9.7.12

Aguas con Calderón


El régimen está empeñado en consumar su intento de imponer en la presidencia a Enrique Peña Nieto por medio del fraude electoral. Uno de los efectos menos visibles de ese empeño es que ha situado a Felipe Calderón en la circunstancia más cómoda de todo su espuriato: mientras la atención pública se concentra en el conflicto poselectoral ya en curso y en sus posibles derivaciones jurídicas, institucionales y sociales, Calderón, lejos del protagonismo y de los reflectores, dispone de casi cinco meses con un margen de acción enorme, porque por primera vez desde diciembre de 2006, la atención, la presión y la vigilancia sociales no están centradas en Los Pinos, de tal forma que su ocupante puede dedicarse con relativa tranquilidad tanto a negociar en términos favorables con quien pretende sucederlo en la usurpación como a llevar al país a niveles más profundos de descomposición, corrupción, violencia y terror.

Por lo que hace a su retiro, el michoacano se sabe indispensable para el proyecto de sentar al mexiquense en la silla presidencial el próximo 1 de diciembre. A fin de cuentas, Calderón sigue siendo, aunque sea de facto, el jefe máximo de las Fuerzas Armadas y de la Policía Federal, controla el aparato administrativo y buena parte del dinero de la nación. Desde esa posición puede ostentarse ante los priístas como el encargado de entregarles la llave de Los Pinos, que no es poca cosa. En los términos de la negociación presumible en curso, su ofrecimiento de una transición ordenada podría valerle una garantía de impunidad amplia y generosa para sí y para los personajes más sórdidos de su equipo, e incluso también para los más corruptos.

Es sensato tener en cuenta que, así como Peña Nieto promueve la privatización (así sea parcial) de Pemex y el desmantelamiento de los derechos laborales como compromisos de entrada, Calderón ha venido prometiendo, como promesa de salida, la proyección transexenal de su guerra. Ahora cuenta con las condiciones ideales para dejar al país anclado a la violencia que ha caracterizado a su desgobierno; por lo pronto, aprovechando el barullo desatado por el fraude priísta, el miércoles pasado vetó la llamada Ley de Víctimas y se pasó por el arco del triunfo los compromisos adquiridos con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y con su dirigente más relevante, el poeta Javier Sicilia. Abrazar no empobrece.

No hay que hacerse ilusiones: Calderón detesta al país a tal grado que ha conseguido, en casi seis años, que el sentimiento sea recíproco, como puede verse con nitidez en la catástrofe electoral que su partido experimentó el pasado 1 de julio. Con o sin Peña como sucesor, el michoacano está en una buena posición para dejar a México “atado, y bien atado” –la expresión es de Francisco Franco, a quien bien podría considerarse como un precalderonista desubicado en el espacio– a la guerra civil entre cárteles que el propio Calderón propició y que ha venido administrando con gran eficacia.

Al igual que otros acomplejados que logran ocupar posiciones relevantes en el poder, Calderón quería parecerse a Napoleón. A medio camino ya se había dado cuenta que tal imitación era impracticable y quiso dotarse de trascendencia formulando propósitos semejantes a los de Luis XV: “Después de mí, el diluvio”. Pero en realidad, al igual que su gemelo espiritual, George W. Bush, terminó pareciéndose a Atila, por aquello de que en el suelo que pisa no vuelve a crecer la hierba.

Desde luego, ni el espurio saliente ni el que aspira a sucederlo tienen en mente a una sociedad cada vez más lúcida, movilizada, organizada y dueña de un enorme civismo, que en una de esas podría echarles a perder el trámite de entrega-recepción. Esa sociedad, sin dejar de involucrarse en las movilizaciones contra la imposición y sin descuidar el tránsito por los cauces legales orientados a la anulación de los comicios fraudulentos del domingo antepasado, debe vigilar a Calderón. No vaya a ser que, a guisa de despedida, y para asegurarse de que será recordado, nos dé otro disgusto.

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