2.11.04

Invocación


Cenizas entrañables, queridos huesos, polvo enamorado: vengan con bien al mundo, a esta, su casa, a la mesa de los vivos. Siéntense en las sillas limpias que hemos dispuesto para ustedes, entíbiense el alma con la flama de las veladoras, sacien la sed y el hambre, reposen en nuestras camas el cansancio de la muerte, que es tan agotadora. Disfruten de nuestro amor y nuestra memoria, única protección que podemos ofrecerles en su extremo desamparo. Ustedes que nos dieron vida, país, calor, dirección, fortuna, claridad o palabra, acéptennos el vaso de agua, el ramo de cempasúchil y el plato de calabaza. No es mucho o es muy poco, pero esos son los símbolos de amor en la lengua franca que comunica este mundo con la oquedad que ustedes deshabitan.

Salgan de las tumbas o del cielo, reúnan su momento de partículas dispersas en una voluntad para estar y déjense querer en estos pocos días de encuentro y reunión entre quienes existen y los que han sido. Dejen atrás por un rato sus experiencias intensas y terribles en el forense, en el sarcófago o en el crematorio, y recuerden que en el mundo hay algo más que la muerte: este ámbito, demasiado simple (o demasiado complejo) para ustedes, que los llora, los ríe, los quiere, los critica y los recuerda. Depongan el desinterés abrumador que han desarrollado respecto del sol, el pasto, las coronillas de los bebés, las noticias del diario y el destino de sus parientes y sus enemigos. Pongan algo de su parte; vuelvan por un instante a querernos y a detestarnos como solían antes de su partida y disfrutemos todos, ustedes y nosotros, de esta comunión nocturna.

Es posible que ustedes, los que viven en la muerte, puedan murmurarnos al oído algo que nos ayude a lidiar con esos muertos en vida que perdieron el sentido del sufrimiento ajeno, que aprendieron a obtener placer con el dolor del prójimo y que, sin necesidad ni razón, se empeñan en provocar explosiones demográficas en el lado de ustedes a expensas de los inocentes de este lado. Tal vez esta noche tengamos como invitada a nuestra mesa y huésped de nuestra casa a una existencia humana truncada antes de su tiempo natural por las bombas, las balas o el cuchillo, que se anime a compartirnos la sabiduría de su desencanto profundo mientras aspira la fragancia tenue y extraña del cempasúchil, y acaso logremos escuchar, como entre sueños, una clave para impedir que su suerte se repita en otros.

Padres y madres, abuelos, hermanos, cónyuges, hijos, colegas, condiscípulos, amigos y compadres fallecidos: esta es la noche en que ustedes han de ser paridos por la tierra en que descansan. Vengan a nuestros brazos para que puedan limpiar de rencores su alianza con la muerte, para que renueven su mortaja, para que mañana vuelvan a la tumba o a la dispersión de sus moléculas reconfortados por el calor humano, con esperanzas nuevas y armados de paciencia para enfrentar el transcurso lodoso de la eternidad. Disfrutemos juntos del pan con azahar, porque después ustedes y nosotros estaremos solos durante todo un año. Vengan, no importa, con su salitre y su gusano, con su herida y su gloria, con su dolor y su redención, con su estar perdidos en ninguna parte, con su grave problema de haber muerto, con sus aposentos a perpetuidad o sus fosas comunes, con su nada: quiérannos un poquito y déjense querer ahora, mientras los de acá seguimos vivos, porque un día nos iremos también, y esto va a quedarse más solitario que una Presidencia.

Ustedes vienen subiendo del fondo de la tierra o bajando del cielo o transitando de un entorno muy sutil situado al lado de nosotros, o no vienen de ninguna parte porque no se han ido nunca y han permanecido aquí, con discreción de partículas elementales, mezclados en el aire, los tomates y el polvo de las casas. Se acercan a la ofrenda por los senderos de pétalos amarillos y van dejando atrás el aire de fetos ciegos y ensimismados con el que empezaron el viaje. Ya reencarnarán, en nuestro interior y a nuestro alrededor con todos sus gestos, sus atributos, sus mañas, sus malas palabras y su grandeza de antes. Ya casi están aquí.

Nazcan, nazcan, nazcan, nazcan.

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