El régimen está empeñado en consumar
su intento de imponer en la presidencia a Enrique Peña Nieto por
medio del fraude electoral. Uno de los efectos menos visibles de ese
empeño es que ha situado a Felipe Calderón en la circunstancia más
cómoda de todo su espuriato: mientras la atención pública se
concentra en el conflicto poselectoral ya en curso y en sus posibles
derivaciones jurídicas, institucionales y sociales, Calderón, lejos
del protagonismo y de los reflectores, dispone de casi cinco meses
con un margen de acción enorme, porque por primera vez desde
diciembre de 2006, la atención, la presión y la vigilancia sociales
no están centradas en Los Pinos, de tal forma que su ocupante puede
dedicarse con relativa tranquilidad tanto a negociar en términos
favorables con quien pretende sucederlo en la usurpación como a
llevar al país a niveles más profundos de descomposición,
corrupción, violencia y terror.
Por lo que hace a su retiro, el
michoacano se sabe indispensable para el proyecto de sentar al
mexiquense en la silla presidencial el próximo 1 de diciembre. A fin
de cuentas, Calderón sigue siendo, aunque sea de facto, el jefe
máximo de las Fuerzas Armadas y de la Policía Federal, controla el
aparato administrativo y buena parte del dinero de la nación. Desde
esa posición puede ostentarse ante los priístas como el encargado
de entregarles la llave de Los Pinos, que no es poca cosa. En los
términos de la negociación presumible en curso, su ofrecimiento de
una transición ordenada podría valerle una garantía de impunidad
amplia y generosa para sí y para los personajes más sórdidos de su
equipo, e incluso también para los más corruptos.
Es sensato tener en cuenta que, así
como Peña Nieto promueve la privatización (así sea parcial) de
Pemex y el desmantelamiento de los derechos laborales como
compromisos de entrada, Calderón ha venido prometiendo, como promesa
de salida, la proyección transexenal de su guerra. Ahora cuenta con
las condiciones ideales para dejar al país anclado a la violencia
que ha caracterizado a su desgobierno; por lo pronto, aprovechando el
barullo desatado por el fraude priísta, el miércoles pasado vetó
la llamada Ley de Víctimas y se pasó por el arco del triunfo los
compromisos adquiridos con el Movimiento por la Paz con Justicia y
Dignidad y con su dirigente más relevante, el poeta Javier Sicilia.
Abrazar no empobrece.
No hay que hacerse ilusiones: Calderón
detesta al país a tal grado que ha conseguido, en casi seis años,
que el sentimiento sea recíproco, como puede verse con nitidez en la
catástrofe electoral que su partido experimentó el pasado 1 de
julio. Con o sin Peña como sucesor, el michoacano está en una buena
posición para dejar a México “atado, y bien atado” –la
expresión es de Francisco Franco, a quien bien podría considerarse
como un precalderonista desubicado en el espacio– a la guerra civil
entre cárteles que el propio
Calderón propició y que ha venido administrando con gran eficacia.
Al
igual que otros acomplejados que logran ocupar posiciones relevantes
en el poder, Calderón quería parecerse a Napoleón. A medio camino
ya se había dado cuenta que tal imitación era impracticable y quiso
dotarse de trascendencia formulando propósitos semejantes a los de
Luis XV: “Después de mí, el diluvio”. Pero en realidad, al
igual que su gemelo espiritual, George W. Bush, terminó pareciéndose
a Atila, por aquello de que en el suelo que pisa no vuelve a crecer
la hierba.
Desde
luego, ni el espurio saliente ni el que aspira a sucederlo tienen en
mente a una sociedad cada vez más lúcida, movilizada, organizada y
dueña de un enorme civismo, que en una de esas podría echarles a
perder el trámite de entrega-recepción. Esa sociedad, sin dejar de
involucrarse en las movilizaciones contra la imposición y sin
descuidar el tránsito por los cauces legales orientados a la
anulación de los comicios fraudulentos del domingo antepasado, debe
vigilar a Calderón. No vaya a ser que, a guisa de despedida, y para
asegurarse de que será recordado, nos dé otro disgusto.
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