3.3.16

Tributo a un hombre de letras




Leemos. Salvo en casos de extremada precariedad (no ha de confundirse con pobreza, porque hay pobres de solemnidad que leen más y con mejor provecho que ciertos individuos prominentes), en esta civilización el texto escrito sigue siendo, a pesar de todo, un objeto simbólico indispensable para relacionarnos con el mundo. Es, por así decirlo, el conocimiento hecho carne, el logos materializado. Poco importa ya que sea impreso en papel, estampado en acrílico o ingeniosamente emulado mediante los pixeles de una pantalla electrónica de cualquier especie.

Leemos y escribimos con toda suerte de dispositivos –del bolígrafo al teclado, real o virtual– y al realizar ambas actividades echamos mano de conjuntos tipográficos de uso generalizado. Salvo por lo que se refiere a la escritura a mano y su posterior lectura, empleamos caracteres diseñados y trazados por otras personas para el empleo masivo y rara vez reparamos en ellos. La acuciante búsqueda del significado de las palabras escritas no nos deja tiempo para fijar la atención en particular en una jota, en una zeta, en una efe. Tampoco solemos hacerle caso a la fuente en la que leemos o escribimos y casi siempre nos da igual si es compensada o no, y si se trata de una egipcia, una gótica o una humanista. Pensamos, a lo más, que está muy pequeña y es, por ende, de difícil lectura, o que es demasiado grande y que no nos va a caber el texto en la hoja de papel, la pancarta o el anuncio.

Sin embargo, las características tipográficas de un texto inciden de una manera sutil en nuestra aceptación o rechazo, en nuestra comprensión o nuestro pasmo y hasta en el estado de ánimo con que leemos algo. Baste, para demostrarlo y evidenciar la incomodidad, con llevar las cosas hasta cierto extremo y emplear una fuente que puede parecer genial para un anuncio o un logotipo pero que resulta inadecuada para componer un cuerpo de texto.

Bien: tras la invención de las fuentes hay personas que trabajan como hormigas con el lápiz, el pincel, el punzón metálico y el programa de diseño, se rompen la cabeza comparando trazos para encontrar los más armónicos y legibles y formar, con ellos, nuevas fuentes tipográficas. Si hacemos a un lado la extendida metonimia y acudimos a la literalidad, son ellos los verdaderos hombres (y mujeres) de letras.

El primero y el más grande es sin duda el buen Juan Gutenberg, quien para la edición de su primera obra, la llamada Biblia de 42 líneas, inventó la primera fuente tipográfica del mundo: la llamada textura, que imita la escritura de los monjes copistas a los que se propuso superar, con su invento, en velocidad y capacidad de producción. El alemán creó también una cursiva gótica bastarda con la que fue compuesta la Indulgencia de Maguncia. La proliferación de imprentas de tipos móviles dio lugar al diseño y la fundición de nuevas tipografías: la manual humanista, la minúscula carolingia, el tipo romano y la llamada romana de letra blanca.

Otro hombre de letras destacadísimo, contemporáneo nuestro, es Hermann Zapf, quien murió el 4 de junio del año pasado en Darmnstadt, Alemania, ya nonagenario. Nacido el 8 de noviembre de 1918 en Núremberg y conoció desde muy niño el hambre de la gran depresión. En la escuela se interesó por temas científicos y tecnológicos y a edad temprana construyó un receptor para escuchar la radio por las noches, bajo las sábanas y a escondidas de sus padres, con su hermano, cuatro años mayor que él. Para ocultar aquella actividad fabricó detectores que los alertaban si se movía la manija de la puerta.

A los 12 años diseñó alfabetos codificados –mezcla de tipos cirílicos con runas germánicas– para comunicarse con su hermano de manera encriptada. Al terminar la escuela, en 1933, pretendió estudiar ingeniería eléctrica, pero su padre perdió el empleo “y tuvo tremendos problemas con el nuevo régimen –apunta el propio Zapf en su autobiografía, en referencia al régimen nazi–: había estado involucrado con los sindicatos y en marzo de aquel año fue enviado al campo de concentración de Dachau por un corto tiempo”.

