Akenatón, dos de sus hijas (y futuras mujeres), su esposa Nefertiti y el dios Atón en el centro Dios fue inventado entre 1358 y 1340 antes de Cristo por un faraón incestuoso que se llamaba Nefer-Jeperu-Ra Amen-Hotep, quien, tras su llegada al poder, se puso Akenatón. Sí, antes de eso la humanidad ya había concebido, desarrollado y exterminado a una infinidad de dioses y diosecillos y a rebaños enteros de entidades sobrenaturales, y el recuento de los nombres que han llegado hasta nosotros (han de ser una pequeña fracción de cuantos existieron en realidad) sería inmenso y no viene al caso. Quedémonos, entonces, con Atón, deidad solar a la que el calenturiento Akenatón proclamó como El Dios, el único, el omnipotente, omnisciente y omnipresente, creador de todas las cosas y anterior al mundo. En su nombre, el soberano persiguió el culto a otras figuras divinas (Amón, Ra, Isis, Osiris, Horus, Anubis, Mut, Ptah, Thot) y se designó sumo sacerdote de la nueva religión.
Cerca de dos décadas les duró el gusto a la nueva deidad y a su devoto, pues éste se hallaba tan ocupado en copular con todas las mujeres de su familia (qué pena que no le haya bastado con su esposa, Nefertiti, mujer brillante y la más bella de la historia) que no se dio cuenta de que su imperio se desmoronaba. Los hititas, los babilonios y los amorreos atacaron Egipto; Akenatón falleció tras dos décadas de reinado; fue remplazado durante breve tiempo por la hermosa Nefertiti, quien había sido al mismo tiempo su mujer y su suegra y, al fallecimiento de ésta, por el niño Tutankatón, rebautizado Tutankamón, quien fue fácilmente manipulado por los sacerdotes amonistas para que reinstaurara a los dioses tradicionales. Se proscribió el culto a Atón y los templos erigidos en su honor fueron destruidos, pero en buena medida se recicló la ocurrencia monoteísta del hereje Akenatón: los sacerdotes instituyeron como rey de los dioses a una conjunción simbólica de Amón y Ra, que pasó a llamarse Amón-Ra, el cual, como el aire, “se encuentra en todo lugar y en todo momento”; es “el dios único que se convierte en millones” y las otras deidades son meras manifestaciones de él. Fin de la historia.
Siguiente capítulo: la leyenda afirma que un faraón malo (posiblemente Ramsés II, que gobernó un siglo después que Akenatón, y quien, según indicios arqueológicos, era realmente ojete) ordenó que los hijos de los esclavos hebreos fuesen arrojados al Nilo. Una mujer judía puso a su bebé de tres meses en una canasta calafateada y la abandonó en las aguas de ese río, con la esperanza de que alguien lo rescatara. La hija del faraón descubrió al bebé, lo adoptó como suyo y lo llamó Moisés. Ya adulto, y después de miles de peripecias, este hombre habría de erigirse en líder de los judíos y en interlocutor de Jehová, otro Dios único. En ejercicio de esa condición habría de transcribir un dictado divino, recibido en la punta del Monte Sinaí, en un texto que se llama Jamishá Jumsché Torá, y que los cristianos conocen como Pentateuco, formado por Génesis (Bereshit), Éxodo (Shemot), Levítico (Vayikra) y Números (Bamidbar), y que tal vez incluya parte del Deuteronomio (Devarim). Y dijo Dios:
“Yo soy el Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, donde eras esclavo. No tengas otros dioses aparte de mí. No te hagas ningún ídolo ni figura de lo que hay arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en el mar debajo de la tierra. No te inclines delante de ellos ni les rindas culto, porque yo soy el Señor tu Dios, Dios celoso que castiga la maldad de los padres que me odian, en sus hijos, nietos y bisnietos; pero que trato con amor por mil generaciones a los que me aman y cumplen mis mandamientos. No hagas mal uso del nombre del Señor tu Dios, pues el Señor no dejará sin castigo al que use mal su nombre. [...] No mates. No cometas adulterio. No robes. No digas mentiras en perjuicio de tu prójimo. No codicies la casa de tu prójimo: no codicies su mujer, ni su esclavo o su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que le pertenezca.” (Éxodo 20, 1-17).
Al pie del Monte Sinaí, los israelitas se habían apanicado por los truenos, el humo, los relámpagos y el sonido de trompetas que acompañaban la presencia de Jehová. Así que le dijeron a Moy: “Háblanos tú y obedeceremos; pero que no nos hable Dios, no vaya a ser que muramos”. Pero el profeta los tranquilizó y les dijo que no había tos, y que ése era precisamente el propósito de aquellos efectos especiales: “No tengáis miedo; Dios ha venido para poneros a prueba y para que siempre sintáis temor de Él, a fin de que no pequéis” (Éxodo 20, 18-21), y dicho esto, volvió a trepar al Sinaí para seguir tomando el dictado, en el que se consignan algunas lindezas memorables:
“Si compras un esclavo hebreo, trabajará durante seis años, pero al séptimo quedará libre, sin que tenga que pagar nada por su libertad [...] Si alguien vende a su hija como esclava, ella no saldrá libre como los esclavos varones.” (Éxodo 21, 1-11) “No dejes con vida a ninguna hechicera.” “El que se entregue a actos sexuales con un animal será condenado a muerte.” [...] “El que ofrezca sacrificios a otros dioses, en vez de ofrecérselos solamente al Señor, será condenado a muerte.” [...]“No maltrates a las viudas ni a los huérfanos, porque si los maltratas [...] yo iré en su ayuda, y con gran furor, a golpe de espada, os quitaré la vida. Entonces quienes quedarán viudas o huérfanos serán vuestras mujeres y vuestros hijos.” [...] “No tardes en traerme ofrendas de todas tus cosechas y de todo tu vino.” (Éxodo 22, 16-31).
Con el paso del tiempo, este Dios ha quedado situado en una inequívoca incorrección política: es autoritario, intolerante, vengativo, totalitario, megalómano, misógino, esclavista, antidemocrático, celoso según confesión propia, contradictorio (por fin: ¿matarás o no matarás?), demandante, glotón, beodo y extremadamente irracional. Tal vez algunas de estas características armonicen con el contexto histórico levantino de hace 3 mil años; otras, sin embargo, son inherentemente patológicas e indicativas de una personalidad débil e insegura.
Flaco favor le hacen los judíos ortodoxos y otros creyentes maximalistas que piensan que esas páginas son la transcripción fidelísima, letra por letra y punto por punto, de la palabra divina. La imagen deplorable no se la quitan ni las posturas religiosas más moderadas, según las cuales el Pentateuco (Éxodo incluido) es un texto inspirado por Él, pero de redacción humana. Paradójicamente, quienes vinieron a salvar un poco el prestigio divino fueron los escépticos que hallaron el documento demasiado contradictorio como para atribuírselo al Mero Mero, y que desde los siglos XVII y XVIII (Hobbes, Spinoza, De la Peyère, Astruc) señalaron que, como no fuera desde ultratumba, Moy no pudo haber escrito el Pentateuco, porque en él se cuenta la muerte del profeta mismo. Con base en herramientas de análisis de texto, el teólogo protestante alemán Julius Wellhausen señaló, a fines del XIX, que la Torá no es palabra divina, sino más bien una combinación de documentos procedentes de cuatro tradiciones distintas, todas posteriores en varios siglos a la época de Ramsés II (que sería la de Moisés, según esto), y que el texto religioso no alcanzó su forma definitiva sino hacia el 400 antes de Cristo, es decir, cuando Roma ya era república.
No está claro si Moisés existió o si es un personaje de leyenda. Freud y el historiador Joseph Campbell han sugerido que el patriarca fue en realidad un sacerdote de Atón que huyó de Egipto tras la caída en desgracia de esa deidad única y que llevó consigo la idea del dios único y la inculcó entre sus seguidores. Ve tú a saber. Me he engolosinado con estas historias y ya no cupieron el mitraísmo, el cristianismo, el zoroastrismo, el islam y otras postulaciones monoteístas, exitosas o fracasadas. Pero como Él es eterno, ya habrá tiempo para hablar de ellas.