Silvestre fue un hombre valeroso, sin duda, además de arrojado y fuerte. Pero ninguna de esas cualidades está reñida, en principio, con la estupidez.



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