A principios de junio pasado, Leonardo
Valdés Zurita, consejero presidente del Instituto Federal Electoral,
dijo: “No hay ningún elemento que pueda permitirle a nadie
adelantar ningún fraude en estas elecciones. El IFE está trabajando
como siempre lo ha hecho, con profesionalismo, con objetividad, con
imparcialidad y con el compromiso de rendirle buenas cuentas al
pueblo de México.”
Por desgracia, el pueblo de México
sabe que en esta elección presidencial hubo fraude. Lo saben, por
supuesto, quienes lo perpetraron y quienes lo sufrieron, así como
quienes, sin situarse en ninguno de los bandos, lo atestiguaron en
flagrancia o pudieron observar sus consecuencias imprevistas. Como
ocurre en la historia del cornudo, el único que lo ignora es el
titular de la autoridad electoral.
Entre el lunes 3 y el viernes 6 de
julio, en numerosas tiendas de autoservicio –y no sólo en las de
la cadena Soriana, por cierto– muchedumbres de compradores vaciaron
los estantes, provistos con tarjetas de débito que –admitieron
muchos de ellos– les habían sido entregadas por el PRI a cambio de
su voto por Enrique Peña Nieto. Muchos otros, menos afortunados,
escenificaron protestas porque los plásticos no tenían fondos o
porque éstos eran inferiores al monto que se les había ofrecido a
cambio del sufragio propio y/o del ajeno. Los testimonios abundan. En
los días siguientes a la elección la candidatora oficialmente
“perdedora” exhibió miles de esas tarjetas y muchas otras
pruebas de la compra masiva de votos, de los extralimitados gastos de
campaña, de acciones de coacción contra los ciudadanos, de
papelería electoral manoseada y de otras formas de adulteración de
la voluntad popular. La semana pasada se dio a conocer documentación
que prueba la realización de operaciones con recursos de procedencia
ilícita en la campaña de Peña Nieto y se ha documentado la
vinculación de las empresas participantes en esas operaciones con
operadores próximos al aspirante presidencial priísta.
Mientras la montaña de delitos
electorales revienta la fachada de la “limpieza democrática”, el
PRI y el IFE unen fuerzas para alegar que el fraude es un rumor sin
sustento. Sólo les ha faltado decir que la compra de votos tendría
que demostrarse con la exhibición de las correspondientes facturas
fiscales emitidas a nombre del tricolor por los votantes sobornados.
La televisión comercial se deslinda del magno operativo mediático
previo mediante el cual se construyó, durante cinco años, una
candidatura presidencial en el vacío. Los alegadores al servicio del
régimen –están en eso desde que se sumaron, en 1988, a la defensa
del abuelo de este fraude– hacen minería conceptual en busca de
matices y retruécanos para vestir al sofisma: a la espera de la
verdad jurídica, la administrativa es la única verdad. Si se les
mostrara un video de Peña Nieto en el que reconociera que en su
candidatura se lavó dinero, dirían que es Photoshop, o bien
argumentarían que la confesión es la prueba reina, pero que México
es una república y por lo tanto no la reconoce. “¡Pruebas!,
¡pruebas!”, claman, mientras navegan en un océano de ellas.
A estas alturas, los medios
electrónicos, la comentocracia, el Revolucionario Institucional
–comprometido a fondo en el ejercicio alquímico de transmutar la
inmundicia en legitimidad–, y la autoridad electoral –empeñada
en negar que fue omisa y permisiva, pese a que desde febrero López
Obrador le advirtió sobre las muchas formas en las que podría
colársele el fraude–, han conformado una suerte de frente de
resistencia contra la verdad.
El frente mencionado no sólo niega que
llueve en plena tormenta sino que ensaya descalificaciones
autoritarias contra los recursos a las vías legales para esclarecer
el fraude. Quienes acuden a los tribunales “dividen a México”;
si divulgan la información relacionada con la adulteración,
“siembran odio”; si fundamentan la queja, “desestabilizan”;
si señalan las omisiones, “atentan contra la institucionalidad
democrática”. El IFE, por lo pronto, ya atentó contra sí mismo y
contra lo que pudo quedarle de credibilidad después de su triste
papel como operador del fraude en 2006.
Ahora la única posibilidad
institucional de restablecer la legalidad quebrantada está en manos
del Tribunal Electoral, y consiste en invalidar la elección del 2 de
julio y crear las condiciones para el cumplimiento de los términos
constitucionales: que el Congreso de la Unión establezca un
interinato y que se convoque a nuevos comicios en cosa de año y
medio. No hay en esa perspectiva nada de subversivo, de
desestabilizador o de ilegal. Desde luego, pára que el esfuerzo
sirva de algo, es necesario que los comicios de 2013 o 2014 sean
organizados y vigilados por una autoridad electoral plenamente
renovada a la que la sociedad pueda concederle al menos el beneficio
de la duda. La de hoy se ha evidenciado como parcial y omisa, y tan
falsaria como su beneficiado central. Bien podría llamársele el
PRIFE.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario