Una bomba de 500 libras sería providencial para desintegrar
el cascarón de automóvil que lleva un año abandonado en la esquina de mi casa y
se ha convertido en basurero y refugio de perros callejeros sarnosos. Lo malo
es que también desaparecerían de la faz de la tierra la miscelánea La Reyna, la
casa de mi vecino, el tornero, con todos sus habitantes, y el puesto de
baratijas de plástico que atiende un señor en silla de ruedas; además, la
detonación causaría daños graves en la verdulería de la contraesquina, echaría
a perder los productos de la mercería adyacente, derribaría parcialmente la
bodega automotriz que se encuentra calle arriba y posiblemente provocaría el
desmoronamiento parcial o total de los 60 metros cuadrados de la losa de
nuestra vivienda, proyectada por Fernando y colada con tantos trabajos por
Felipe, José Nicolás y Erasmo. Esa plasta de concreto amoroso y protector se
volvería un montón de fragmentos letales que nos conducirían a Virginia, a las
niñas y a mí al hospital o a la morgue, y vendrían algunos fotógrafos a
consignar nuestro infortunio mutilado entre trapos sucios de tierra y sangre,
tal vez con el propósito encomiable de resumir para el mundo la barbarie en
unas imágenes que me vinieron a la cabeza, en grado de fantasía masoquista,
esta mañana, cuando observaba las calles de mi barrio populoso surcadas por
microbuses imprudentes y remontadas por una horda de peatones: jóvenes mamás
con prisa, niños despistados camino a la escuela, señoras robustas y risueñas y
señores maduros versados en el arte de aparentar sabiduría.
Del otro lado del mundo empezaba el asalto a Fallujah. Ahora
los pájaros de Bush están depositando sobre esa localidad iraquí unos huevos de
muerte de 500 libras que, por lo que he podido leer, están un poco sobrados
para la tarea de suprimir terroristas. Dicen que las mujeres y los niños han
escapado ya de la ciudad, pero los diarios presentan fotos de terroristas
abatidos muy convicentemente disfrazados de bebés o muchachas impúberes. Arriba
de los cadáveres frescos los cazabombarderos F-16 rompen
la barrera del sonido y los C-130, más lentos, vuelan en
círculos, como zopilotes, ametrallando todo lo que se mueva. En el barrio de
Julan los defensores de la ciudad responden, según Al Jazeera, “con todo lo que
tienen” al avance de los soldados estadunidenses, apoyados a su vez por tanques
y helicópteros. ¿Qué puede ser “todo lo que tienen”? ¿Fusiles de asalto y uno que
otro lanzador de granadas? ¿Revólveres? ¿Bombas molotov,
cuchillos, ollas de aceite hirviendo, repuestos de automóviles convertidos en
armas arrojadizas? ¿Estarán al fin los soldados de la libertad a punto de
descubrir, en el corazón de Fallujah, la naturaleza de las armas de destrucción
masiva que amenazan al planeta?
El principal hospital fue cercado por los marines,
luego las fuerzas iraquíes se acercaron sin disparar un tiro y, como primera
medida, destruyeron las ambulancias estacionadas afuera. Ya en el interior de
la construcción, derribaron a patadas las puertas, arrojaron a los enfermos al
piso y los arrastraron, junto a los miembros del personal, hacia las salas de
espera. Esposaron a medio centenar de pacientes y se llevaron presos a los
médicos y al resto de los empleados. Ahora la población de Fallujah sólo puede
acudir a una pequeña clínica mal equipada y atendida por cinco médicos y otros
tantos asistentes.
El premier Allawi y el presidente Bush exigen a los
habitantes de Fallujah que entreguen a Abu Musab al-Zarqawi, vinculado a Al
Qaeda, y a sus seguidores, pero los residentes afirman que ese terrorista
jordano no se encuentra en la ciudad. La Shura (Consejo) local pidió a la
comunidad internacional que haga algo para detener el ataque. Lo único que se
me viene a la cabeza como respuesta insignificante a ese llamado es imaginar el
destino que correría mi barrio pobre si el presidente de Estados Unidos descubriera,
o inventara, que el terrorista más buscado del mundo se esconde aquí, y como
consecuencia las bombas de 500 libras empezaran a llover por las calles, y el
hormigueo matinal de la gente se volviera de pronto un paisaje de cráteres,
carne humana chamuscada, libertad, paz y democracia.
Todos los días unas señoras amables pasan por mi cuadra y
tocan en cada casa para invitar a sus habitantes a leer la Biblia. Siempre
declino su oferta, pero ayer tuve el impulso de acudir a ellas para exponerles
un grave dilema: Bush dice que Dios inspira su pensamiento y sus actos y si
está en lo cierto, debemos considerar seriamente la posibilidad de que el
Altísimo se haya vuelto loco. Pero he preferido adoptar la tesis de que el
presidente del país vecino sufre una severa confusión, cerrar el pico y evitar
a mis vecinas una agitación espiritual innecesaria. Por ahora mi barrio es un
sitio más o menos apacible.
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