16.11.04

El caso Peterson


Hasta hace dos años la pareja formada por Scott y Laci Peterson era una convincente representación en carne viva del paradigma publicitario de la felicidad. Scott, de 30 años, era un próspero vendedor de fertilizantes, y Laci, de 27, profesora suplente. Guapos, jóvenes y financieramente saludables, esos habitantes de Modesto, California, decidieron, años después de su matrimonio, poner un grano de arena en la perpetuación de la especie y encargaron a Conner, quien habría debido nacer en enero del año pasado. Pero el 24 de diciembre de 2002, Scott, según declaró posteriormente a las autoridades, salió a pescar a la Bahía de San Francisco y cuando regresó a su hogar, su esposa --con ocho meses de embarazo-- se había esfumado. El hombre dio aviso a la policía del condado, la cual dio inicio a una búsqueda que duró cuatro meses. En abril de 2003 el cuerpo de la profesora Laci y los restos del nonato Conner fueron hallados en las aguas de la Bahía de San Francisco. Para entonces, Scott se había mudado a San Diego, se había teñido de rubio y se había dejado crecer una barba de candado. La policía lo localizó en cuestión de horas. En los interrogatorios confesó que tras la desaparición de su mujer había tenido una relación amorosa con Amber Frey, una monumental impartidora de masajes terapéuticos. Esos datos fueron suficientes para acusarlo del homicidio y la semana pasada una corte penal lo declaró culpable.

Los forenses no pudieron establecer las causas, el momento preciso, el sitio ni el motivo de la muerte de Laci y el bebé, pero el fiscal de la causa, Rick Distaso, ofreció a los integrantes del jurado un retrato demoledor de Scott Peterson, basado en relatos de testigos, conversaciones telefónicas grabadas y videos de los interrogatorios: el acusado era un seductor y un mentiroso que por las noches murmuraba palabras dulces a su masajista y que por las mañanas comparecía ante los medios como un marido amantísimo y abatido por la ausencia de su esposa. Según Distaso, Scott no soportaba la idea de quedar atrapado en una “vida matrimonial y familiar gris y aburrida” y quería, por el contrario, “una existencia de adolescente, rica, exitosa y libre”; no le atraía la perspectiva de separarse y pasar una pensión alimenticia a la mujer y al niño, al cual quedaría vinculado el resto de su vida; “no quería seguir ligado a Laci, así que la mató”, estrangulándola o asfixiándola, preparó una cubeta de cemento, subió el cadáver al bote de pesca y luego lo arrojó, convenientemente lastrado, a las aguas de la bahía, relató Distaso. La defensa, por su parte, argumentó la falta de indicios de lucha o forcejeo en la casa de los Peterson, la imposibilidad material de que Scott manipulara el cuerpo de su mujer --embarazada y atada a un ancla de cemento-- en una pequeña lancha que se habría volteado con cualquier movimiento brusco, así como indicios forenses de que el nonato Conner murió días o semanas después de la desaparición. La hipótesis de la defensa es débil y poco convincente: Laci pudo ser secuestrada cuando paseaba a su perro por vagabundos, delincuentes sexuales o por alguno de los sospechosos que fueron vistos en esos días rondando el vecindario, y habría sido asesinada en una fecha posterior.

Desde la desaparición de la mujer los medios locales vieron que la historia era una mina de oro y le dieron una cobertura exhaustiva, obsesiva y hasta abusiva, y convirtieron un asunto policial en una mezcla perfecta de telenovela, thriller y reality show. Para cuando los cadáveres fueron hallados, la comunidad de Modesto y la mayoría de los habitantes de la Bahía de San Francisco ya habían concluido que Scott era culpable. Y tal vez estén en lo cierto.

La historia es escalofriante, pero también lo es la explosión de júbilo con la que vecinos, funcionarios judiciales, televidentes, radioescuchas y lectores de diarios, recibieron el veredicto del jurado, veredicto que coloca a Scott Peterson en el camino de la jeringa justiciera. El Respetable se ha hecho merecedor a un final apoteósico en la cámara de ejecuciones y nadie tiene derecho a defraudarlo. “Es un sicópata; hay que freírlo”, dijo a un diario local un alborozado vecino de Modesto, refiriéndose al procesado. Cuando las pequeñas comunidades de la bahía recibieron la noticia de que Scott había sido puesto en el delicado territorio de la pena capital pudieron acogerse a una piadosa náusea, pero escogieron el regocijo obsceno. Temo que, a ojos del jurado y de sus conciudadanos, el verdadero pecado de Scott no es el homicidio de Laci y Conner --sea culpable o no--, sino su fracaso como encarnación de un arquetipo necesario para el funcionamiento armonioso de la familia y la sociedad. 

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