Olvídense de las “reformas
estructurales” anunciadas, de la corrupción sistemática como modo
de gobierno, de los pagos en tajadas de poder público a las
televisoras, de los vínculos del priísmo con la delincuencia
organizada, de los cacicazgos perpetuados, del autoritarismo más
brutal apenas encubierto por una apariencia peinada y pulcra. A mí
lo que más me aterra de la posibilidad de que Peña Nieto sea
impuesto en la silla presidencial es que se incrementará el peligro
real, concreto y constante en el que viven las mujeres de México.
Más o menos, todas ellas.
Será que apenas ahora nos estamos
enterando de una violencia de género que siempre estuvo allí; será
que el fenómeno se ha incrementado por el cinismo social predicado
desde las cúpulas del poder político y económico –no se puede
operar el modelo neoliberal sin un generoso baño de cinismo– o
será que la miseria, la desesperanza y la falta de sentido de la
vida han disparado la vocación de crueldad. El hecho es que las
agresiones visibles contra mujeres se disparan y se presentan en
todos los estratos de la sociedad. Una porción creciente de esas
agresiones termina en asesinato. Por explotación, por celos, por
industria, por deporte o por mera facilidad para matar, el ser mujer
en México es un riesgo adicional de muerte que se agrega a los
peligros derivados de la guerra de Calderón, a los que generan
empleadores cada vez más desinteresados de la integridad y el
bienestar de sus trabajadores, a los que implica la devastación
ambiental, a los que produce el desprecio a la gente como manera
estructural de gobernar, comerciar y acumular.
Los feminicidios en Ciudad Juárez
empezaron con el priísta Salinas, eran ya un escándalo
internacional en tiempos del priísta Zedillo y continuaron,
aumentados y diversificados, bajo las administraciones panistas. La
pesadilla se ha ido extendiendo o exhibiendo (ya no se sabe) en otros
puntos del territorio, y el más destacado es el Estado de México
que desgobernó Peña. Él, en vez de reconocer el fenómeno, se
limitó a negarlo: “las cifras están mal”. O bien: “eso es un
invento de mis enemigos”. En su manera de ver las cosas, no hay
muertas sino mentiras.
El punto de partida ineludible para
empezar a resolver un problema es admitir su existencia. A partir de
ahí es posible analizarlo, entenderlo, formular soluciones,
aplicarlas. De otra manera, el problema en cuestión, así sea
declarado inexistente, permanecerá, se extenderá y se agravará. Y
eso es exactamente lo que ocurrirá con la epidemia de feminicidios
si la sociedad – las instituciones jurisdiccionales, la sociedad
organizada, los partidos– permite que Peña sea impuesto en Los
Pinos. Para él, la violencia de género en cualquiera de sus
expresiones y grados simplemente “no es tema”, y háganle como
quieran.
Millones de ciudadanos hemos hecho
cuanto ha sido legal y humanamente posible para impedir que el PRI
ganara el comicio presidencial del 1 de julio. Por eso tuvo que
recurrir a todo el catálogo tradicional de marrullerías electorales
–la compra de votos y el alineamiento de las voluntades de los
directivos del IFE son las más visibles, pero distan de ser las
únicas– para fabricar un resultado que le favorezca. Ahora nos
toca esforzarnos, dentro de los márgenes legales y pacíficos, por
impedir la restauración presidencial del priísmo.
Hay muchísimas razones para persistir
en ese esfuerzo. Pienso ahora, con terror, en una sola de ellas: el peligro acrecentado sobre la
seguridad, la integridad y la vida de las mujeres si Peña logra imponerse en la presidencia. Mejor sigamos haciendo todo lo posible por mantenerlo apartado de ella.
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