“Dadas las circunstancias políticas, no se me permitió ingresar al Instituto Politécnico de Ohm, en Núremberg, y no fue sino hasta 30 años después, en Estados Unidos, que pude cumplir mis sueños de juventud con la tecnología de computadoras”. De modo que el joven Zapf tuvo que optar por volverse aprendiz en una empresa que no le preguntara por las posturas políticas de su familia. Así, en 1934 empezó a trabajar de corrector en la imprenta Karl Ulrich.

Tras visitar una exposición itinerante de Rudolf Koch, nuestro personaje se interesó en el trazado de caracteres y leyó Das Schreiben als Kunstfertigkeit (La habilidad de la caligrafía) del propio Koch, así como el clásico Writing, Illuminating and Lettering de Edward Johnston. En 1938 Zapf cambió de trabajo y empezó a colaborar en el taller de Paul Koch, en Fráncfurt, al tiempo que estudiaba artes gráficas y grabación con punzones con el maestro grabador August Rosenberg. Juntos elaboraron el libro Pen and graver, que contenía 25 alfabetos caligráficos, y que no fue publicado sino hasta 1949, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.

La participación de Zapf en la wehrmacht del Tercer Reich fue marginal. Llamado a filas en 1939 y enviado a la línea Siegfred, enfermó del corazón y fue rápidamente descartado. Pero en abril de 1942 el Reich empezó a echar mano de todos los ciudadanos, cardiacos o no, para enrolarlos. Zapf fue integrado al cuerpo de artilleros, donde su torpeza llevó a los oficiales a un estado de desesperación. Fue ubicado como cartógrafo en el Primer Ejército y enviado a Burdeos, donde le encomendaron el trazo de la frontera franco-española. Al término del conflicto el tipógrafo fue capturado por las fuerzas francesas, las cuales lo trataron con consideración, por considerarlo un artista y lo enviaron a casa en cuestión de semanas. De vuelta al Núremberg destruido, Zapf trabajó como profesor de caligrafía.

En 1947 la fundición Stempel, de Fráncfurt, le ofreció una plaza de jefe del taller artístico de la empresa. Aun sin haber cumplido 30 años y sin ningún certificado de estudios, Zapf se abrió paso en la industria mostrando su cuaderno de trazos. En 1949 publicó el libro Feder und Stichel (Pluma y punzón, en colaboración con August Rosenberg), recopilación de 25 alfabetos caligráficos que le valió un vasto prestigio como hacedor de letras.

En 1951 Hermann se casó con la caligrafista Gudrun von Hesse, quien desarrolló una carrera propia y destacada en el diseño de fuentes (Ariadne, Calligraphic 810, Carmina y Shakespeare, entre otras). En los años siguientes trabajó para diversas editoriales: Suhrkamp, Insel, the Book Guild Gutenberg, Hanser, Dr. Ludwig Reichert, Philipp von Zabern y otras. “Por un asunto de principio, nunca trabajé para agencias de publicidad”, asentó en su reseña autobiográfica. Posteriormente se trasladó a Estados Unidos, donde colaboró con firmas como Linotype, Hell, ITC y Bitstream. En 1977 fundó Design Processing International, Inc. en Nueva York. En esa empresa partició en el desarrollo de software de diseño tipográfico.

Sus obras más trascendentes son sin duda las fuentes Palatino, Antiqua y Optima, usadas en cientos de millones de publicaciones, anuncios, aparatos y dispositivos en todo el mundo. La primera es considerada la fuente más plagiada del siglo XX. La prodigiosa Zapfino es una fuente que permite crear, con tipografía digital, textos caligráficos en los que las letras quedan unidas entre sí por un trazo continuo. Y no hay tipógrafo que no haya usado la colección de viñetas llamada Zapf Dingbats.

Las letras están en deuda con este tipo.


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